lunes, 1 de octubre de 2012

COMO JUGAR EL PARTIDO


Por Raúl Degrossi

El episodio Harvard, disparó muchas lecturas, y volvió a activar hacia el interior del kirchnerismo la ciclotimia respecto a la capacidad de los medios hegemónicos de marcar agenda, y de influir en el escenario político: aun el campo propio, solemos oscilar entre suponer que tienen un peso decisivo en esa línea, y que carecen por completo de incidencia.

Como siempre, la verdad suele ser el justo medio entre los extremos: los medios juegan un rol político, influyen en el contexto social sobre la percepción de las cosas y (en especial en la realidad de la comunicación en la Argentina) determinan comportamientos del propio sistema político formal, pero no deciden el rumbo global; o por lo menos no son el factor preponderante.

Menos cuando intentan establecer una agenda vinculada con temas que no tienen densidad como para formar parte de las preocupaciones cotidianas de la gente común, y que están unidos entre sí por la lógica de la espectacularidad (propia del formato de los medios audiovisuales, que se termina imponiendo aun a la prensa gráfica), que tiene también como característica la fugacidad: ¿quién recuerda hoy el caso Schoklender, bajo el influjo del cual se votó el 23 de octubre del año pasado?

Otro tanto sucede con las nuevas formas de comunicación y acción política, como pasa con las redes sociales y el rol que jugaron (y juegan) en la organización de los cacerolazos: no basta dar cuenta de que implican nuevas metodologías de construcción política, si no se las vincula con los mecanismos tradicionales o más establecidos, que siguen teniendo un peso decisivo en tanto no se modifiquen las reglas bajo las cuales -en democracia- se dirimen los liderazgos y se asignan los roles institucionales entre oficialismo y oposición.

El debate político argentino parece hace un tiempo ya esterilizado en torno a la cuestión del “relato” (la famosa “batalla cultural") y los temas que de allí se derivan, como las modalidades de la comunicación del gobierno nacional: la antinomia “conferencias de prensa versus cadena nacional” expresa así con crudeza la pobreza de un escenario que no puede generar instancia superadora alguna de la discusión política.

Y no sirve de mucho tomar nota de que ése es el terreno en el que los medios hegemónicos han decidido plantear el partido, si desde el campo propio no se logra escapar a esa lógica para disputarlo en otros términos más convenientes políticamente.

Tampoco apuntar el efecto acelerador que provocan en ese plano el advenimiento de los plazos legales para que la ley de medios se cumpla en su integralidad: ante la magnitud de los intereses que Clarín pone en juego, sería iluso suponer que no intentará todo lo que esté a su alcance para empiojar la cosa.

Pero aun así, no conviene al gobierno replicar esa lógica redoblando la apuesta en ese plano, menos cuando tiene todas las de ganar: legitimidad electoral (obtenida cuando el Grupo disponía de todas las bocas de fuego mediático que le garantizan sus 300 licencias), la ley y un fallo judicial de su lado.

Por el contrario, una apuesta firme y decidida al simple cumplimiento de la norma (resistiendo la tentación de las espectacularidades que pueden terminar siendo contraproducentes) y en un plano de igualdad para todos los alcanzados por las pautas de desinversión, es a mediano plazo (que no es necesariamente el que marcan los cronogramas electorales) puro rédito para el kirchnerismo, en términos de consolidación de una nueva gobernabilidad democrática.

Y tampoco hay que hacerse demasiadas ilusiones con que a partir del 7 D se alumbrará -como por arte de magia- la pluralidad de voces en la comunicación, porque es muy probable que (al menos en el tercio del espectro radioeléctrico que se reserva a las empresas que explotan medios con fines de lucro) los que se hagan con las licencias del Grupo expresen la misma visión política, económica y social de éste, o al menos una bastante parecida: por algo se dice que los medios de comunicación de masas son, en la sociedad moderna, los verdaderos partidos de derecha.

Alguno podría preguntarse que se ganará entonces con la desinversión en tanto desmantelamiento del pulpo mediático, y la respuesta es sencilla: quitarle las herramientas para convertirse en un actor político de peso con la capacidad de condicionar gobiernos, y direccionar las políticas públicas en función de los intereses y lógicas corporativas (los propios y los de los que lo usan como ariete).

Obsesionarse con la dimensión virtual de las cosas (la que replican los medios, la que circula por las redes sociales) hace perder de vista muchas veces los núcleos duros de la realidad, por los que transita la vida cotidiana de las personas: justamente la capacidad de interpretarlos e interpelarlos es lo que le ha dado al kirchnerismo el dominio de la escena política argentina desde hace casi una década.

El episodio Harvard proporciona un ejemplo valedero al respecto: en La Matanza pesará seguramente más en la percepción ciudadana del gobierno de Cristina el aumento de la AUH, que la gaffe presidencial ante los estudiantes conchetos; y si bien es cierto (como apunta acá Gerardo) que ese aumento desapareció de la tapa de los diarios hegemónicos al día siguiente de haberse anunciado, la reflexión cabe para los lectores, no para los que lo cobran: veamos entonces como se comportaron unos y otros en octubre, en relación a Cristina y los demás candidatos, y que comportamiento político pueden tener previsiblemente en el futuro.

El efecto develador del rol político que juegan los medios, y del modo desembozado en que operan defendiendo intereses empresarios propios ya está establecido desde el famoso “Que te pasa Clarín” de Néstor para acá; y si hay vastos sectores sociales que replican a diario los zócalos de TN y desde allí interpretan la realidad, no es tanto por una incapacidad de pensar por sí mismos (que sí existe), sino porque comparten en su íntima convicción la idea de sociedad y de país que expresan los medios hegemónicos.

Y hay allí un núcleo duro opositor al kirchnerismo irreductible a todo razonamiento o confrontación con los datos duros de la realidad, que marcan por ejemplo como fueron beneficiados los sectores medios por las políticas del kirchnerismo: intentar obcecadamente perforarlo empeñándose en una disputa conceptual allí donde no hay lugar para el análisis, es perder un tiempo que se puede empeñar mejor en otras cosas.

Porque si bien es verdad que esa disputa afirma la propia identidad de pertenencia (como pasó en el conflicto del campo), también es cierto que limita la capacidad de atraer voluntades de los que “están en el medio”, si es que tal cosa existe. En todo caso lo que hay (aunque muchas veces no tan visible) es gente que quiere que le hablen más de las cosas que le pasan todos los días (como la inflación, el empleo, el salario, la vivienda), por qué le pasan y que hace o no el gobierno al respecto.

Si se hace a un lado por un instante el barrullo mediático y virtual, se verá que en la política “real” (permítaseme la licencia, la otra también lo es, pero menos) el panorama sigue exactamente igual que el 23 de octubre: la oposición continúa fragmentada, sin liderazgos (pero con superpoblación de vedettismos), sin discurso (o sometida a los vaivenes contradictorios de los medios hegemónicos, que un día le pegan al gobierno por la minería y al siguiente porque expropia YPF) y -sobre todo- sin reconstruir un vínculo con la sociedad que les permita soñar con superar el estado de catalepsia electoral en el que quedaron.

Cristina retiene el liderazgo hacia el interior del peronismo (¿alguien recuerda hoy el clima con el que se vivían los días del paro de Moyano?), y el gobierno puede imponer su agenda en el Congreso, mientras todos los indicadores demuestran que lo peor de la crisis ya pasó, y es muy probable que el año próximo se vote otra vez en un escenario de crecimiento económico.

¿Significa esto que no hay problemas?, no, simplemente que esos problemas no son los que marcan los medios y los cacerolos, o que esos problemas no tienen -para la gente común- la densidad que ellos plantean; de lo contrario el 54 % de Cristina no se entendería.

El gobierno no puede resignarse a no comunicar lo que hace (y está bien que se discuta como hacerlo mejor), pero menos puede resignarse a no gestionar: es más crucial para el futuro del kirchnerismo estar en el día de las medidas concretas de gobierno, que pendientes de los titulares de Clarín o La Nación, para salir a replicarlos; aunque eso haya que hacerlo también, pero sin hacerse demasiadas ilusiones sobre la eficacia de las réplicas.

Cada préstamo de PROCREAR que llega a su destinatario, y que hace que una familia pueda empezar a construir su casa propia, vale más que 100 tapas catástrofe de Clarín, o 20 investigaciones de Lanata sobre los terrenos de El Calafate, o lo que pasa en alguna provincia con gobernador Kirchnerista.

Y en ese contexto hay que inscribir las protestas de los cacerolos y sus ramificaciones, como la conferencia de Harvard: la discusión sobre la espontaneidad o el aparatismo es a ésta altura absurda; cuando todas las evidencias indican que la orfandad política que expresan lo que protestan en los cacerolazos no implica que no los organice y conduzca un núcleo activo de fachos nostalgiosos de la dictadura, que intentan además forzar al macrismo a asumirse como derecha explícita tradicional; cosa que es probable que Macri termine haciendo.

Muchos kirchneristas lamentan que el discurso de Cristina en la ONU haya quedado opacado por el episodio Harvard, pero esa circunstancia no hay que atribuírsela tanto a los medios hegemónicos (¿o acaso podía esperarse que hicieran otra cosa?), como al propio gobierno, empezando por la presidenta: de nada vale plantarse en un foro institucional afirmando la capacidad de decisión nacional o rechazando las recetas impuestas (como en el caso del FMI y la tarjeta roja) como lo hizo Cristina, si tras cartón se cae en la tentación de lograr una aprobación externa (en este caso del mundillo académico), que no se traduce en ninguna ventaja política o estratégica concreta, sea cual sea la solvencia con la que Cristina responda a las preguntas, cosa que poco importa como se vio.

Es decir no perder de vista en definitiva que el partido lo termina ganando no sólo el que juega mejor, sino el que logra imponer como y donde se juega.

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