Por Raúl Degrossi
Que en medio de un desastre de la magnitud del ocurrido en La Plata las miradas se vuelvan sobre el Estado, los funcionarios y la política, no sólo es perfectamente lógico; sino en cierto modo una relegitimación social del rol del Estado y la política, como los lugares de la queja y el pedido de respuestas; y eso -visto de ese modo- no deja de ser saludable frente a ciertas tendencias en contrario imperantes a diario.
Sin embargo no es ese el ángulo desde el que muchos (no los damnificados directos, o el ciudadano común, que tienen todo el derecho del mundo de exigir respuestas de sus representantes) ven la cosa, cuando ante una tragedia como las inundaciones en La Plata y Buenos Aires, ponen la lupa en la eficacia o no de las políticas públicas y su capacidad para mejorar la vida de la gente.
O por lo menos no hay que creerles que lo sea, cuando se dedican todo el tiempo a sembrar (por todos los medios a su alcance) la idea de que la política es sólo un antro de corrupción, y el Estado un gigante bobo incapaz de hacer nada bien; y que debe dejar que lo resuelva todo el mercado, que asigna mejor los recursos y fija mejor las prioridades.
Si se observa en la imagen que encabeza el post (captura de pantalla de la edición de Clarín de ayer), hay una monolítica uniformidad en las principales plumas del diario de Magnetto, a la hora de asignar culpas y responsabilidades por la tragedia, o enfatizar donde está el problema por el cual las ciudades se inundan (en éste caso) y muere gente; o pierde todo.
Y no es que estén del todo errados, porque no se trata de desconocer la ineficacia estatal (venga de donde venga), ni de justificar lo injustificable; como tampoco de poner el acento en un objetivo menor que persiguen los columnistas de Clarín, que es el del ocultamiento del elefante dentro de la manada de elefantes: proteger a Macri de su propia torpeza, bajo la apariencia de ecuanimidad, que consiste en repartir palos para todos.
Nada de eso es central en éste análisis sobre la lupa que ponen los medios (Clarín es sólo un ejemplo, elegido por ilustrativo) para enfocar la tragedia.
El problema es que la lupa siempre enseña cosas, al mismo tiempo que oculta otras; y éste tipo de análisis (cultores del más ramplón "sentido común de la gente") están enderezados a propósitos -sí que políticos, aunque no asumidos explícitamente como tales- bien concretos, de deslegitimación del Estado y la política; encabalgados en éste caso en carencias, errores y omisiones concretas de ése Estado, y de esa política.
Sin embargo, y de un modo deliberado, obturan un debate en serio y a fondo sobre el mismo tópico que gana centralidad en la agenda mediática del momento, en éste caso las causas de las tragedias naturales, y como lidiar con ellas desde el Estado, para que impacten lo menos posible en la sociedad
Cuando se señalan como causas de la devastación que provocan una tragedia como la de La Plata o las inundaciones en Buenos Aires, las inversiones pendientes, se omite contextualizar de que Estado hablamos, y en que contexto se plantea la discusión.
Un contexto en el cual el Estado (al menos el nacional) ha incrementado exponencialmente la inversión pública directa en los últimos 10 años; en medio de constantes críticas que van desde la identificación del gasto público como un motor de la inflación, hasta la instalación de la obra pública como un sinónimo de corrupción (que existe claro, pero tiene dos partes, cosa que habitualmente se omite).
Cuando se pone la responsabilidad en el Estado y se le exigen inversiones para que cosas como la tragedia de La Plata no pasen, se omite decir de que Estado concreto hablamos: un Estado apolillado y carcomido desde adentro, que reconstruye sus capacidades de gestión con mayor lentitud de lo que demandan las propias transformaciones que se impulsan desde su dirección política; y un Estado desmantelado ex profeso por años, para restringir sus capacidades de arbitrio y regulación, en especial en términos económicos.
Un Estado colonizado por intereses privados de todo tipo, desde los de la patria contratista que ejecuta deficientemente una obra pública para ahorrarse costos (como puede ser el caso de la autopista a La Plata), hasta los de los medios que reclaman fondos públicos (que podrían destinarse a otros fines) en pauta publicitaria oficial.
Como así también la discusión a fondo del asunto remite a las complejas relaciones entre el Estado y el mercado, porque las inversiones que faltan han sido muchas veces reemplazadas por otras que sí se hicieron, dictadas por la más pura lógica del mercado (y de las necesidades de acumulación del capital), y no por las necesidades sociales más acuciantes; aunque muchas de éstas (como contar con escuelas dignas, agua potable y cloacas o vivienda) hayan sido atendidas de un modo significativo en los últimos años.
Cuestión ésta (la de las relaciones entre el Estado y el mercado) particularmente visible en todo lo que tiene que ver con la regulación del desarrollo urbano e inmobiliario, y la ocupación y el uso del suelo: al ejemplo actual de la habilitación del shopping Dott en Buenos Aires (causante en buena medida de la inundación del barrio aledaño), hay que sumarle que, cuando ese mismo Estado intenta avanzar en regular éstas cuestiones (como la famosa ley de ordenamiento territorial que obligaría a los countries y barrios cerrados a ceder espacios para infraestructura social), le caen encima con acusaciones de practicar un burocratismo que frena la inversión privada; o poco menos que promover el comunismo.
O cuando ese mismo Estado trata simplemente de cumplir con una de sus funciones básicas como cobrar impuestos (exigiendo el blanqueo de los bolsones de economía informal y delictiva), para contar con los recursos indispensables para hacer las inversiones que se le reclaman, lo acusan de emplear métodos dictatoriales; o justifican la evasión con el argumento de la corrupción de los funcionarios.
Claro que en el fondo de la elección de donde poner la lupa (y en consecuencia que mostrar y que ocultar), hay una disputa por el modelo de Estado que cada uno quiere plasmar, disputa que en democracia -por si alguno no se enteró- se salda electoralmente; y acá los resultados fueron bastante claros como para que no queden dudas; tanto en el caso del triunfo de Cristina, como en las dos veces que los porteños eligieron a Macri, aunque en un caso nos guste y en el otro no.
Y es desde ese ángulo, el de la disputa por el modelo de Estado, que se introduce (con malicia) la cuestión de las prioridades de ese Estado para fijar políticas e invertir sus recursos); algo así como que, mientras no se hagan las obras para que ciertos lugares no se inunden, no se puede plantear una ley de medios para democratizar la comunicación, o imponer controles al dólar o la fuga de capitales; como si una cosa dependiera de la otra: en la dicotomía se le empiezan a ver las patas a la sota al discurso anti-Estado y anti-política, que saca provecho del enojo legítimo de la gente (como los inundados en éste caso) con la miseria y las flaquezas del Estado, y de la política.
Así como se hace una división maniquea (tal como lo plantea acá Gerardo) en la que queda de un lado todo lo bueno ("la sociedad", "la gente") y del otro todo lo malo (el Estado, los funcionarios, la política).
Incluso el mismo comportamiento solidario de muchos argentinos en la emergencia (una constante en éste tipo de catástrofes) es aprovechado para esa pedagogía, que conduce inevitablemente al "que se vayan todos".
Y una cosa es que los funcionarios -cuando van a poner la cara y el cuerpo en medio del conflicto- se coman una puteada más o menos (al fin y al cabo, son los gajes del oficio: al que le guste el durazno, que se banque la pelusa); y otra muy distinta es alentar una impugnación generalizada del Estado y de la política .
Porque cuestiones como estas inundaciones se resuelven con más Estado y con más política, y no con menos; y cuando la política y el Estado se retiran, ya sabemos quienes ganan.
Y no son justamente los inundados.
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