Por Raúl Degrossi
En el acto de ayer en General
Rodríguez al que corresponde el video, Cristina hizo hincapié en la necesidad
de defender al Estado, porque cada vez que convencieron a los argentinos de que
el Estado no servía, era inútil o un estorbo, después vinieron por el pueblo.
Y la afirmación es
contundentemente cierta: todos los procesos de cercenamiento y pérdida de
derechos que sufrieron los argentinos se dieron en el contexto de una
deslegitimación del rol del Estado, sea desde los cánones del liberalismo
tradicional, su versión aggiornada en los 90’ o desde el más crudo
autoritarismo.
El pedido de Cristina debe leerse
además claramente en el contexto de las protestas del 8N: el discurso promedio
de los cacerolos es un fresco del derrotero cultural de las clases medias y su
relación con el Estado; desde la sociedad integrada de los 60’ y los 70’, a la
fragmentada que dejaron dictadura y el menemismo, y sus consecuencias.
Derrotero que va de aquélla clase
media orgullosa de la escuela y la universidad públicas, hasta ésta que manda
los hijos al colegio privado y tiene una prepaga, mientras reniega de pagar
impuestos, pero no se fija en las facturas del celular, o los cargos que le cobra
el banco; o vota masivamente a Macri en Buenos Aires.
Por supuesto que las crisis políticas
impactaron de pleno en el Estado, sus servicios y la eficacia de sus roles; y
nada de eso fue ajeno al cambio de percepción social sobre lo estatal; realidad
sobre la que machacó constantemente una superestructura cultural (con
preponderante presencia de los conglomerados de medios) con intereses bien
concretos en mantener un Estado débil e inoperante.
Cuando se analiza el kirchnerismo
en términos de recuperación del rol del Estado y la política, se suele incurrir
en simplificaciones que desconocen las complejas
relaciones que los vinculan; porque política hay siempre (en todo caso, la
discusión será sobre sus fines y sus límites) y Estado también: de hecho,
parte central de un proyecto político es delinear que tipo de Estado quiere,
para qué y (sobre todo) para quienes; y por ese lado iba precisamente el
análisis de Cristina.
Y lo otro que olvidamos a menudo
cuando analizamos el período kirchnerista en términos de repolitización de la
sociedad, es la subsistencia en determinados sectores de ella (que son en su
mayoría los que protagonizan los cacerolazos) del clima cultural del menemismo;
en el sentido de que el Estado es el refugio de la ineficiencia y la
corrupción, o que todo lo que haga lo hará mal, o los privados podrían hacerlo
mejor: eso no es anti-política, sino otra forma (y bien explícita por cierto)
de politización.
Por eso cuando el kirchnerismo
pone en acto “su” idea de la política y de lo estatal (sobre lo cual acá escribí algo hace unos meses, e invito a releerlo), al mismo tiempo que conecta
con el humor social de sectores que demandan “más” Estado porque lo necesitan;
rema claramente contra la corriente de aquellos que suponen que son
autosuficientes, en muchos casos sin percibir todo lo que reciben del Estado,
sin tener en cuenta méritos individuales: vayan sino de ejemplo los subsidios a
las tarifas de los servicios públicos.
También tributa a ese clima
cultural de revival noventista el “oenegeísmo”, que pone el foco en la
corrupción y los controles institucionales (los contrapesos republicanos, por
decirlo de un modo simple); no porque la corrupción no constituya un problema
del cual haya que ocuparse, sino porque pareciera una calle de mano única: el
problema son siempre los funcionarios corruptos, pero nunca los empresarios o
grupos económicos que los corrompen, para lograr prebendas, privilegios o
negocios a costillas del Estado. Unos están siempre bajo la lupa, los otros
permanecen eternamente invisibles.
Del mismo modo, cuando se pone el
foco en los controles institucionales sobre los órganos del Estado con
capacidad de decisión (controles que por supuesto deben existir), sin analizar
que son un tibio -y a veces torpe- intento de regular aquello donde ha imperado
la ley del más fuerte, se está soslayando precisamente eso, que es ése el punto
políticamente nodal en discusión.
Y aunque no se lo propongan (en
muchos casos sí, porque por eso el “oenegeísmo” goza de amplia financiación
empresaria), están contribuyendo a crear el clima cultural y social propicio para
perpetuar estructuras de privilegio, nacidas al amparo de un Estado bobo y
desmantelado en sus capacidades operativas.
Cuidar el Estado implica también
definir como se lo cuida, y de quiénes; porque es un territorio en
permanente disputa, colonizado por intereses económicos, sindicales, políticos
y de todo tipo; con lógicas rara vez convergentes con los de la dirección
política de ese mismo Estado, y con frecuencia contrapuestas.
Porque el Estado es también una
compleja trama jurídica y burocrática sin lógica aparente, pero urdida con
inteligencia por los que medran a su amparo con curros varios: pensemos sino en
los regímenes de promoción industrial, las exenciones impositivas, los
subsidios de toda índole o los reintegros a las exportaciones; sólo por
mencionar los que se devoran más recursos con destino a los bolsillos
empresariales, sin que nadie (o muy pocos) grite contra “ésa” forma de corrupción.
El Estado es además con
frecuencia el refugio de la comodidad política, y no sólo referida al funcionario
de cualquier rango que silba bajito para que nadie se da cuenta de que existe, mientras se desentiende del rumbo general del gobierno: el Congreso, los órganos de
control (como los entes reguladores, la Auditoría General de la Nación, la
Defensoría del Pueblo, el Consejo de la Magistratura) también son Estado; como lo es por supuesto (y vaya si
no) el Poder Judicial.
Y todas esas estructuras no sólo reproducen los vicios
que se le pueden señalar a todas las que dependen del
Ejecutivo; sino que los agigantan hasta la desmesura, exentos como están de la
obligación del que gobierna, de dar respuesta diaria a los problemas de gestión; o peor aun: muchos sectores políticos (los radicales y progresismos varios sobresalen al respecto) terminan tributando al discurso anti-estatal, desde el cómodo usufructuo de los beneficios de esas estructuras estatales.
Antes de que la fragmentación y
anarquización sindical explotaran en las macroestructuras, fue justamente en el
Estado donde se desplegaron de un modo contundente; tornando borrosos los
límites entre la defensa de los intereses de los trabajadores estatales, y una
mentalidad quiosquera que concibe al Estado como una suma de cotos de caza, que
se deben defender a toda costa. Claro que eso convive con una generalizada
precarización laboral muchas veces tolerada yconsentida por el propio Estado.
Cuidar el Estado también
significa abordar otros debates, como el rol que juegan las provincias y los
municipios (que también “son Estado” y gestionan recursos públicos), la
necesidad de formar cuadros ampliamente capacitados para las funciones de
gobierno así como consustanciados con
un proyecto político; o establecer mecanismos que permitan garantizar que el
crecimiento de los recursos y la inversión destinada a una determinada política
pública, se traduzcan en resultados concretos y eficaces (acaso la educación
sea el ejemplo más rotundo en éste sentido).
Para la militancia política a su vez, asumir en serio la defensa de lo estatal implica romper con el dilema de la eterna testimonialidad que aqueja a cierto progresismo, y con su contracara: la seducción fácil del cargo con sueldo generoso, y demás beneficios anexos.
Para la militancia política a su vez, asumir en serio la defensa de lo estatal implica romper con el dilema de la eterna testimonialidad que aqueja a cierto progresismo, y con su contracara: la seducción fácil del cargo con sueldo generoso, y demás beneficios anexos.
Cuando Cristina plantea defender
el Estado en resguardo de la soberanía popular, está apuntando a que la
estructura estatal es la polea de transmisión de las políticas públicas que
despliega quien tienen el mandato electoral para hacerlo: una verdad tan
sencilla, como persistentemente ignorada o resistida en el núcleo de los
reclamos caceroleros.
Tomemos como ejemplo cualquiera
de las decisiones más relevantes y estratégicas que tomó el kirchnerismo en
todos estos años: la estatización de las AFJP, la ley de medios, la
expropiación de YPF, la reforma de la carta orgánica del BCRA para aumentar las
regulaciones sobre los bancos y obligarlos a prestar a las empresas para proyectos de inversión, el programa Procrear o la
implementación de la tarjeta SUBE.
Todas tienen en común algo:
suponen formidables desafíos a la capacidad de gestión del Estado, no solo en
su diseño, sino fundamentalmente en su implementación, en su despliegue
concreto en la realidad y el territorio; lo que denota claramente la
importancia crucial de defender al Estado, porque de lo contrario la política
pública mejor pensada (y más aquéllas que la gente ha plebiscitado con su voto)
puede naufragar en los meandros de la burocracia, o irse disolviendo
progresivamente en su eficacia y potencial transformador.
De allí que también tenga razón
Cristina cuando dice que cuidar al Estado es defender el respeto por el pleno
imperio de la soberanía popular.
quien cuida mejor el estado en santa fe?
ResponderEliminarhttp://www.diariocruzdelsur.com.ar/noticia/noticia/id/10478
Cualquiera menos las palometas presupuestívoras socialistas y radicales. ¿Cuánto cobrás de chapa (o te metieron en el pasquín ése) para trollear nabo?
ResponderEliminarCualquiera menos las palometas presupuestívoras socialistas y radicales. ¿Cuánto cobrás de chapa (o te metieron en el pasquín ése) para trollear nabo?
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