martes, 8 de octubre de 2019

ARGENTINA SIN HAMBRE


Hace unos años atrás, allá por el 2013 más o menos, alguien insospechado de parcialidad política como Juan Carr decía que la Argentina estaba a la vuelta de la esquina de lograr el "hambre cero". No de eliminar la pobreza (que había mermado sensiblemente, mucho más la indigencia), pero sí de garantizar al menos que cada argentino comiera todos los días.

Las razones de ese avance, como repetía siempre Cristina, no fueron magia: políticas económicas con el norte puesto en la generación de empleo y la mejora del salario, ampliación de la cobertura de protección social para los grupos sociales y etáreos más vulnerables (con la inclusión previsional y la AUH), mejoramiento sostenido de los indicadores de desarrollo humano.

La Argentina tenía entonces otros problemas, pero no ése, el del hambre, no como una consigna o un temor eventual, sino como una realidad lacerante, cotidiana y concreta. A punto tal que los conflictos sociales y políticos que tuvo que afrontar Cristina en su segundo mandato tuvieron más que ver con otras demandas, más "sofisticadas", si se permite la expresión: la posibilidad de ahorrar en dólares, la mejora del transporte público (sobre todo después de la tragedia de Once), el acceso a la vivienda propia (el PROCREAR fue una respuesta, pero acotada a los sectores medios). 

Claro que los progresos no estuvieron exentos de tropiezos, dificultades y resistencias: el conflicto con las patronales agrarias por las retenciones móviles de la Resolución 125 no fue solo una pelea por la apropiación de la renta agraria diferencial, sino por desacoplar el precio de los alimentos esenciales que el país exporta, de los precios que rigen para esos mismos "bienes salarios" en el mercado interno; para garantizar su accesibilidad a todos los argentinos, acorde con su capacidad adquisitiva.

Hoy, con los números del macrismo a la vista tras años de eliminación o reducción de retenciones a las exportaciones de maíz, trigo, carne, leche y sus derivados, podemos decir sin temor a equivocarnos, que teníamos razón: la perplejidad boba del que se interroga retóricamente sobre como puede ser que la Argentina "que es capaz de producir alimentos para 400 millones" no pueda alimentar adecuadamente a su propio pueblo (como Caparrós, perdón Alberto), oculta deliberadamente esta disputa entre dos modelos de país, que se remonta a la segunda mitad del siglo XIX: un país pensado como la granja proveedora de alimentos para el mercado mundial (hoy el ideal está reconvertido en "el supermercado del mundo"), o un país con una estructura productiva diversificada, que atiende a su propio mercado interno y no lo regala, y que busca mayores niveles de inclusión social.

Que el país había hecho notables progresos en la lucha contra el hambre no solo lo constataba Juan Carr. sino que era reconocido internacionalmente: en junio del 2015, a seis meses de dejar el poder, Cristina (el país) era distinguida por la FAO por sus avances en ese campo: En el video de abajo, en el que recibe el premio, ella cuenta todas estas cuestiones mejor que nosotros, vale la pena repasar especialmente este fragmento:


A ese país, que en junio del 2015 era premiado por la FAO por sus avances en la lucha contra el hambre, llegó el macrismo, un régimen intrínsecamente oligarca que lo primero (y más grave) que hizo fue sacarle a la gente la comida de la boca: Guillermo Moreno dijo sin dudas muchas gansadas estos años, pero en eso acertó con la caracterización precisa.

Para garantizar que los argentinos (en especial los que viven de ingresos fijos) pudieran acceder a los alimentos básicos en condiciones y a precios razonables y sin tener que destinar a comer todos sus ingresos disponibles, el kirchnerismo no solo apeló a las retenciones, sino a otros instrumentos que con el tiempo fueron revalorizados a la luz del descalabro macrista, como los subsidios a las tarifas de los servicios públicos; que aumentaban los ingresos disponibles de la población para destinar a otros menesteres (como comer), al tiempo que alivianaban los costos de producción de las empresas. Y así como prefirió atacar el fenómeno inflacionario por el lado de los ingresos, luego articuló otras respuestas como "Precios Cuidados", un programa también revalorizado con la perspectiva del tiempo. 

Por supuesto que en todo balance hay que incluir lo que no se hizo, no se hizo todo lo bien que era esperable: una intervención inteligente en las cadenas de producción y comercialización de los alimentos, combatir la concentración económica que en la industria del sector es de las más elevadas (haber puesto allí la misma energía que en combatir la concentración mediática, por ejemplo), y que provoca que los márgenes de ganancias de las empresas del sector sean escandalosos. También  apuntalar con más decisión y recursos la agricultura familiar y los modos alternativos de producción, que aportan buena parte de los alimentos que los argentinos consumimos a diario.

Precisamente buena parte de las propuestas que ayer presentó Alberto Fernández para combatir el hambre (un flagelo que no ha parado de crecer en estos años de oprobio) van por ese sendero: tienen el mérito de rescatar algunas cosas (como "Precios Cuidados"), y retomar otras cuestiones donde las dejamos. En términos de campaña, un gran acierto que permite encarar el tramo final hacia las elecciones saliendo del "corralito" de discutir las mil y una variantes para encarar el problema de la deuda, o "llevar tranquilidad a los mercados".

Y en términos de señal sobre las prioridades del futuro gobierno, excelente: cualquiera que tenga la responsabilidad de gobernar la Argentina, ahora o desde diciembre, no debe tener otro problema más urgente que atender que éste, por delante. De allí que las propuestas del "Frente de Todos" que se presentaron ayer deben ser analizadas no solo por su valor en sí mismas, sino por contraste con el boludeo perpetuo de autoayuda en que ha convertido Macri su campaña, en un país donde hay cada vez más hambre. 

Un país en el que su gobierno no promovió la declaración de emergencia alimentaria y la dificultó cuanto puedo en el Congreso, y una vez sancionada, retaceó hasta el viernes pasado la asignación de las partidas presupuestarias para ese fin, que aun no fueron distribuidas: unos 9104 millones de pesos que representan apenas 3 o 4 días de intereses de las LELIQ's, tampoco es que estemos hablando de un esfuerzo mayúsculo, que vaya a desequilibrar las cuentas públicas. 

Sin embargo, así como es verdad que para encarar a fondo la pelea para erradicar el hambre del país es necesario un amplio consenso social, y que todos los aportes "solidarios" son bienvenidos, siempre son preferibles políticas públicas consistentes, regulaciones eficaces y un Estado presente puesto detrás del objetivo de hacerlas cumplir, y que produzcan los efectos previstos: si Funes De Rioja quiere prometer que las empresas de la COPAL que representa (que se cuentan entre las que más dinero han ganado, con todos los gobiernos) donen un 1 % de su producción para paliar la emergencia alimentaria,  que lo haga.

Acá preferimos que paguen impuestos acorde con su capacidad contributiva y nivel de ganancias (algo de lo que también está hablando AF), y que el Estado se asegure que obtengan una utilidad razonable (no exorbitante ni desmedida) sobre sus costos de producción. Porque de lo que fabrican depende ni más ni menos que la gente puede comprar o no lo que necesita para comer.

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