Parte de la
construcción de la identidad de cualquier fuerza política es la construcción
del adversario; y nos atreveríamos a decir que en ciertos contextos (de aguda
polarización, por ejemplo), son más importantes incluso que la definición del
proyecto propio. Eso es así, al menos en los modos tradicionales de hacer
política.
Todos recordamos
las “batallas” que emprendió el kirchnerismo desde el poder, a través de las
cuales generó una “épica”, y fue cimentando su propia identidad: el conflicto
con las patronales del campo, la pelea con Clarín por la ley de medios, la
disputa con los fondos buitres en defensa de la política de
desendeudamiento.
Aunque se admitiese
como cierto el argumento de los entonces opositores sobre las “imposturas” del
kirchnerismo (es decir apropiarse de una bandera con fines de estricto cálculo
político-electoral, sin intenciones reales de traducirla en acciones
consecuentes), eso no invalida el hecho incontrastable de que esas disputas y
esos adversarios construyeron su identidad política; tanto como le cimentaron
buena parte de sus apoyo en la sociedad.
Tomemos nota de los “enemigos” elegidos en
cada caso: la oligarquía terrateniente, los monopolios mediáticos y la usura
financiera internacional, respectivamente. ¿Se entiende como se configura el
campo de disputa, y dónde elige ponerse cada uno?
Fracasado el plan
de “unir a los argentinos” (si es que alguna vez verdaderamente existió, lo
mismo está haciendo ahora el PRO apostando a la polarización y a mantener
abierta “la grieta”, cuando los resultados de la gestión no permiten alumbrar
“la revolución de la alegría”.
Y para dar la
disputa y consolidar su identidad, han elegido como adversarios a los docentes;
y según se mire, se puede decir que hay y no hay “imposturas” en la forma en la
que la pelea se plantea.
El discurso del
gobierno al confrontar con los docentes, sus dirigentes y sus sindicatos
transita todos los tópicos socorridos del “uomo cualunque” para desacreditar su
lucha: son vagos que faltan mucho (presentismo), son burros que enseñan mal y
por eso los chicos no aprenden (operativos de evaluación), hacen paro por
cualquier cosa (“me tienen podrido, no aguanto
los chicos en casa”) o son parte de “las mafias que hay que combatir”
(“si no querían avanzar en estos cambios, hubieran votado a Aníbal Fernández”,
Vidal dixit)
Hay, por supuesto,
un indiscutible cálculo electoral del laboratorio de Durán Barba que detrás de
todo esto; y así como a nosotros nos jugó en contra en su momento la
construcción cultural consolidada en torno al “campo que es la patria” (lo que
hizo que las patronales agrogarcas contaran con una amplia adhesión social a su
reclamo), es posible que hoy esté en crisis en algunos sectores la estima
social por la escuela pública y lo que representa, y sobre esa fisura machaca
el discurso del gobierno.
El movimiento
¿espontáneo, dirigido, las dos cosas? convocando a la “plaza del sí” de Macri
demuestra que al menos para parte de los votantes de “Cambiemos” la estrategia
estaría teniendo eficacia.
Pero especulaciones
electorales aparte, detrás de la “épica” que le están poniendo Macri, su
gobierno y el aparato comunicacional oficial (que incluye a buena parte de los
medios privados) a la pelea de Vidal para quebrar a los docentes bonaerenses,
está el núcleo central del programa de “Cambiemos”: bajar los salarios en
términos reales, hacerlos retroceder en su participación en el PBI, recuperar
ganancia para el capital.
Es desde esa óptica
que el conflicto docente adquiere otra escala que lo excede en sí mismo, porque
le da un efecto ejemplificador y disciplinador para toda la fuerza de trabajo y
sus reclamos. De lo contrario no se entiende la intensidad con la que el
oficialismo encara la disputa.
Advertidos de esto
y no porque no lo compartan, sino porque entienden que “sincerarlo” (ahora que
la palabra está de moda) es impolítico y potencialmente corrosivo en términos
electorales, los radicales son los más enfáticos en disfrazar esa pelea (que es
la real) como una batalla en defensa de la democracia, amenazada por el
sindicalismo desestabilizador.
Si se advierte eso, si se desnuda la impostura
desaparece el mito de la “nueva política” y la “nueva derecha”: queda
simplemente la misma política, de la misma derecha de siempre.
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