martes, 10 de diciembre de 2013

30 AÑOS, LUCES Y SOMBRAS


Pasaron 30 años desde aquél día en que Alfonsín hablaba desde los balcones del Cabildo a un plaza repleta, y a un país expectante por el retorno de la democracia. 

30 años que, medidos desde aquella creencia mágica de que eso bastaría para solucionar todos los problemas ("con la democracia se come, se cura y educa"), pueden sentirse como una defraudación de las expectativas.

O 30 años que, medidos desde el miedo y la incertidumbre de entonces (reflejo de los fracasos del pasado) sobre cuanto duraría el ensayo, pueden verso como un logro colectivo; si no de todos los argentinos, al menos de la inmensa mayoría, los que apostamos a vivir en democracia, y creemos en serio que es el mejor de los sistemas.

Claro que el balance que cada uno haga de estas tres décadas de ejercicio democrático dependerá no sólo de como le haya ido en suerte, sino de la idea que tenga de la democracia, sus límites, y su sentido último.

Porque si alguno pensó que el retorno a la democracia suponía el fin de los conflictos, o la instalación de una pax romana, le erró y bastante fiero:  es justamente el sistema diseñado por los seres humanos para que esos conflictos afloren y se manifiesten, al tiempo que pueden encontrar un cauce de solución racional; que preserve la convivencia en sociedad aun con visiones distintas, o intereses contrapuestos.

Desde ese punto de vista -tanto como el del cumplimiento estricto de las rutinas elementales del Estado de derecho- la democracia argentina está viva, quizás como nunca antes lo estuvo en estos 30 años.

Viva, pero no exenta de asechanzas: la conmoción social que se replica en muchos puntos del país a partir de las revueltas policiales (y su secuela de delito desatado sobre ciudades indefensas) no es más que un botón de muestra de las muchas asignaturas pendientes; y de los riesgos que nuestra democracia -como permanente construcción colectiva, nunca del todo acabada- enfrenta, y que suponen un desafío de cara al futuro, y a la cotidianeidad del presente.

30 años de democracia con claroscuros, con avances y retrocesos; con ampliaciones de derechos y con la vigencia de políticas económicas y sociales excluyentes, destructivas del tejido comunitario, que crearon brechas difíciles de suturar; y que nos interpelan como sociedad.

Y con intentos de recomposición de lo roto, que siempre serán insuficientes porque la democracia es también en esencia eso: un horizonte por delante de nuevos derechos que conquistar, o de viejos derechos que sostener, o resignificar; que plantean demandas justas, que el sistema tiene que ser capaz de procesar.

Tres décadas donde aprendimos a enterrar -no sin remezones ni recurrentes nostalgias de algunos- la idea de que las fuerzas armadas podían actuar como árbitros de nuestra contiendas políticas, legitimados de un modo u otro en ese rol por todos, o por lo menos por vastos sectores sociales.

Años en los que pasamos de suponer (como sociedad, como Estado) que se podía pactar con el pasado negándolo, a riesgo de consagrar la impunidad; a convertir la lucha por memoria, verdad y justicia de unos pocos, en una política sostenida por el peso institucional del Estado.

Un tiempo en el que, salvo el despropósito de otra guerra exterior, como la de Malvinas, no nos privamos de casi nada: hiperinflaciones, asonadas golpístas, crisis institucionales, ajuste brutales. 

Pero también un tiempo en el que reconquistamos derechos elementales (esos que toda dictadura mutila y desprecia), mientras íbamos conquistando otros, aunque muchas veces no tuviéramos la fortaleza como sociedad, o la consistencia en las políticas públicas desarrolladas desde el Estado, para hacerlos plena realidad, o garantizarlos efectivamente.

Como no es posible elegir el ánimo con el que se enfrentan los aniversarios (porque la realidad hace de las suyas, sin importarle tanto el almanaque), es claro que no hay hoy el ánimo festivo que -por ejemplo- ganó las calles en el bicentenario de la revolución de Mayo.

Sin embargo sepamos ver en los conflictos que hoy siembran inquietud (y que suponen ciertamente una amenaza para la convivencia democrática) una oportunidad para revalorizar la democracia como sistema político, y modo de organización de la vida de una sociedad.

Porque del mismo modo que es falso sostener que en las dictaduras todo era mejor, o ciertos problemas no existían (en todo caso estaban soterrados, o tapados por otros muchos peores), los problemas de la democracia (o mejor dicho: los problemas que tiene una sociedad que vive en democracia, como la nuestra), solo se resuelven con más democracia.

De hecho, los debates de los últimos tiempos y los conflictos del presente nos demuestran claramente que muchos de esos problemas, provienen en buena medida de que no hemos logrado democratizar ámbitos, instituciones o zonas de nuestra realidad: la justicia, las fuerzas de seguridad, las relaciones entre el poder politico institucional y las corporaciones, la comunicación, el mundo del trabajo, el sindicalismo y si se quiere, hasta la propia economía.  

Y si en todo caso no existe el ánimo para festejar, aprovechemos estos 30 años para redoblar nuestro compromiso con la democracia; y nuestra voluntad de defenderla contra todas las asechanzas, las que hoy tenemos a la vista y las que puedan venir en el futuro.

Eso también es un modo de celebrar.

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