Por Raúl Degrossi
Esta columna de Sergio Berensztein en La Nación de hoy es otro ejemplo de la mediocridad y pobreza conceptual en que el pensamiento conservador de la Argentina acepta dar el debate político; congelándolo en la imposibilidad de pensar en serio mucho de los problemas del país, aun desde una óptica distinta a la del gobierno nacional.
Comenzando por el golpe bajo de hacer guiños al lector promedio de la tribuna de doctrina con el calificativo "imperial" (se sabe: el término remite a una voluntad política omnímoda y caprichosa, que no reconoce límites), Berensztein no consigue superar el rosario de lugares comunes del cualunquismo, y por momentos parece que ni siquiera intentara hacer el esfuerzo: los fenómenos que intenta exponer parecen monocausales o incausados, el "cristinocentrismo" es la única clave de bóveda para comprender la realidad, los males que denuncia no tienen entre sí concatenación y relaciones, con lo que parecen más bien el espiche obligatorio de algún editorialista radial; que un intento de comprender el escenario nacional desde un determinada visión ideológica.
No toma nota por caso del contexto en el que la acción política se desenvuelve (sin ir más lejos, no existe la más mínima mención a las crisis internacional y sus efectos en el país), y persiste en uno de los caballitos de batalla favoritos del pensamiento de la derecha liberal: a partir de una idea determinada de lo que "debe ser" una democracia (o en todo caso, de una visión que amputa toda faceta del sistema que no sea el juego formal de los "poderes" jurídicos del Estado y sus relaciones entre sí), endereza la línea argumental a socavar la legitimidad democrática del proceso abierto en el 2003.
Y es incluso pobrísimo desde el punto de vista del análisis histórico con visión proyectada al presente, en tanto supone que nuestras desgracias nacionales (que con capciosa inteligencia no sitúa cronológicamente en épocas precisas, en otro guiño al lector) tienen su origen en que no se respetaba la división de poderes, y no en el hecho mucho más grave (y comprobable históricamente además) de que por décadas existieron sectores de la vida política nacional que no aceptaron justamente someterse a la más elemental de las reglas de la democracia: gobierna el que el pueblo elige, y define el rumbo político del país en consonancia con el mandato popular recibido.
En el estilo del profesor Romero, dice Berensztein que desde el 2003 para acá, el kirchnerismo no ha hecho sino agravar los males del país construyendo un aparato estatal gigantesco, oneroso (dos términos que expresan una clara defnición ideológica, más allá incluso de lo que el autor hubiera querido admitir abiertamente) e impotente para resolver los problemas de la sociedad; una afirmación tan tremendista y carente de matices como inexacta, si se repara en que el aumento de la presencia del Estado que se verifica en éstos año no sólo no ha sido reprobado por la sociedad, sino que hay consenso respecto a que esa dirección debe profundizarse, dotando de inteligencia y mayores capacidades operativas a esa estructura.
Mezcla fenómenos sociales complejísimos como el delito, con conductas patológicas pero más sencillas de comprender, como los víctimas de accidentes de tránsito -que son en gran medida fruto de la desaprensión humana por no cumplir las normas de seguridad vial-, o la tragedia de Once, donde la responsabilidad del Estado (por acción u omisión) aparece en un primerísimo plano: el pavotísimo razonamiento (que no le quedaría mal a un Majul, por ejemplo) sería que todo lo malo y feo que sucede, es por exclusiva culpa de un Estado enorme e ineficiente, conducido por una presidenta con veleidades de emperadora; más atenta a sus caprichos que a los reclamos sociales.
¿Cómo se explican entonces los resultados electorales del 2007 y el 2011?, aun cuando no lo diga Berensztein, el fantoche del clientelismo (y su contracara: la irracionalidad política de buena parte del electorado) está allí, sólo hay que seguir las líneas de puntos que va dejando para terminar de contornear su figura.
La idea de que el gobierno avanza, de un modo consistente y en base a un plan perfectamente trazado, sobre los derechos individuales de los ciudadanos ante la apatía de éstos, es una estupidez que no resiste el más mínimo cotejo con la realidad: la democracia argentina (aunque no le guste al hombre de Poliarquía su direccionalidad política, fruto justamente de la voluntad popular) vive su hora de mayores libertades desde que fue reconquistada, con vigencia plena de los viejos derechos, y la constante ampliación de otros, como lo pueden corroborar las minorías sexuales, o los propios trabajadores o jubilados, sin ir más lejos.
Después de tomar nota de la crisis de los partidos políticos (fenómeno que, si bien se mira, no se remonta al 2003 sino a la misma aparición en escena del peronismo en 1945), insiste Berensztein en ese método berreta de analizar el comportamiento de los actores políticos como si fuera el programa de Rial: "posicionamientos", individualidades, "encuestismo" como único método admitido de percepción del clima político, agitando otro fantasma ad usum como el del supuesto "temor a las represalias" que sentirían los disidentes aun dentro del propio kirchnerismo, como lo vendrían sufriendo periodistas, empresarios o sindicalistas.
Los factores del poder económico, los que se mueven tras los decorados del poder institucional formal (esos que tanto le preocupan a Berensztein, y en los que cifra su idea de la democracia) no aparecen, con lo que su contribución intelectual a las lógicas corporativas de apriete al poder político, no podría ser más apreciado por éstos: es ése quizás el guiño más notorio de la columna.
Si el pensamiento de la derecha en la Argentina no logra superar estas rusticidades, si persiste en negarle legitimidad democrática al kirchnerismo, si continúa pensando con los cánones mentales previos al 2003, en cuanto a que política y economía son mundos disociados y autónomos sin vínculos entre sí (al punto que no importan los resultados electorales, porque habría "una sóla manera" de lidiar con los problemas económicos y sociales, y todo camino alternativo es irracional e impracticable), si continúa confundiendo la realidad con sus propios deseos íntimos (como cuando pronostica a diario la implosión del kirchnerismo), no sólo estará lejísimos de construir una altyernativa política medianamente seria; y no es que eso sea responsabilidad de Berensztein, sino que los que sí son responsables de hacerlo abrevan en éste discurso pavotísimo.
Estará empobreciendo el debate político nacional y desertando de su compromiso con esa democracia que dice defender, de un modo tal que es lícito pensar que no sólo no extrajo las lecciones correctas de la mega crisis del 2001 (algo que sí hizo claramente el kirchnerismo, y por eso prevalece), sino que abjura del sentido último del sistema de gobierno que los argentinos reconquistamos en el 83', aunque diga lo contrario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario