La magnitud de la crisis que causó la pandemia es tal, que parece que toda idea o estructura vuela por el aire, y que todo análisis previo está sujeto está sujeto a revisión; pero si acertamos a ver cuando se asienta la polvareda, se diría que no es tan así.
Por ejemplo si se desmenuza la falsa contradicción entre "la salud o la economía" se puede ver que los que piden (aunque no lo digan con esas exactas palabras) sacrificar a la primera para salvar a la segunda, en realidad están reclamando salvar un determinado orden económico (el actual), construido bajo ciertos supuestos, para favorecer concretos y determinados intereses: se trata entonces de salvar "ésta" economía, como está.
Tampoco puede decirse (aunque haya quienes lo hagan) que el capital reaccione a la pandemia de un modo inesperado. por el contrario, lo que hace es seguir su misma lógica de siempre, y por eso llegó a ser lo que es, y como es. La mirada absorta ante las empresas que despiden, los bancos que no prestan, los patrones que recortan salarios y los medios que les hacen coro y tratan de alinearnos a todos en defensa de los intereses de unos pocos es del mismo grado de zoncera que aquella que contribuyó a llevar al macrismo al gobierno: "son ricos, no necesitan robar"; cuando cualquiera se daba cuenta que son ricos, porque roban, robaron y robarán.
El comportamiento predatorio de las distintas fracciones del capital en éstas instancias es la única respuesta racionalmente racional esperable de ellas, y es de necios pensar o esperar otra cosa: como lo acaba de comprobar el gobierno argentino con los bancos y los préstamos a las Pymes, Techint y sus despidos masivos o los formadores de precios, las apelaciones a la solidaridad del capital están condenadas al fracaso.
Tampoco puede sorprender la incoherencia del pensamiento neoliberal que se niega a emitir para pagar sueldos, sostener los servicios básicos o salvar empresas, pero no para generar los pesos que permitan comprar los d{olares para pagar la deuda, o para pagarlas a los bancos los intereses de las LELIQs, "porque los contratos hay que cumplirlos": todos quieren algo del Estado, y ellos también, aunque en teoría abominen de su existencia; acá y en todas partes. si no lo creen, que abran la ventana y contemplen el mundo, así de paso entra aire y renuevan las ideas.
Muchos gastan a cuenta de que la crisis produjo una revalorización social del rol del Estado, pero ya lo hemos visto antes, y hay que ver hasta cuando perdura: para mucha gente que cultiva el pensamiento mágico el Estado es el lugar de la queja (más aun cuando falla el mercado), pero si para convertirlo en el lugar de las soluciones se requiere dotarlo de medios, y para eso hay que aumentar impuestos (aun cuando sean justos y recaigan sobre los que más tienen), el consenso social pro-estatal empieza a agrietarse.
La idea misma de excepcionalidad que supone una crisis de la magnitud de la actual debe también usarse con cuidado, porque puede convertirse en un arma de doble filo: ensanchar los modos y formas de la intervención estatal, sea regulando o cobrando impuestos, como pidiendo permiso o perdón y justificándolo estrictamente por la emergencia ("impuesto a la riqueza por única vez"), supone una derrota conceptual; que lleva implícita la conclusión de que, una vez pasada la pandemia, volveremos a lo de siempre, a lo normal: una sociedad regida por los valores de la exclusión, la injusticia y la desigualdad.
Esa es una batalla conceptual que hay que dar con decisión y sin ser timoratos, sin darla por perdida cuando se está ganando, porque las ideas que organizaron el mundo tal como lo conocemos se están cayendo a pedazos, frente a nuestros ojos: si la pandemia golpea como golpea es porque el mundo está como estaba cuando estalló, organizado por el neoliberalismo.
Otro tanto sucede con los límites a las libertades individuales que supone una situación de excepción: sirvan las dramáticas circunstancias actuales para medir el peso específico de cada una de ellas, y para aprender a diferenciar las que son sagradas, de las que corresponden a un modelo de organización social específico: padecer no poder movernos como queremos y por donde queremos, o ver peligrar nuestro ingresos o fuente de trabajo, nos debe llevar a reflexionar que no nos puede afligir igual, de ahora en más, no poder ahorrar en dólares o tener que cancelar los viajes al exterior.
También se pondera en estos tiempos la solidaridad, y es posible que resalte en medio de tanto miedo o incertidumbre: al fin y al cabo las crisis exponen lo mejor y lo peor del ser humano, como las dos caras de una misma moneda. Sin embargo, en tiempos de aislamiento forzoso, es más difícil que junto con ella, aparezca la organización, que es imprescindible para gestar transformaciones políticas a partir de la crisis: habrá que admitir que en eso estamos atrasados, respecto a la velocidad con la que los núcleos de intereses dominantes se articulan para perpetuar su dominación, y reforzarla.
Y esta última constatación interpela a la política, que luce sus mejores galas cuando, comandando el Estado, lo pone en medio de la crisis para articular respuestas, aunque éstas puedan ser o parecer tibias, parciales o a destiempo: es en ese sentido que Alberto Fernández vino construyendo su liderazgo. No hay espacio, en cambio, para planteos distractivos o funcionales a los intereses creados, como lo son introducir pruritos "republicanos" sobre el funcionamiento de las instituciones, cuando lo que puede verse es una lucha a brazo partido y con chances desparejas, entre la representación ciudadan, y los intereses facciosos de clase o sector.
Máxime cuando no hay desacuerdos sustanciales sostenibles (al menos públicamente) sobre el modo en el que el gobierno maneja la crisis, desde lo estrictamente sanitario, y cuando desde lo económico quienes lo objetan desde la oposición piden menos que lo que éste está dispuesto a avanzare, y no más; como se puede verificar en el caso del "impuesto a la riqueza".
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