jueves, 2 de septiembre de 2021

LAS ZAPATILLAS DEL OTRO

 

Las acusaciones de clientelismo y las denuncias de posibles fraudes son parte del folklore de cada proceso electoral, que muchas veces se terminan naturalizando sin reparar en que, lo sepan o no quienes las formulan, con ellas se busca deslegitimar a priori el resultado, perseverando en una prédica corrosiva de la democracia. Incluso a veces ambas cosas (clientelismo y fraude) se confunden en una mescolanza, como pasó con las elecciones provinciales de Tucumán de 2015, con derivaciones judiciales incluidas. 

En esa estrategia (porque de algún modo lo es) de deslegitimación del resultado electoral en ciernes, la crítica al clientelismo cobra un lugar sin dudas preponderante y variada en sus formas, que no excluye descalificar toda iniciativa o medida del gobierno con el sonsonete de su “carácter electoralista” (desde la inauguración de una obra, hasta el anuncio de algún nuevo programa o política pública); como si buscar, a través de la acción política concreta, el voto de la ciudadanía fuese, en democracia, un pecado. 

Y lo que termina sucediendo con las acusaciones de clientelismo es lo que pasa con todas las explicaciones simples de las cosas: en el fondo no consiguen explicar nada, y hablan más de las limitaciones conceptuales del que las expone para comprender la realidad en toda su complejidad, que de aquello puntual que, por intermedio de ella, se pretende explicar. Nos está diciendo lo que piensa quien las formula, sobre el coeficiente intelectual promedio del electorado, y eso es porque en su discurso binario, no cabe la posibilidad de un comportamiento del electorado a partir de una decisión racional, que sopese factores objetivos y decida en consecuencia. 

El clientelismo existe, claro que sí, y es una tradición política que ni es solo argentina, ni exclusivamente atribuible al peronismol, contra el cual se suele dirigir el brulote. Antes bien en él constituye una prostitución de su naturaleza histórica, porque ese movimiento expresó un hecho nuevo que captó adhesiones populares a partir del reconocimiento de derechos a los sectores excluidos, y que aportó a las clases populares tanto conquistas materiales significativas, como un considerable patrimonio simbólico.

Los hizo sentirse sujetos de la política, destinatarios de la acción del Estado (hasta entonces, y sobre todo para los trabajadores, una maquinaria represiva, hostil y ajena), dignificados y parte esencial de la construcción del destino colectivo de los argentinos, sin apelar al sentimiento clasista como una formulación excluyente de la convergencia de otros sectores sociales a esa construcción, y esto más allá de la complejidad de la relación del propio peronismo con las clases medias. 

Alguna vez los que menean tanto el fantasma del clientelismo habrán de bucear un poco más profundamente en la complejidad de la relación entre el político y el ciudadano excluido y supuestamente cautivo electoralmente, superando un mecanicismo bobo donde a la entrega de la zapatilla o el bolsón de comida le sigue mecánicamente el voto en el sentido indicado. 

Tal vez esa mayor profundidad del análisis les permita a muchos (y no solo a los que están ubicados a la derecha del espectro político argentino) comprender las verdaderas fuentes de legitimación política de ciertas estructuras en algunos sectores del electorado, y recién entonces estarán en condiciones de formular prácticas políticas propias auténticamente superadoras, si, claro está, eso es lo que realmente se proponen; y no simplemente empiojar el debate político para abrir el paraguas ante un posible fracaso electoral. 

Se puede teorizar mucho al respecto, se pueden repetir como loros los clichés que sobre el tema ha acuñado el periodismo de los grandes medios porteños, con toda su carga descalificadora. Pero si se pretende hacer política, no se puede menospreciar la diferencia que hace, en la vida de millones de compatriotas, tener o no tener cloacas, agua potable, asfalto o vivienda propia; y si no quienes así lo hagan pueden probar ir a explicarle al que no los tiene (ni sabe cuando los tendrá), que en realidad es una víctima del clientelismo.

Ese discurso simplista estigmatiza no ya al clientelismo en tanto modelo de práctica política (la “política criolla” de que hablaba en tono despectivo Juan B. Justo), sino en realidad a determinados sectores sociales, y se entronca con cierta tradición “republicana” fuertemente arraigada en los sectores medios; los que a partir de un mayor nivel de educación formal, al que su propia condición socioeconómica les permitió acceder, se atribuyen una más desarrollada cultura cívica, que invariablemente termina dotándolos de aires de superioridad moral, desde donde interpelan y juzgan a las presuntas víctimas de ese clientelismo. 

Y aquí nos queremos detener: es tan cierto que las prácticas clientelares (que ciertamente existen) resultan más repudiables cuando se practican desde el peronismo -que, como se dijo, vino entre otras cosas, a terminar con ellas-, como que dirimir una disputa interna en él con el discurso "republicano" ( se asuma o no que se lo enuncia) supone no solo cuestionar al que reparte prebendas, sino y fundamentalmente, al que las recibe. Es como estar haciendo discursivamente campaña con las zapatillas del otro, y no precisamente del "cliente".

Porque si no se creyera íntimamente que el bolsón de comida o el plan social pueden incidir en el voto (lo cual supone toda una definición sobre la racionalidad política del electorado, no muy peronista que digamos), las acusaciones de clientelismo caerían en el vacío, o carecerían de sentido: dicho de otro modo, que repartan todas las cosas que quieran, porque en el cuarto oscuro (como decía Perón hace 75 años) cada ciudadano hará su voluntad, sin nadie que lo espíe. 

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