Por Raúl Degrossi
Leemos en La Nación sobre el proyecto de reforma de la Carta Orgánica del Banco Central presentado por la senadora Blanca Osuna (FPV-Entre Ríos), para incluir entre las funciones del ente coordinar sus acciones con las directivas de la política económica fijada por el Poder Ejecutivo.
En la misma nota la senadora cobista mendocina Laura Montero sale a oponerse de plano, llegando a decir que la mismísima Constitución Nacional establece cual es el rol del BCRA, y meneando otra vez el famoso tema de su "autonomía", zoncera que alcanzó el tope del ránking cuando el affaire Redrado, el pago de la deuda con reservas y su autoacuartelamiento.
Zoncera heredada además de los 90’, del menemismo, de la Convertibilidad y de las tristemente célebres políticas del Consenso de Washington, y que llega a extremos absurdos, como constituir al Banco en una especie de séptimo poder del Estado (el cuarto es el periodismo, el quinto el INDEC y el sexto la autoridad de aplicación de la ley de medios, como sabemos), que estaría por encima del propio presidente de la República.
Conviene recordar algo ante el disparate que señala Montero: la Constitución Nacional ni siquiera menciona al Banco Central en uno sólo de sus 129 artículos y 17 disposiciones transitorias. Sólo establece en el artículo 75 (que regula las atribuciones del Congreso) que le corresponde al Poder Legislativo “Establecer y reglamentar un banco federal con facultad de emitir moneda, así como otros bancos nacionales” (inciso 6) y “Hacer sellar moneda, fijar su valor y el de las extranjeras...” (inciso 11).
Alguien podrá decir que esos incisos vienen de 1853, cuando ni siquiera se sabía que alguna vez iba a haber en la Argentina un Banco Central (creado por primera vez en 1935 a través de la tristemente célebre ley 12.155), pero lo cierto es que, en la reforma de 1994, el segundo fue dejado exactamente igual a la Constitución original, y el primero fue modificado levemente en su redacción que decía “Establecer y reglamentar un Banco Nacional en la Capital y sus sucursales en las provincias, con facultad de emitir billetes” (por entonces, artículo 67 inciso 5).
De cualquier modo, el inciso estaba directamente vinculado a la facultad de emitir moneda, tratando de que hubiera una sola de curso legal y forzoso en todo el territorio nacional, proscribiendo las monedas provinciales que eran frecuentes cuando la Constitución se dictó (no había un Estado nacional organizado), y por eso el artículo 108 (hoy 126) estableció entre las cosas que las provincias tienen prohibido hacer -porque son exclusivas del Estado nacional- “acuñar moneda, ni establecer bancos con facultad de emitir billetes, sin autorización del Congreso federal”.
Recién con la citada Ley 12.155 y previo cierre de la Caja de Conversión, esa función de emitir moneda, pasó a ser propia del Banco Central, cuya actual Carta Orgánica aprobada por la Ley 24.144 (1992) establece en su artículo 3 que “Es misión primaria y fundamental del Banco Central de la República Argentina preservar el valor de la moneda”’, “Federal” como se dijo) de emitir moneda, la que recién aparece en el artículo 17 inciso a) (“Emitir billetes y monedas conforme a la delegación de facultades realizadas por el Honorable Congreso de la Nación”), una prueba clara del peso de las ideas del neoliberalismo (desde el monetarismo de Friedman, que nos llegó vía Martínez de Hoz, a Cavallo y la Convertibilidad) en la definición del perfil de la institución., incluso antes de aquélla misión primordial que le daba la Constitución al “Banco Nacional” (luego de la reforma del 94
Por presión del propio Cavallo, la constituyente del 94’ incluyó en el inciso 19) del artículo 75, como uno de los objetivos de la política económica cuyas líneas generales debía definir el Congreso, “la defensa del valor de la moneda”, que tenía cierta lógica en un esquema como el de la Convertibilidad, y sin que señalar eso signifique que no se lo deba defender, claro.
De allí que la cuestión de las reservas del Banco Central y su vinculación con el respaldo del dinero circulante (la famosa “base monetaria”) no aparezca en la Carta Orgánica del Banco, sino en la Ley 23.928 que estableció el régimen de convertibilidad monetaria, ley cuyos artículos 1º y 2º (que establecían la libre conversión de australes -luego pesos- a dólares, el famoso uno a uno) fueron derogados en el 2002 por la Ley 25.561 llamada de Emergencia Pública y del Régimen Cambiario.
Esta misma ley (promovida por Duhalde para poder devaluar) modificó el artículo 3º de la Ley de Convertibilidad, que refiere a la actividad del Central en la compra de divisas, que originariamente decía que debía hacerlo “a precios de mercado”, y de acuerdo a la reforma del 2002 pasó a hacerlo “al precio establecido conforme al sistema definido por el Poder Ejecutivo nacional, con arreglo a lo dispuesto en el artículo 1° de la Ley de Emergencia Pública y de Reforma del Régimen Cambiario”’., por la cual el Congreso le delegó esa atribución al presidente, en el marco del artículo 76 de la Constitución reformada en el 94
La misma Carta Orgánica aprobada en los tiempos del menemismo y que se mantiene con levísimos cambios hasta hoy, establece entre otras funciones del Banco “la regulación de la cantidad de dinero y de crédito en la economía y el dictado de normas en materia monetaria, financiera y cambiaria”“en la formulación y ejecución de la política monetaria y financiera el Banco no estará sujeto a órdenes, indicaciones o instrucciones del Poder Ejecutivo nacional”, así como actuar como autoridad de aplicación de la Ley de Entidades Financieras. y que
Entre esas funciones nunca estuvo por ejemplo definir la política cambiaria (un elemento central de la política económica, como quedó evidenciado en los últimos años), a punto tal que al sancionarse la Ley 24.144 en 1992, Menem y el mismísimo Cavallo dictaron el Decreto 1860, vetando la parte del artículo 4º que decía que le correspondía al Central “Establecer” esa política, quedando como es en la actualidad, donde la ley dice que “ejecuta la política cambiaria en un todo de acuerdo con la legislación que sancione el Honorable Congreso de la Nación”, como vimos la Ley 25.561 y sus prórrogas, con delegación de facultades al presidente.
De modo que ni siquiera los creadores de la Convertibilidad (menos aun los devaluadores seriales y pesificadores asimétricos) creyeron en la zoncera de la autonomía del Banco Central tal como hoy nos la quieren vender, a lo que hay que añadir lo inherente a “la defensa del valor de la moneda”, con lo cual se habría metido el kirchnerismo en el 2005 (al pagar la deuda con el FMI) y a al crear el Fondo del Bicentenario.
Aunque se creyera a pie juntillas en la zoncera de la autonomía del Central, el artículo 3º de la Carta Orgánica dice que “En la formulación y ejecución de la política monetaria y financiera el Banco no estará sujeto a órdenes, indicaciones o instrucciones del Poder Ejecutivo nacional”, pero el DNU de Cristina no refiere ni a una cosa ni a la otra, sino a la cancelación de parte de la deuda pública externa, y el mismo artículo también dice que el Estado nacional garantiza las obligaciones asumidas por el Banco, con lo que queda claro que lo de la autonomía es puro cuento.
Para ver en que medida las concepciones ideológicas y de política económica afectan todo este tema, baste traer a colación lo dispuesto por el primer peronismo, que al reformar en 1949 la Carta Orgánica del Banco Central (que previamente había nacionalizado en 1946, ya que era controlado por la banca privada), a través de la ley 13.571, dispuso que el Banco debía “coordinar automáticamente su política con el gobierno bajo la subordinación del ministerio de Finanzas a efectos de financiar el crecimiento económico, distribuir la riqueza y obtener la plena ocupación de los trabajadores”, quedando además su presidencia a cargo del ministro de Finanzas.
Y pasemos ahora a la discusión que plantea Montero sobre la designación de los miembros del directorio del BCRA, sobre lo que cabe recordar que la mismísima Mercedes Marcó del Pont espera aun la confirmación de su pliego por el Senado.
Hay que recordar que la Constitución Nacional establece con claridad que el Presidente de la República “Es el jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país” (artículo 99 inciso 1), por lo cual entre otras cosas le corresponde nombrar y remover a “los embajadores, ministros plenipotenciarios y encargados de negocios con acuerdo del Senado; por sí solo nombra y remueve al jefe de gabinete de ministros y a los demás ministros del despacho, los oficiales de su secretaría, los agentes consulares y los empleados cuyo nombramiento no está reglado de otra forma por esta Constitución” (inciso 7 del mismo artículo).
La Constitución exige el acuerdo del Senado (además del caso citado de los diplomáticos) para los jueces de la Corte Suprema y los demás tribunales federales y los ascensos de los oficiales superiores de las Fuerzas Armadas, de modo que, hasta acá, los miembros del directorio del Banco Central entran dentro de la categoría “empleados (cadetes de lujo, pero cadetes al fin) cuyo nombramiento no está reglado de otra forma” por la Constitución, y por ende los debería designar y remover el Presidente.
Pero existe desde hace mucho la práctica de establecer (por leyes del Congreso) el requisito del acuerdo legislativo para cargos en los que la Constitución no lo exige, temperamento criticado hasta por juristas insospechados de simpatía con el actual gobierno, o con el peronismo en general como el ya fallecido Germán Bidart Campos, por oponerse a la Constitución.
Mas aun, la Ley 20.677 dictada en 1974 (pocos días antes de la muerte de Perón), que suprimió el requisito del acuerdo del Senado para la designación de funcionarios en cualquier organismo de la Administración Pública para el cual la Constitución no estableciese ese requisito, porque justamente las dictaduras militares anteriores a esa fecha, cuando estaban en retirada, imponían ese requisito en muchos casos, y no creo que fuera para proteger a las instituciones.
Pero, la zoncera de la autonomía del Banco Central es más fuerte, y la Ley 24.144 en su artículo 7º estableció el requisito del acuerdo para los integrantes del Directorio (entre ellos el Presidente, cargo que hasta ahora tiene Redrado), y es sin dudas ese agregado (que tiene una curiosa historia que brevemente cuento a continuación) el que determinó que en la misma ley, en el artículo 9, se estableciera la participación en algún punto del Congreso en su remoción, lo que pasó en su momento cuando rajaron a Redrado.
Cuando la ley se sancionó en 1992, Menem y Cavallo dictaron como dije el Decreto 1860 que le introdujo vetos parciales, y entre ellos a este artículo 7º en cuanto exigía el acuerdo del Senado para las designaciones, pero apenas dos días después daban marcha atrás, se arrepentían del veto -cosa inédita e insólita en términos constitucionales- y terminaban aceptando el requisito.
A esta altura del análisis es interesante destacar que el texto actual del artículo 7º de la Carta Orgánica del Central no fue aprobado por una ley del Congreso, sino por un hermoso y robusto decreto de necesidad y urgencia (el 1373) dictado por Menem con la firma de todo su gabinete (entre ellos, Roque Fernández), a poco más de quince días de la asunción de De La Rúa y a pedido de éste, para poder nombrar directores “en comisión” hasta que obtuvieran el acuerdo del Senado, otro mamarracho institucional.
Explico por qué: la Constitución establece en su artículo 99 inciso 19) que el Presidente puede “llenar las vacantes de los empleos, que requieran el acuerdo del Senado, y que ocurran durante su receso, por medio de nombramientos en comisión que expirarán al fin de la próxima Legislatura”, lo que implica dos cosas: que el Congreso no esté funcionando, y que esos nombramientos rigen hasta el final del próximo período ordinario de sesiones.
Es decir que si el Congreso funciona, y si uno cree tanto en las instituciones y en la autonomía del Banco Central -al punto de exigir el acuerdo del Senado para nombrar al Directorio-, lo que tiene que hacer es pedir el acuerdo mandando los pliegos de los propuestos, y sentarse a esperar que los aprueben, y no andar apelando a esos subterfugios como nombrarlos “por las dudas y mientras tanto”.
De lo contrario, y dejándose de zonceras, los tendría que nombrar el Presidente por sí y ante sí y removerlos cuando le plazca de acuerdo a sus políticas, con lo cual no haría más que cumplir estrictamente -fíjese usted, señora- con la Constitución Nacional.
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