La elección de Brasil de hoy puede ser enfocada desde distintos ángulos: el específicamente vinculado a su situación interna, las obvias proyecciones regionales del resultado (que parece difícil de revertir en el balotaje) y las tendencias o fenómenos políticos que evidencia, en la medida que reflejen leyes más o menos generales que se puedan replicar acá.
Sobre lo primero, sería muy presuntuoso de nuestra parte pretender opinar al respecto y a la distancia, sin más conocimiento del que se tiene a través de los medios, aunque la presencia de "observadores en el terreno" no sea siempre garantía de acertar en la lectura: sin ir más lejos, Bruno Bimbi, el corresponsal de TN allá, decía hasta no hace mucho tiempo que Jair Bolsonaro carecía por completo de chances de llegar a la presidencia.
Las consecuencias regionales del proceso electoral brasileño son obvias: si el país más grande del continente consagra como presidente a un candidato abiertamente fascista las posibilidades de un cambio de ciclo político en la región sufrirán un duro golpe, y el grave retroceso de los últimos años en el proceso de integración regional continuará. Lo que no supone necesariamente un "efecto contagio" que determine los resultados electorales en los demás países de la región, pero sí tomar nota de la previsible "ausencia" de un jugador de peso gravitante, que empuje en otra dirección a la que hoy llevan las cosas.
Quedan entonces las cuestiones que, vistas desde acá, arrojan elementos de interés para el análisis comparativo, siempre haciendo la salvedad de que las traslaciones no son exactas ni automáticas; comenzando por las condiciones en las que se desarrolló la campaña electoral y las elecciones en sí mismas: con la proscripción de Lula que venía punteando cómodo en las encuestas y hasta un intento de último momento de sacar de la cancha al propio Haddad, con la eliminación de millones de electores proclives a votar al PT de los registros electorales, en un clima de violencia verbal y explícita y con el atentado "sospechoso" contra Bolsonaro.
Desde las prácticas de "law fare" en su mayor grado de brutalidad explícita, hasta la "campaña sucia" en niveles inimaginables, no le faltó nada al proceso electoral brasileño para herir su legitimidad, y condicionar a futuro la estabilidad del proceso político en el país. Hasta hubo amenazas explícitas de golpe militar su Lula era liberado para poder ser candidato, o en caso de un triunfo del PT, que el propio Bolsonaro advirtió que desconocería.
La conclusión desde acá y con enseñanza para nosotros es muy clara: cuando la derecha cree amenazados sus intereses (y a veces ni siquiera eso, como ocurrió en Brasil, donde el PT no discutió el modelo de acumulación sino simplemente la distribución social de los excedentes que genera), deja de lado toda ficción de adhesión a los valores democráticos, y es capaz de saltarse encima incluso de los frágiles consensos de las democracias latinoamericanas emergidas en los 80', post dictaduras militares.
Incluso aunque eso la lleve a terminar abrazando como candidato a un presunto "outsider" como Bolsonaro, porque sus propios candidatos (en Brasil, los gestores del golpe parlamentario contra Dilma) no mueven el amperímetro: se trata de apoyar, con una practicidad de la que suelen carecer las izquierdas, al que se ofrezca a garantizar sus intereses esenciales, cualquiera haya sido su trayectoria previa. Como el rol que podrían cumplir acá Sergio Massa o algún candidato del "peronismo perdonable" ante el declive de Macri, pongámosle.
El "Lava Jato" y el presunto proceso de depuración judicial de la corrupción política terminó llevándose puesto a todo el sistema político tradicional brasileño, y encarcelando al candidato más popular del país para impedirle ser candidato, para que de las cenizas surgiera como alternativa un Hitler de bolsillo, que en otros contextos y bajo otras circunstancias, hubiera tenido una representación electoral marginal; como la que tiene acá Biondini.
Una vez más entonces el "honestismo" y las cruzadas moralizadoras son capitalizadas políticamente por las derechas, que justamente por eso son siempre las más interesadas en correr el eje de la disputa política de las cuestiones ideológicos y los modelos o proyectos políticos en disputa, y sus consecuencias en términos de ganadores y perdedores.
Acá en Argentina el "honestismo" explica en parte el voto a Cambiemos, aunque sea en clave farsesca, como justificación "socialmente aceptable" de definiciones electorales por derecha, para ungir presidente a un esplendente representante de la patria contratista, enriquecida a partir de negocios non sanctos con el Estado. Lo farsesco adquiere por estas horas una nueva dimensión, cuando parte de su propio electorado/acolitado le reclama a Carrió que no rompa la alianza gobernante y acepte resignar su cruzada moralizadora, para no facilitar un retorno del peronismo al poder: aunque sean corruptos, son nuestros corruptos, parece ser el nuevo lema.
La perfomance electoral Haddad, el candidato del PT, pone una vez más sobre el tapete el problema de las dificultades para transferir votos de los liderazgos carismáticos, dicho esto pensando en los que blanden la teoría del "techo bajo" de Cristina, y la necesidad de que se corra a un costado y posibilite otras candidaturas, o hasta las bendiga. El fenómeno no debería sorprender, como que es una nota característica de la conformación política y cultural de las democracias de América Latina, pero bueno, hay quienes insisten en ignorarlo, o bajarle el precio.
Otra enseñanza que deja Brasil es que las estrategias contemporizadoras con el poder real, traducidas en buscar candidatos "moderados" (como se ensayó acá en el 2015, sin ir más lejos), o buscando explotar "la ancha avenida del medio", no garantizan el éxito; menos cuando la dinámica del propio proceso político es de creciente polarización, como consecuencia de los intereses reales que están en juego, y su mayor o menor tutela según sea el resultado electoral. Que es lo que va a pasar acá el año que viene en las presidenciales.
Si las fuerzas populares no asumen esta problemática y se hacen cargo de darle cauce con sus candidaturas y programas, es inevitable en cierto punto que parte de sus votos potenciales (en especial en los sectores populares) los termine capitalizando alguna forma de fascismo más o menos explícito, que propone soluciones mágicas, como la "pobreza cero", o "mantener lo bueno y mejorar lo malo"; como pasó acá en el balotaje del 2015.
Se dirá que Macri no es Bolsonaro, y no es cuestión de discutirlo acá y ahora, sino de señalar que lo que en el 2015 se vendía como un prospecto de "nueva derecha moderna y democrática", tras tres años de gobierno concreto, puro y duro de la misma y vieja derecha de siempre, se ha ido "bolsonarizando" en lenguajes, prácticas políticas y -sobre todo- políticas públicas concretas, con beneficiarios y perjudicados muy nítidamente identificables.
Sobre Brasil se ha dicho que el movimiento de las mujeres bajo la consigna "Ele nao" contra Bolsonaro terminó levantando la intención de voto del candidato de ultra derecha, habrá que ver cuanto hay de cierto. Al mismo tiempo Brasil, que tiene "resuelto" el problema de la separación de la iglesia y el Estado (que acá se derivó de la discusión del aborto, como cuestión de atención prioritaria) porque no sostiene el culto católico con recursos, y donde los sectores más progresistas del catolicismo integran las comunidades de base que apoyan mayoritariamente al PT, vio como los sectores de la derecha evangélica (que acá mostraron hace poco su capacidad de ganar las calles en contra del aborto legal) jugaron abiertamente su influencia entre los sectores populares del país y su peso en los medios de comunicación, a favor de Bolsonaro.
Ambos hechos ponen el dedo en una llaga que duele para los sectores progresistas: la necesidad de encontrar el modo de articular sus demandas legítimas con las problemáticas y angustias más generales de la sociedad, en especial los sectores populares pauperizados, y con sus propias perspectivas culturales; generando una sinergia social y política donde todas esas demandas encuentren un cauce institucional para concretarse.
Ambos hechos ponen el dedo en una llaga que duele para los sectores progresistas: la necesidad de encontrar el modo de articular sus demandas legítimas con las problemáticas y angustias más generales de la sociedad, en especial los sectores populares pauperizados, y con sus propias perspectivas culturales; generando una sinergia social y política donde todas esas demandas encuentren un cauce institucional para concretarse.
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