Para sorpresa de casi nadie, los senadores de "Juntos Para Que Nada Cambie" votaron en contra de la ratificación del DNU 690 que congela las tarifas de los servicios de Internet, telefonía celular y TV por cable, y los declara servicios públicos sujetos a una mayor regulación por parte del Estado.
Argumentos (léase excusas) no les faltaron, porque nunca les faltan para oponerse en general a todo lo que haga o proponga el gobierno, o -y esto es lo que nos interesa destacar- para alinearse incondicionalmente en defensa de los intereses corporativos, en especial si son los de los principales grupos económicos del país, y más en especial si hablamos de grupos que tienen fierros mediáticos de respaldo, como Clarín.
Víctor Hugo Morales dijo alguna vez que la oposición al peronismo era un grupo de políticos menesterosos de apoyo mediático, porque no han conocido otra forma de construcción y acumulación política, y la caracterización es muy cierta. Tanto como que el problema que eso encierra es bastante más complejo, y tiene que ver con la representación política, y las condiciones de estabilidad del sistema institucional.
Lejos de nuestra mirada el culto a la alternancia político como un valor en sí mismo, sí es cierto que los sistemas políticos tienen que tener la capacidad de generar alternativas, que es otra cosa. Y que sean realmente tales (es decir, alternativas) supone distintas miradas de las fuerzas políticas sobre los asuntos públicos y los mejores modos o formas de encararlos y resolverlos, pero no necesariamente enfoques diferentes sobre la relación entre la política y las fuerzas políticos que compiten en el plano electoral por la representación social, y los intereses sectoriales, por muy importantes o poderosos que sean.
Lo que pasa en la Argentina es otra cosa, y es grave precisamente porque falla eso: el sector predominante de la oposición al gobierno nacional (los que fueron gobierno los cuatro años anteriores), y no desde ahora sino desde 2003 por lo menos, se ha asumido como un simple vehículo institucional de las demandas del poder real en el país, sin hoja de ruta propia y siempre a la zaga del pliego de reclamos de ese poder "no institucional". Incluso para oponerse a cosas que hasta el día anterior ellos mismos proponían, como por ejemplo la declaración como servicios públicos de determinadas actividades.
Se puede ser más o menos creyente en el libre juego de las fuerzas del mercado, más o menos amigo de la regulación estatal, o de la apertura o cierre de la economía, o el lugar que tiene que tener la iniciativa privada, y así en todos los asuntos públicos: al fin y al cabo se supone que en democracia el sistema político formal debe reflejar el pluralismo real de la sociedad, y darle expresión electoral primero, e institucional después.
Lo que no se puede es convertir a las estructuras políticas -ya de por sí bastante apolilladas y en larga crisis de representatividad- en simples locales vacíos en alquiler, que un día le sirven a la Mesa de Enlace, otro a la AEA, la UIA o Clarín y así sucesivamente; y se ofrecen al mejor postor.
Porque una cosa es intentar armonizar y conciliar intereses para que los leyes o regulaciones públicas contemplen -en la medida de lo posible- como armonizar los intereses contrapuestos que hay en una sociedad; máxime si son todos legítimos, aunque no de igual importancia, o necesidad de protección por parte del Estado.
Pero otra muy distinta es desnaturalizar la esencia de la representación política por la cual la gente vota y todos los votos valen uno -sean el del CEO de una gran empresa, o el de un desocupado-, vaciando de contenido a la democracia que se queda así renga y sin alternativas, algo que a largo plazo solo puede beneficiar a los que no juegan con sus reglas de juego, y por el contrario medran cuando se la desestabiliza.
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