sábado, 1 de abril de 2017

LA ELECCIÓN DEL ENEMIGO


Parte de la construcción de la identidad de cualquier fuerza política es la construcción del adversario; y nos atreveríamos a decir que en ciertos contextos (de aguda polarización, por ejemplo), son más importantes incluso que la definición del proyecto propio. Eso es así, al menos en los modos tradicionales de hacer política.

Todos recordamos las “batallas” que emprendió el kirchnerismo desde el poder, a través de las cuales generó una “épica”, y fue cimentando su propia identidad: el conflicto con las patronales del campo, la pelea con Clarín por la ley de medios, la disputa con los fondos buitres en defensa de la política de desendeudamiento. 

Aunque se admitiese como cierto el argumento de los entonces opositores sobre las “imposturas” del kirchnerismo (es decir apropiarse de una bandera con fines de estricto cálculo político-electoral, sin intenciones reales de traducirla en acciones consecuentes), eso no invalida el hecho incontrastable de que esas disputas y esos adversarios construyeron su identidad política; tanto como le cimentaron buena parte de sus apoyo en la sociedad.

Tomemos nota de los “enemigos” elegidos en cada caso: la oligarquía terrateniente, los monopolios mediáticos y la usura financiera internacional, respectivamente. ¿Se entiende como se configura el campo de disputa, y dónde elige ponerse cada uno?

Fracasado el plan de “unir a los argentinos” (si es que alguna vez verdaderamente existió, lo mismo está haciendo ahora el PRO apostando a la polarización y a mantener abierta “la grieta”, cuando los resultados de la gestión no permiten alumbrar “la revolución de la alegría”.

Y para dar la disputa y consolidar su identidad, han elegido como adversarios a los docentes; y según se mire, se puede decir que hay y no hay “imposturas” en la forma en la que la pelea se plantea.

El discurso del gobierno al confrontar con los docentes, sus dirigentes y sus sindicatos transita todos los tópicos socorridos del “uomo cualunque” para desacreditar su lucha: son vagos que faltan mucho (presentismo), son burros que enseñan mal y por eso los chicos no aprenden (operativos de evaluación), hacen paro por cualquier cosa (“me tienen podrido, no aguanto  los chicos en casa”) o son parte de “las mafias que hay que combatir” (“si no querían avanzar en estos cambios, hubieran votado a Aníbal Fernández”, Vidal dixit)

Hay, por supuesto, un indiscutible cálculo electoral del laboratorio de Durán Barba que detrás de todo esto; y así como a nosotros nos jugó en contra en su momento la construcción cultural consolidada en torno al “campo que es la patria” (lo que hizo que las patronales agrogarcas contaran con una amplia adhesión social a su reclamo), es posible que hoy esté en crisis en algunos sectores la estima social por la escuela pública y lo que representa, y sobre esa fisura machaca el discurso del gobierno.

El movimiento ¿espontáneo, dirigido, las dos cosas? convocando a la “plaza del sí” de Macri demuestra que al menos para parte de los votantes de “Cambiemos” la estrategia estaría teniendo eficacia.

Pero especulaciones electorales aparte, detrás de la “épica” que le están poniendo Macri, su gobierno y el aparato comunicacional oficial (que incluye a buena parte de los medios privados) a la pelea de Vidal para quebrar a los docentes bonaerenses, está el núcleo central del programa de “Cambiemos”: bajar los salarios en términos reales, hacerlos retroceder en su participación en el PBI, recuperar ganancia para el capital.

Es desde esa óptica que el conflicto docente adquiere otra escala que lo excede en sí mismo, porque le da un efecto ejemplificador y disciplinador para toda la fuerza de trabajo y sus reclamos. De lo contrario no se entiende la intensidad con la que el oficialismo encara la disputa.

Advertidos de esto y no porque no lo compartan, sino porque entienden que “sincerarlo” (ahora que la palabra está de moda) es impolítico y potencialmente corrosivo en términos electorales, los radicales son los más enfáticos en disfrazar esa pelea (que es la real) como una batalla en defensa de la democracia, amenazada por el sindicalismo desestabilizador.

Si se advierte eso, si se desnuda la impostura desaparece el mito de la “nueva política” y la “nueva derecha”: queda simplemente la misma política, de la misma derecha de siempre.

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