La disputa por las elecciones es
también una disputa de antemano por la lectura de los resultados, el día
después: no se puede eludir el efecto plebiscito (aunque no se elijan cargos
ejecutivos, siempre se vota a favor o en contra del que gobierna), pero la
cuestión es como se lee ese plebiscito; máxime cuando es muy posible que la
composición del Congreso no varíe sustancialmente, porque aun en el caso de un
triunfo de “Cambiemos”, los números no le permitan controlar las cámaras.
Pero el voto indefectiblemente
ordena y crea nuevos escenarios políticos: más allá de las estrictas
correlaciones matemáticas entre cargos y distribución de bancas, a la luz de los
resultados los “dialoguistas” de hoy pueden devenir en los “combativos” de
mañana (o viceversa), desapareciendo de un plumazo la divisoria de aguas entre
los que desde la oposición están convencidos de que el rumbo elegido por Macri
es el correcto, y los pragmáticos que le dieron “gobernabilidad” porque lo
suponen aun gozando de su luna de miel con la sociedad.
La fluidez de las estructuras
partidarias que permite tránsitos acelerados de la oposición al oficialismo y
cambios súbitos de alineamientos no juega en un único sentido, y acaso algo de
esto intuyan “los mercados”, preocupados (dicen) por la incertidumbre
electoral, pero más atentos (aunque no lo digan) a la demora en aparecer de los
tan anunciados “brotes verdes”.
Mientras tanto esperan, y es
posible que si las PASO arrojan buenos números para CFK, jueguen, a su
particular modo: acelerando la fuga de capitales, corriendo hacia el dólar,
dando en fin la idea de que (como anticipó Melconián) “todo se puede ir a la
mierda": al fin y al cabo se manejan con su propia lógtica, que no siempre es la
de la política; y no pocas veces ni siquiera consulta las necesidades
inmediatas de la parte de la política que les es afín, que no es poca.
En la política y en el peronismo
en particular, también los resultados de las PASO traerán consecuencias: a la
inversa del efecto centrífugo que tuvo la derrota del 2015 (a partir de la cual
florecieron los pedidos de “autocrítica”, y las postulaciones para encarnar el
“post kirchnerismo”) una victoria de Cristina tendría un efecto centrípeto; mas
considerando el marasmo de la “renovación peronista” (que de renovación tiene
poco, y de peronista el escudito), donde ninguno de los liliputienses
electorales levanta cabeza como alternativa de cara al 2019.
Pero para eso falta una
eternidad, así que volvamos al presente: a su modo el gobierno también plantea
la elección en términos de plebiscito, pero no ya de su gestión (respecto de la cual no tiene demasiados logros concretos para mostrar), sino
del pasado inmediato representado por el kirchnerismo. Eso, junto al intento
casi desembozado de legitimar electoralmente un ajuste más brutal aun, que se
pospone hasta que la gente haya votado: mucho más que un simple resultado
electoral, un verdadero vaciamiento de sentido de la política, en términos de
la profundidad de nuestra construcción democrática.
Macri tratará por todos los
medios de que la elección sea entonces un plebiscito sobre el gobierno de
Cristina y los 12 años del kirchnerismo; corriendo el riesgo de que los dañados
por éste modelo (a los que les habló e hizo hablar CFK en Arsenal) lo entiendan exactamente al revés de sus
intenciones: para estar mejor, hay que volver atrás el tiempo, al momento en el
que ella dejaba el poder, para ser sucedida por él.
Por su peso cuantitativo y por las figuras que la
disputan, la elección bonaerense es crucial, y el propio gobierno y sus sistema
de medios afines no hacen sino reforzar su centralidad y la de Cristina, lo
cual es otra apuesta riesgosa: si Cristina gana aunque sea por un voto (y ese
es el modo correcto de leer las cosas, eludiendo la trampa de comparar ésta
elección con el 54 % del 2011), el gobierno estará derrotado aunque gane en la
sumatoria total del país, bajo el mismo sello.
Hay una ambiciosa pretensión del
oficialismo de autonomizar la elección de la marcha de la economía antes
(llamando a votar sobre el eje de la “grieta” política, y no por el bolsillo), y
después: proponiendo implícitamente que “al ajuste hay que hacerlo sí o sí,
cualquiera sea el resultado”.
Esa es la otra trampa que buscó
eludir Cristina evitando las PASO dentro del PJ para que luego le colaran en
las listas potenciales “colaboracionistas” con el gobierno; y eso es lo que
advirtió hace unos días Mario Brodersohn en un artículo de opinión: el ajuste
que reclama la ortodoxia “para restablecer los equilibrios” es de una magnitud
tal que para absorber la previsible reacción social que generará, es imprescindible que el gobierno alcance alguna forma de acuerdo (coalición,
cohabitación, integración) con al menos una parte de la oposición con
responsabilidades institucionales, para compartir los costos.
No es casual que Cristina
registre la más elevada intención de voto en los cordones del conurbano
bonaerense: es allí donde los efectos de las políticas de Macri se perciben con
mayor crudeza en términos de destrucción de empleo, salario y tejido
industrial, y de retiro de las políticas compensatorias del Estado para
amortiguarlo.. También es (en términos macroeconómicos) el lugar donde con toda
certeza más tardarán en notarse los famosos “brotes verdes”, si es que en algún
momento se notan.
Hay allí bolsones de electorado
que dos años acompañó a Scioli, pero también otro que lo votó a Macri porque
daba por seguras ciertas cosas y las consideraba a salvo de los vaivenes
políticos (de allí su impermeabilidad a las advertencias de la “campaña del miedo”.
Desde esa certeza y las demandas más “sofisticadas” (la vivienda, la
posibilidad de ahorrar en dólares, la mejora en el transporte público) pasaron
-en palabras de Cristina- a tener la vida desordenada en sus aspectos
elementales: salario, empleo, niveles de consumo.
Según sea la preocupación que
prevalezca, y la distribución de culpas y soluciones que haga cada uno, será el
resultado de la elección: si volverá a pesar más el “sí, con el kirchnerismo
estábamos mejor, pero había mucha corrupción/autoritarismo/soberbia” (ponga
cada uno lo que más le guste), o por el contrario prima el razonamiento del
estilo de “déjame de joder con la corrupción, que me estoy cagando de hambre y
no llego a fin de mes”.
Por eso la de Cristina es una
apuesta a la política en su sentido más puro y tradicional: un discurso con
contenido concreto, con un definido afán de representación de intereses más
concretos aun, al riesgo de que eso lleve a la exteriorización del conflicto
social, que es el punto de partida de la disputa política.
Con todos los riesgos que eso
implica en estos tiempos de “post verdad”, sociedades fragmentadas más allá del
esquema tradicional de clases, y subjetividades mediatizadas; dicho esto porque
sin perder de vista que de lo que se trata es de encontrar las estrategias más
adecuadas (en lo que hay que tener la inteligencia necesaria para ser
flexibles) para conseguir los objetivos planteados, estos deben ser
innegociables; incluso por estrictas razones de conveniencia electoral.
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