viernes, 16 de noviembre de 2012

CUIDAR EL ESTADO



Por Raúl Degrossi

En el acto de ayer en General Rodríguez al que corresponde el video, Cristina hizo hincapié en la necesidad de defender al Estado, porque cada vez que convencieron a los argentinos de que el Estado no servía, era inútil o un estorbo, después vinieron por el pueblo.

Y la afirmación es contundentemente cierta: todos los procesos de cercenamiento y pérdida de derechos que sufrieron los argentinos se dieron en el contexto de una deslegitimación del rol del Estado, sea desde los cánones del liberalismo tradicional, su versión aggiornada en los 90’ o desde el más crudo autoritarismo.

El pedido de Cristina debe leerse además claramente en el contexto de las protestas del 8N: el discurso promedio de los cacerolos es un fresco del derrotero cultural de las clases medias y su relación con el Estado; desde la sociedad integrada de los 60’ y los 70’, a la fragmentada que dejaron dictadura y el menemismo, y sus consecuencias.

Derrotero que va de aquélla clase media orgullosa de la escuela y la universidad públicas, hasta ésta que manda los hijos al colegio privado y tiene una prepaga, mientras reniega de pagar impuestos, pero no se fija en las facturas del celular, o los cargos que le cobra el banco; o vota masivamente a Macri en Buenos Aires.

Por supuesto que las crisis políticas impactaron de pleno en el Estado, sus servicios y la eficacia de sus roles; y nada de eso fue ajeno al cambio de percepción social sobre lo estatal; realidad sobre la que machacó constantemente una superestructura cultural (con preponderante presencia de los conglomerados de medios) con intereses bien concretos en mantener un Estado débil e inoperante.

Cuando se analiza el kirchnerismo en términos de recuperación del rol del Estado y la política, se suele incurrir en simplificaciones que desconocen las complejas relaciones que los vinculan; porque política hay siempre (en todo caso, la discusión será sobre sus fines y sus límites) y Estado también: de hecho, parte central de un proyecto político es delinear que tipo de Estado quiere, para qué y (sobre todo) para quienes; y por ese lado iba precisamente el análisis de Cristina.

Y lo otro que olvidamos a menudo cuando analizamos el período kirchnerista en términos de repolitización de la sociedad, es la subsistencia en determinados sectores de ella (que son en su mayoría los que protagonizan los cacerolazos) del clima cultural del menemismo; en el sentido de que el Estado es el refugio de la ineficiencia y la corrupción, o que todo lo que haga lo hará mal, o los privados podrían hacerlo mejor: eso no es anti-política, sino otra forma (y bien explícita por cierto) de politización.

Por eso cuando el kirchnerismo pone en acto “su” idea de la política y de lo estatal (sobre lo cual acá escribí algo hace unos meses, e invito a releerlo), al mismo tiempo que conecta con el humor social de sectores que demandan “más” Estado porque lo necesitan; rema claramente contra la corriente de aquellos que suponen que son autosuficientes, en muchos casos sin percibir todo lo que reciben del Estado, sin tener en cuenta méritos individuales: vayan sino de ejemplo los subsidios a las tarifas de los servicios públicos.

También tributa a ese clima cultural de revival noventista el “oenegeísmo”, que pone el foco en la corrupción y los controles institucionales (los contrapesos republicanos, por decirlo de un modo simple); no porque la corrupción no constituya un problema del cual haya que ocuparse, sino porque pareciera una calle de mano única: el problema son siempre los funcionarios corruptos, pero nunca los empresarios o grupos económicos que los corrompen, para lograr prebendas, privilegios o negocios a costillas del Estado. Unos están siempre bajo la lupa, los otros permanecen eternamente invisibles.

Del mismo modo, cuando se pone el foco en los controles institucionales sobre los órganos del Estado con capacidad de decisión (controles que por supuesto deben existir), sin analizar que son un tibio -y a veces torpe- intento de regular aquello donde ha imperado la ley del más fuerte, se está soslayando precisamente eso, que es ése el punto políticamente nodal en discusión.

Y aunque no se lo propongan (en muchos casos sí, porque por eso el “oenegeísmo” goza de amplia financiación empresaria), están contribuyendo a crear el clima cultural y social propicio para perpetuar estructuras de privilegio, nacidas al amparo de un Estado bobo y desmantelado en sus capacidades operativas.

Cuidar el Estado implica también definir como se lo cuida, y de quiénes; porque es un territorio en permanente disputa, colonizado por intereses económicos, sindicales, políticos y de todo tipo; con lógicas rara vez convergentes con los de la dirección política de ese mismo Estado, y con frecuencia contrapuestas.

Porque el Estado es también una compleja trama jurídica y burocrática sin lógica aparente, pero urdida con inteligencia por los que medran a su amparo con curros varios: pensemos sino en los regímenes de promoción industrial, las exenciones impositivas, los subsidios de toda índole o los reintegros a las exportaciones; sólo por mencionar los que se devoran más recursos con destino a los bolsillos empresariales, sin que nadie (o muy pocos) grite contra “ésa” forma de corrupción.

El Estado es además con frecuencia el refugio de la comodidad política, y no sólo referida al funcionario de cualquier rango que silba bajito para que nadie se da cuenta de que existe, mientras se desentiende del rumbo general del gobierno: el Congreso, los órganos de control (como los entes reguladores, la Auditoría General de la Nación, la Defensoría del Pueblo, el Consejo de la Magistratura) también son Estado; como lo es por supuesto (y vaya si no) el Poder Judicial.

Y todas esas estructuras no sólo reproducen los vicios que se le pueden señalar a todas las que dependen del Ejecutivo; sino que los agigantan hasta la desmesura, exentos como están de la obligación del que gobierna, de dar respuesta diaria a los problemas de gestión; o peor aun: muchos sectores políticos (los radicales y progresismos varios sobresalen al respecto) terminan tributando al discurso anti-estatal, desde el cómodo usufructuo de los beneficios de esas estructuras estatales.

Antes de que la fragmentación y anarquización sindical explotaran en las macroestructuras, fue justamente en el Estado donde se desplegaron de un modo contundente; tornando borrosos los límites entre la defensa de los intereses de los trabajadores estatales, y una mentalidad quiosquera que concibe al Estado como una suma de cotos de caza, que se deben defender a toda costa. Claro que eso convive con una generalizada precarización laboral muchas veces tolerada yconsentida por el propio Estado.

Cuidar el Estado también significa abordar otros debates, como el rol que juegan las provincias y los municipios (que también “son Estado” y gestionan recursos públicos), la necesidad de formar cuadros ampliamente capacitados para las funciones de gobierno así como consustanciados con un proyecto político; o establecer mecanismos que permitan garantizar que el crecimiento de los recursos y la inversión destinada a una determinada política pública, se traduzcan en resultados concretos y eficaces (acaso la educación sea el ejemplo más rotundo en éste sentido).

Para la militancia política a su vez, asumir en serio la defensa de lo estatal implica romper con el dilema de la eterna testimonialidad que aqueja a cierto progresismo, y con su contracara: la seducción fácil del cargo con sueldo generoso, y demás beneficios anexos. 

Cuando Cristina plantea defender el Estado en resguardo de la soberanía popular, está apuntando a que la estructura estatal es la polea de transmisión de las políticas públicas que despliega quien tienen el mandato electoral para hacerlo: una verdad tan sencilla, como persistentemente ignorada o resistida en el núcleo de los reclamos caceroleros.

Tomemos como ejemplo cualquiera de las decisiones más relevantes y estratégicas que tomó el kirchnerismo en todos estos años: la estatización de las AFJP, la ley de medios, la expropiación de YPF, la reforma de la carta orgánica del BCRA para aumentar las regulaciones sobre los bancos y obligarlos a prestar a las empresas para proyectos de inversión, el programa Procrear o la implementación de la tarjeta SUBE.

Todas tienen en común algo: suponen formidables desafíos a la capacidad de gestión del Estado, no solo en su diseño, sino fundamentalmente en su implementación, en su despliegue concreto en la realidad y el territorio; lo que denota claramente la importancia crucial de defender al Estado, porque de lo contrario la política pública mejor pensada (y más aquéllas que la gente ha plebiscitado con su voto) puede naufragar en los meandros de la burocracia, o irse disolviendo progresivamente en su eficacia y potencial transformador.

De allí que también tenga razón Cristina cuando dice que cuidar al Estado es defender el respeto por el pleno imperio de la soberanía popular.

3 comentarios:

  1. quien cuida mejor el estado en santa fe?
    http://www.diariocruzdelsur.com.ar/noticia/noticia/id/10478

    ResponderEliminar
  2. Cualquiera menos las palometas presupuestívoras socialistas y radicales. ¿Cuánto cobrás de chapa (o te metieron en el pasquín ése) para trollear nabo?

    ResponderEliminar
  3. Cualquiera menos las palometas presupuestívoras socialistas y radicales. ¿Cuánto cobrás de chapa (o te metieron en el pasquín ése) para trollear nabo?

    ResponderEliminar