domingo, 20 de marzo de 2016

LAS ENSEÑANZAS DEL CASO BRASIL


Los acontecimientos de Brasil vuelven a poner en el tapete la discusión sobre el proceso político general de América Latina; que con las diferencias propias de cada caso, presenta bastante similitudes.

A riesgo de incurrir en una simplificación mecanicista, un ciclo económico de baja de los precios de los comodities y principales productos exportables de los países de la región se corresponde con un ciclo político de retroceso electoral de los movimientos populares, cuando en los años anteriores había sido a la inversa.

Si bien es una regla general de las sociedades (y no una exclusividad de América Latina) que cuando desmejoran los indicadores económicos crece la conflictividad política, en la región el ciclo económico ascendente fue acompañado con políticas de intervención estatal para redistribuir más equitativamente los resultados del crecimiento; que tuvieron efectos concretos en ese plano y como lógica consecuencia, en el electoral.

Pero al mismo tiempo las restricciones propias de los modelos de acumulación y desarrollo elegidos (que en general no significaron rupturas profundas y definitivas con los preexistentes) se hacen sentir más tarde o más temprano para persistir en esa línea; ni hablar cuando el contexto económico cambia, y el objetivo de incluir y avanzar en niveles mayores de igualdad social se dificulta.

Es entonces -como está pasando en Brasil- cuando quedan dramáticamente expuestas las fragilidades de las construcciones políticas de esos mismos movimientos populares, y se refuerza la tenaz ofensiva de las derechas por medios y actores no electorales (a través de los medios, los grandes grupos económicos y el poder judicial, pero también ganando la calle cuando es necesario); para terminar coronándola por medios electorales, como ocurrió en Venezuela y acá.

Es interesante en éste contexto analizar el caso específico de Brasil, y compararlo con la Argentina. Durante mucho tiempo se nos puso por delante el “ejemplo” brasileño, y no solo desde quienes estaban en la vereda de enfrente del kirchnerismo: también “desde adentro" se contraponía al PT con el FPV para achacarle a éste las falencias de su construcción territorial, el modo traumático de resolución de la candidatura presidencial, el armado de las listas electorales o la política de alianzas; con su correlato en las bancas legislativas (tópico éste último de candente actualidad).

Más allá del hecho de que algunas de esas cuestiones (los liderazgos carismáticos, la sucesión) son comunes a los procesos caracterizados como populismos, lo cierto es que haber resuelto la imposibilidad de Lula de optar en su hora por un nuevo mandato (algo que también ocurrió acá por Cristina) casi sin tensiones internas optando por Dilma no se reveló a la larga una solución, sino un problema; y bastante grave.

Y la larga y extendida construcción territorial de base del PT (contrapuesta con el armado político “desde arriba” del kirchnerismo) se revela en éstas horas dramáticas insuficiente para sostener a un gobierno jaqueado en la justicia y el Congreso, y que había perdido la calle, al menos hasta las masivas movilizaciones de apoyo del viernes pasado.

Que decir de las alianzas políticas, electorales y parlamentarias: por grande que sea nuestro desencanto actual con gobernadores, diputados y senadores del FPV que hacen macrismo alternativo, no puede hacernos perder de vista que los quiebres se producen tras una derrota electoral y estando el FPV en la oposición (aunque los hubo estando en el gobierno, como el caso Cobos); mientras que el gobierno de Dilma se asoma al abismo de su final anticipado por el quiebre de una coalición legislativa que fue inestable y escasamente confiable, desde su misma conformación.

O de las críticas que se hicieron acá internamente a las energías puestas por el kirchnerismo en confrontar con Clarín y el partido judicial: a la luz de la experiencia brasileña se podrán cuestionar las prioridades, pero no la pertinencia política de ambas peleas. Al lado de O’Globo, el multimedios comandado por Magneto parece la revista Anteojito, y comparado con el juez Moro, Bonadío es Baltasar Garzón.

Pero existe además otro aspecto a considerar en la situación de Brasil, que es el que más se escamotea en el análisis, y que es el de la agenda económica: cualesquiera sean las críticas (incluso valederas) que se hagan al gobierno de Cristina por no haber atendidos determinados desafíos que planteaba la economía o no haber avanzado con más decisión en la “sintonía fina”, lo que no podrá achacársele es haber cedido la iniciativa y producir un cambio sustancial del rumbo; adoptando la hoja de ruta del adversario.

Que es precisamente lo que sí hizo Dilma, con resultados políticos y económicos fatales: tras una durísima campaña electoral en la que el propio Lula arriesgó su capital político apostando a su reelección, y advirtiendo a los brasileños los riesgos que entrañaba el triunfo de Aécio Neves (al estilo de lo que acá se llamó “campaña del miedo” en la previa del balotaje que ganaría Macri), la candidata del PT terminó triunfando por escaso margen, para aplicar sin más en su nuevo mandato el programa económico derrotado en las urnas.

Programa que -por cierto, y de allí la razón de que se escamotee esta cuestión del debate del caso brasileño)- es en sus líneas generales exactamente el mismo que está aplicando acá Macri: metas de inflación, ajuste fiscal, suba de las tasas de interés, valorización financiera, repliegue del Estado, concesiones impositivas al capital concentrado. Programa que es el que más ha hecho por deteriorar la imagen de Dilma y su gobierno, muchísimo más que cualquier hecho real o sospechado de corrupción.

Por cierto: cuando el contexto económico y social lo permite, la derecha monopoliza la demanda ética y se presenta como la cruzada contra la corrupción (acá pasó y pasa exactamente lo mismo, pero en tono de cortina de humo, porque gobiernan); cuando su credo central consiste precisamente en borrar absolutamente la distinción entre los intereses públicos y los privados, de un modo tal que pretenden que creamos que satisfaciendo a los últimos, en realidad lo que estamos haciendo es garantizar los primeros.

Suponer que a un gobierno de los CEO’s (como el de Macri) o una oposición respaldada por los grandes grupos mediáticos y empresariales (como la brasileña) les preocupa en serio la corrupción, es tan ingenuo como pensar que a una potencia brutalmente imperialista como los EEUU le interesan realmente los derechos humanos.

Ingenuidades tan graves como la de creer que las “nuevas derechas” han perdido las mañas y malas costumbres de las “viejas”: si algo demuestra el caso brasileño es precisamente que eso es una falsedad notoria, y que no apelan a las formas tradicionales del golpismo simplemente porque no disponen del acto militar, como en otros tiempos.

Pero no les faltan sustitutos económicos, mediáticos y judiciales: si alguien cree ver un aire de familia entre la cautelar de Servini de Cubría que acortó en horas el mandato presidencial de Cristina, y las sucesivas resoluciones de los jueces que dejan en suspenso el nombramiento de Lula en el gobierno de Dilma, no estará muy errado.

Es muy difícil creer a pie juntillas en las credenciales democráticas de una derecha que ha demostrado con creces (en Honduras, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Paraguay, acá y ahora en Brasil) que respeta a la democracia cuando gana, y aun entonces, solo estrictamente en lo atinente a las consecuencias políticas del resultado electoral. Porque cuando gobierna (como ahora acá) no tolera la disidencia ni la protesta social y enseguida echa mano a los “protocolos” para manejarla.

Y cuestiona los populismos y los liderazgos carismáticos (allá Lula, acá Cristina) desacreditándolos como expresiones políticas atrasadas y condenadas a la desaparición; mientras trata de asegurarse de que efectivamente así sea, con una profusa guerra de carpetazos judiciales alimentados desde las cloacas del periodismo, los servicios de inteligencia y los “arrepentidos”, o -como dicen en Brasil- “delatores premiados”.

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