Los acontecimientos de Brasil
vuelven a poner en el tapete la discusión sobre el proceso político general de
América Latina; que con las diferencias propias de cada caso, presenta bastante
similitudes.
A riesgo de incurrir en una
simplificación mecanicista, un ciclo económico de baja de los precios de los
comodities y principales productos exportables de los países de la región se
corresponde con un ciclo político de retroceso electoral de los movimientos
populares, cuando en los años anteriores había sido a la inversa.
Si bien es una regla general de
las sociedades (y no una exclusividad de América Latina) que cuando desmejoran
los indicadores económicos crece la conflictividad política, en la región el
ciclo económico ascendente fue acompañado con políticas de intervención estatal
para redistribuir más equitativamente los resultados del crecimiento; que
tuvieron efectos concretos en ese plano y como lógica consecuencia, en el
electoral.
Pero al mismo tiempo las
restricciones propias de los modelos de acumulación y desarrollo elegidos (que
en general no significaron rupturas profundas y definitivas con los
preexistentes) se hacen sentir más tarde o más temprano para persistir en esa
línea; ni hablar cuando el contexto económico cambia, y el objetivo de incluir
y avanzar en niveles mayores de igualdad social se dificulta.
Es entonces -como está pasando en
Brasil- cuando quedan dramáticamente expuestas las fragilidades de las
construcciones políticas de esos mismos movimientos populares, y se refuerza la
tenaz ofensiva de las derechas por medios y actores no electorales (a través de
los medios, los grandes grupos económicos y el poder judicial, pero también
ganando la calle cuando es necesario); para terminar coronándola por medios
electorales, como ocurrió en Venezuela y acá.
Es interesante en éste contexto
analizar el caso específico de Brasil, y compararlo con la Argentina. Durante
mucho tiempo se nos puso por delante el “ejemplo” brasileño, y no solo desde
quienes estaban en la vereda de enfrente del kirchnerismo: también “desde
adentro" se contraponía al PT con el FPV para achacarle a éste las falencias de
su construcción territorial, el modo traumático de resolución de la candidatura
presidencial, el armado de las listas electorales o la política de alianzas;
con su correlato en las bancas legislativas (tópico éste último de candente
actualidad).
Más allá del hecho de que algunas
de esas cuestiones (los liderazgos carismáticos, la sucesión) son comunes a los
procesos caracterizados como populismos, lo cierto es que haber resuelto la
imposibilidad de Lula de optar en su hora por un nuevo mandato (algo que
también ocurrió acá por Cristina) casi sin tensiones internas optando por Dilma
no se reveló a la larga una solución, sino un problema; y bastante grave.
Y la larga y extendida
construcción territorial de base del PT (contrapuesta con el armado político
“desde arriba” del kirchnerismo) se revela en éstas horas dramáticas
insuficiente para sostener a un gobierno jaqueado en la justicia y el Congreso,
y que había perdido la calle, al menos hasta las masivas movilizaciones de apoyo del viernes pasado.
Que decir de las alianzas
políticas, electorales y parlamentarias: por grande que sea nuestro desencanto
actual con gobernadores, diputados y senadores del FPV que hacen macrismo
alternativo, no puede hacernos perder de vista que los quiebres se producen tras una derrota electoral y estando el FPV en la oposición (aunque los hubo estando en el gobierno, como el
caso Cobos); mientras que el gobierno de Dilma se asoma al abismo de su final
anticipado por el quiebre de una coalición legislativa que fue inestable y
escasamente confiable, desde su misma conformación.
O de las críticas que se hicieron
acá internamente a las energías puestas por el kirchnerismo en confrontar con
Clarín y el partido judicial: a la luz de la experiencia brasileña se podrán
cuestionar las prioridades, pero no la pertinencia política de ambas peleas. Al
lado de O’Globo, el multimedios comandado por Magneto parece la revista
Anteojito, y comparado con el juez Moro, Bonadío es Baltasar Garzón.
Pero existe además otro aspecto a
considerar en la situación de Brasil, que es el que más se escamotea en el
análisis, y que es el de la agenda económica: cualesquiera sean las críticas
(incluso valederas) que se hagan al gobierno de Cristina por no haber atendidos
determinados desafíos que planteaba la economía o no haber avanzado con más
decisión en la “sintonía fina”, lo que no podrá achacársele es haber cedido la
iniciativa y producir un cambio sustancial del rumbo; adoptando la hoja de ruta
del adversario.
Que es precisamente lo que sí
hizo Dilma, con resultados políticos y económicos fatales: tras una durísima
campaña electoral en la que el propio Lula arriesgó su capital político
apostando a su reelección, y advirtiendo a los brasileños los riesgos que
entrañaba el triunfo de Aécio Neves (al estilo de lo que acá se llamó “campaña
del miedo” en la previa del balotaje que ganaría Macri), la candidata del PT
terminó triunfando por escaso margen, para aplicar sin más en su nuevo mandato
el programa económico derrotado en las urnas.
Programa que -por cierto, y de
allí la razón de que se escamotee esta cuestión del debate del caso brasileño)-
es en sus líneas generales exactamente el mismo que está aplicando acá Macri:
metas de inflación, ajuste fiscal, suba de las tasas de interés, valorización
financiera, repliegue del Estado, concesiones impositivas al capital
concentrado. Programa que es el que más ha hecho por deteriorar la imagen de
Dilma y su gobierno, muchísimo más que cualquier hecho real o sospechado de
corrupción.
Por cierto: cuando el contexto
económico y social lo permite, la derecha monopoliza la demanda ética y se
presenta como la cruzada contra la corrupción (acá pasó y pasa exactamente lo
mismo, pero en tono de cortina de humo, porque gobiernan); cuando su credo central
consiste precisamente en borrar absolutamente la distinción entre los intereses
públicos y los privados, de un modo tal que pretenden que creamos que
satisfaciendo a los últimos, en realidad lo que estamos haciendo es garantizar
los primeros.
Suponer que a un gobierno de los
CEO’s (como el de Macri) o una oposición respaldada por los grandes grupos
mediáticos y empresariales (como la brasileña) les preocupa en serio la
corrupción, es tan ingenuo como pensar que a una potencia brutalmente
imperialista como los EEUU le interesan realmente los derechos humanos.
Ingenuidades tan graves como la
de creer que las “nuevas derechas” han perdido las mañas y malas costumbres de
las “viejas”: si algo demuestra el caso brasileño es precisamente que eso es
una falsedad notoria, y que no apelan a las formas tradicionales del golpismo
simplemente porque no disponen del acto militar, como en otros tiempos.
Pero no les faltan sustitutos
económicos, mediáticos y judiciales: si alguien cree ver un aire de familia
entre la cautelar de Servini de Cubría que acortó en horas el mandato
presidencial de Cristina, y las sucesivas resoluciones de los jueces que dejan en suspenso el
nombramiento de Lula en el gobierno de Dilma,
no estará muy errado.
Es muy difícil creer a pie
juntillas en las credenciales democráticas de una derecha que ha demostrado con
creces (en Honduras, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Paraguay, acá y ahora en
Brasil) que respeta a la democracia cuando gana, y aun entonces, solo
estrictamente en lo atinente a las consecuencias políticas del resultado
electoral. Porque cuando gobierna (como ahora acá) no tolera la disidencia ni
la protesta social y enseguida echa mano a los “protocolos” para manejarla.
Y cuestiona los populismos y los
liderazgos carismáticos (allá Lula, acá Cristina) desacreditándolos como
expresiones políticas atrasadas y condenadas a la desaparición; mientras trata
de asegurarse de que efectivamente así sea, con una profusa guerra de carpetazos judiciales
alimentados desde las cloacas del periodismo, los servicios de inteligencia y
los “arrepentidos”, o -como dicen en Brasil- “delatores premiados”.
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