Por Raúl Degrossi
El caso Famatina, y la respuesta de Greenpeace a los dichos de Cristina sobre el silencio de las organizaciones ambientalistas respecto a la depredación de los recursos de Malvinas por los ingleses, ponen en debate el rol político que -aunque pretendan negarlo, o proclamen la neutralidad al respecto- cumplen esas organizaciones.
Cuando Cristina las cuestionó sin mencionar a ninguna en particular, Greenpeace salió rápidamente a ponerse el sayo dándose por aludida; y no sólo porque exista una disputa por la franquicia al interior del ambientalismo (que la hay, como se da en el caso de las ONG's que dicen defender a usuarios y consumidores): la organización es particularmente insistente en su práctica de pretender una paridad de interlocución con los Estados, como si fuera otro de ellos.
Un Estado sin fronteras, sin territorio fijo (y con presencia en todos los territorios), y sin una población a la que está obligada a proveerle educación, salud, transporte, cobertura de seguridad social, empleo, agua potable u otros bienes públicos; pero por cuyos intereses supremos dice velar: el sueño de cualquier político, si bien se lo mira.
Y aunque el movimiento ecologista data de muchas décadas, esas tendencias se incrementaron en los últimos años, no sólo porque los modos de producción del capitalismo se revelaron cada vez más depredatorios del ambiente y los recursos naturales (cosa que es innegablemente cierta), sino porque además entraron en crisis la estatalidad tradicional y las formas tradicionales de representación política; o por lo menos los grandes relatos históricos desde los que ésta era asumida.
La crisis del Estado de Bienestar, la caída de los socialismos reales, el desarrollo a escala mundial del modelo de la globalización con eje en la valorización financiera, son hechos que marcan el contexto en el que el mundo se desenvuelve, y al cual obviamente el movimiento ecologista no puede ser ajeno; por el contrario en muchos casos es -en su formulación actual- uno de sus resultantes, aun oponiéndosele o cuestionándolo con sentido crítico.
Cabe aquí una disgresión para preguntarse en que punto de la evolución la izquierda tradicional se volvió ecologista, o donde quedó aquélla iconografía de los socialismos europeos vinculada a los obreros, la industria o los mineros: por momentos es difícil establecer cuanto hay de militancia ambientalista que termina insertándose en los partidos de izquierda porque cree que allí pueden tener cabida sus inquietudes, y cuanto de la dirigencia de esos mismos partidos que ve en las organizaciones ambientalistas (y en las personas que se suman a esa causa, sobre todo los jóvenes) un semillero para reclutar militantes casi tan fértil como los centros de estudiantes; y adapta en consecuencia su discurso.
La preocupación ambientalista y el activismo social en torno a ella (fruto de una mayor difusión del tema, en el contexto de la sociedad de medios), son ciertamente una expresión democrática en tanto reflejo del pluralismo real de la sociedad; y como tal, imponen a los gobiernos la obligación de tomar nota del asunto, y procurar la canalización de esa forma de protesta social por los canales representativos.
Pero al mismo tiempo eso exige también que los protagonistas del reclamo ambientalista (en especial las ONG's que pululan por allí) respeten esos canales, y no se pongan al margen o por encima de ellos; como si su declamada neutralidad política (que en lo teórico no puede reprochárseles) implicase que la dimensión política de las sociedades simplemente no existe, o no debe ser tomada en cuenta.
Y aquí es en donde cobra una importancia decisiva el rol del Estado, en tanto estructura jurídica y representación política del interés general de la sociedad; pensada para procesar y arbitrar las determinaciones complejas de esa misma sociedad, como la economía, el trabajo, la distribución del ingreso, el modelo de desarrollo, la accesibilidad a los servicios esenciales o los programas de protección social.
Con un detalle no menor: quienes conducen ese Estado -estando en democracia- han sido puestos allí por la voluntad popular, y asumen en el desarrollo de sus programas de gobierno el riesgo electoral; dos parámetros a los que las organizaciones ecologistas no están sometidas.
Vivimos tiempos en que gobiernan en muchos países de América Latina populismos que -con las particularidades de cada caso- reivindican el rol del Estado y ensayan modelos desarrollistas; calificación ésta que es dicha usualmente en tono despectivo, con la ligereza propia de la falta de perspectiva de los procesos históricos.
Y esos modelos buscan aprovechar la particular circunstancia de la reversión del tradicional deterioro de los términos del intercambio en el comercio mundial, para explotar sus recursos naturales y buscar formas de apropiarse de la renta que generan; y así financiar políticas distributivas, mejores niveles de consumo generales para sus pueblos o medidas básicas de infraestructura que los pongan en un escalón superior de desarrollo social.
La discusión en todo caso es sobre como lo logran, con que costos (ambientales y de todo tipo), que instrumentos utilizan, que éxito tienen en el intento o que márgenes (políticos, sociales, económicos o aun jurídicos) tienen para avanzar en ese rumbo o para modificarlo; no como detener o retrasar la evolución del proceso sin generar al mismo tiempo una alternativa políticamente viable, y tributando objetivamente al pasado; porque es muy probable que -al eventual fracaso de esos populismos- no los suceda una revolución socialista, sino la más pura y dura derecha, pero tal -eso sí- que diga respetar el medio ambiente.
En un enfoque más doméstico, hay que anotar el hecho de que en la coyuntura argentina post electoral ha desaparecido (barrida por las urnas) la oposición tradicional al gobierno de Cristina; y en consecuencia se exacerba el rol político que cumplen los medios (como veradera oposición existente, articuladora de la inexistente) en la búsqueda permanente de un sujeto social en el que encarnar una alternativa consistente contra él, como sucediera en el conflicto de la resolución 125; un gravísimo error de percepción en el que -resultados del 23 de octubre mediante- sorprende que perseveren con encomio digno de mejor causa.
Los ambientalistas son frecuentes tributarios al discurso de la impostura con el que tantas veces se ha cruzado a los populismos en Latinoamérica: sugestiva coincidencia con la interpretación que al respecto hacen los medios hegemónicos en todos nuestros países, así como cierta izquierda en permanente búsqueda culposa de aceptación en la superestructura cultural dominante; sobreactuando para eso el arrepentimiento por desvaríos pasados.
Y hablando de imposturas, está claro que la mayor difusión que tienen los planteos ecologistas no han generado una correlativa conciencia social masiva y generalizada sobre los riesgos de sostener un estilo de vida consumista; y en ese contexto, la prédica de organizaciones como Greenpeace confluye muchas veces (aunque no se lo proponga, es un dato objetivo de la realidad) con las determinaciones políticas de los países centrales para el destino de los de la periferia: habría niveles de desarrollo o standards de vida que les estarían vedados, y para el caso vale lo mismo la apelación a las teorías económicas neoclásicas del equilibrio, que a los imperativos del ambientalismo.
Algo así como "usemos menos autos o aires acondicionados", justo ahora que se los compra gente que nunca los pudo tener antes.
En el reclamo de Famatina hoy hay pueblo, y ese pueblo (entendiendo por tal la comunidad del lugar, movilizada con un objetivo concreto) se ha anotado lo que considera un triunfo al conseguir que el gobierno de La Rioja aplazara el emprendimiento de Osisko; sería necio negarlo tanto como pretender desconocer que también los medios contribuyeron decisivamente (y por las razones de su propia agenda) a ese resultado, al darle una visibilidad mayor.
Pero también en Gualeguaychú -allá al inicio del conflicto por las papeleras, y durante mucho tiempo- hubo -en el mismo sentido- pueblo; hasta que el movimiento se fue desgastando y perdiendo apoyos, precisamente por no comprender debidamente estas cuestiones, y -sin dejar de girar permanentemente sobre sí mismo- pretender entrar en esferas que son privativas del Estado, como definir su política exterior.
No es necesario recordar como resultaron las elecciones en Gualeguaychú, del mismo modo que no haría falta recordar tampoco como le fue en las provincias mineras a la principal ONG ambientalista luego de Greenpeace (esto es Proyecto Sur) en las elecciones del año pasado, para tener una idea de lo que estoy diciendo.
Y eso que los errores de apreciación de la cuestión no fueron sólo atribuibles a los ambientalistas: el propio Néstor Kirchner y luego Cristina, comprendieron que debían volver sobre sus pasos y buscar un punto de equilibrio que armonizara todos los intereses en disputa; como lo tuvo que hacer ahora Beder Herrera, forzado por las circunstancias.
Lo que demuestra cabalmente que -como lo señaláramos aquí- la respuesta a estos dilemas debe venir siempre desde el Estado y desde la política, sin providencialismos mesiánicos de ningún tipo, y menos los de organizaciones a las que nadie vota ni tienen responsabilidad política ante la sociedad.
Estimado Dr: Yo soy más paranoico que ud. Pienso que Greenpeace tiene por objetivo acotar nuestro desarrollo, mientras que en el Primer Mundo sólo protegen ballenas. No explotar es guardarlo para...quién, cuándo y cómo??
ResponderEliminarNada es ya creíble. El problema sigue siendo la cosecha record de boludos!!
Acá el doctor agradece lo de paranoico.
ResponderEliminarMuy bueno el análisis. No obstante creo que el tema del rol de las organizaciones verdes en el contexto de un gobierno nacional y popular hay que seguir profundizándolo, porque pueden “limar” la credibilidad ante reclamos justos por emprendimientos que benefician el desarrollo del país pero sin consenso social en sus lugares de origen.
ResponderEliminarHe comprobado en viajes a diferentes zonas mineras, (San Juan, Catamarca, Chubut (esquel), San Juan) que los pobladores no acuerdan con las mineras. En principio –conclusión mía- por la desconfianza que generan los controles imprescindibles que requieren estos proyectos.
Una pregunta al margen: ¿Por qué todas las organizaciones verdes en argentina destilan antiperonismo?
Saludos. Jorge
Ay Jorge, como decirlo: porque el peronismo está asociado a obreros, fábricas, chimeneas con humo, ropa de trabajo sucia de grasa, todos factores altamente contaminantes vió.
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