sábado, 23 de diciembre de 2017

LA CALLE Y EL PALACIO


No es necesario un doctorado en ciencias políticas para advertir que si el gobierno de Macri persiste en profundizar el rumbo de las reformas antipopulares que viene planteando solo logrará que crezca la conflictividad social y la protesta callejera; sea ésta conducida y encuadrada en organizaciones, o espontánea.

Es más: el año legislativo está terminando y Macri podrá irse a descansar al corazón del imperio RAM (al parecer, sin temor a que los terroristas mapuches atenten contra él y su familia) teniendo en el arbolito todas las leyes de la infamia que les pidió a Papá Noel y los Reyes Magos, pero llueven telegramas de despido en las distintas reparticiones del Estado, a los que suman los que agregan de su cosecha varias empresas privadas, poseídas por una gran sensibilidad navideña; lo que supone que mientras unos brinden, otros ganarán la calle para protestar.

La movilización en el espacio público para reclamar, protestar o exigir es una saludable tradición política argentina, y una herramienta imprescindible para fortalecer la democracia; más aun para oxigenarla cuando -como ahora- las instituciones representativas no dan cuenta cabal del pulso de la calle, y por el contrario parecen ignorarlo deliberadamente.

Macri pudo haber blindado -al menos por ahora- el Congreso para sus proyectos con acuerdos con parte de la oposición (en especial los gobernadores del PJ) a fuerza de extorsiones, carpetazos o miradas compartidas sobre el rumbo del país; pero está claro que eso está muy lejos de garantizarle la paz social y la "gobernabilidad" entendida en sentido amplio. Apenas le asegura -y por ahora, habrá que ver hasta cuando- algunas manos levantadas, en el momento oportuno, y no sin pagar costos.

Los cacerolazos que reaparecieron en estos días como modalidad de protesta con la reforma previsional como disparador admiten múltiples lectura, pero lo cierto es que hubo allñi también voto propio de "Cambiemos" y del massismo, lo que indica que algo se rompió entre el gobierno y al menos una parte de su propia base electoral.

De ser así, esos caceroleros en particular estarían expresando su necesidad de ser cabalmente representados, justo cuando parecían haberla satisfecho con los triunfos de "Cambiemos": tratándose en su gran mayoría de clases medias urbanas el fantasma del 2001, la antipolítica y el "que se vayan todos" está siempre sobrevolando las protestas, al menos de ese sector. 

La gran diferencia con aquellos días aciagos radica justamente en la importante porción de los argentinos que volvieron a creer en la política, el Estado y las instituciones de la mano de los gobiernos kirchneristas; sin perjuicio de lo cual debe señalarse que siempre que aparezcan quienes tengan necesidad de ser representados, hay un desafío para la política, más si esta es opositora y aspira a recuperar el gobierno ganando las elecciones.

El escenario político nacional seguirá transcurriendo entre "el palacio" y la "calle", de un modo indisolublemente ligado: menos respuestas lleguen de uno, más crecerán las protestas expresadas en la otra. Ante esto, la política opositora debe moverse en el estrecho desfiladero que supone evitar por un lado la tentación de "aparatear" las movilizaciones o manifestaciones públicas, y los peligros de la "espontaneidad pura" que deriva muy fácilmente hacia la antipolítica estéril e impotente para introducir cambios. Pòrque ambas protestas (la organizada y la espontánea) tienen que confluir, para no esterilizarse mutuamente, y para ganar en legitimidad y capacidad de presión hacia el sistema político.

Para las fuerzas populares de todo signo, para las que la movilización en el espacio público es un rasgo identitatrio principal, es clave recuperar y sostener el "control de la calle"; máxime cuando la respuesta del gobierno a la protesta es profundizar la dinámica represiva: el pedido/queja/orden de Macri para que los jueces habiliten el uso de armas de fuego en las manifestaciones, y el del fiscal Moldes (al que se acaba de sumar el presidente) para que las detenciones en esos casos no sean excarcelables  no dejan dudas: lejos de intentar desarticular las protestas retrocediendo en las reformas impopulares, el aparato estatal piensa en gases, palos, balas y cárcel para los que protesten. 

El cuadro descripto impone acordar entre las fuerzas opositoras y en especial con algunos sectores de la izquierda ciertos códigos mínimos para la movilización en el espacio público; no solo para mejorar los mecanismos tendientes a evitar los infiltrados y las provocaciones, sino para evitar desbordes y pelotudeces evitables, para no pagar costos innecesarios, como que estén todos hablando del gordo del mortero o los que tiraban piedras, y casi nadie de la crudeza del operativo de seguridad y los que fueron víctimas de la represión, que fueron muchísimos más.

Ni siquiera estamos hablando de acordar cuando y por qué marchar, y bajo que consignas: el estado actual de organización de la oposición al gobierno no permite siquiera pensar en ese nivel de acuerdos, con -por ejemplo- la CGT sumida en una crisis terminal, o el PJ nacional convertido (como diría Moyano) en una cáscara vacía; pero llena de contradicciones entre los que quieren confrontar con el gobierno de Macri, y los que se han convertido -por gusto o por presión- en parte del dispositivo que lo sustenta. En ambos casos, la resolución de la crisis exige replanteos mucho más profundos.

Estamos hablando de la dosis mínima de inteligencia necesaria para evitar seguir aportándole al gobierno carne de cañón a la represión, mientras se nos acusa de golpistas, terroristas o destituyentes; para invisibilizar los reclamos y las causas de las protestas.

Y para no ser funcionales al operativo político que está en marcha para construir un "enemigo interno" frente al cual el gobierno más nefasto que tuvo el país desde la dictadura aparezca como el garante de la "razón estatal", o la "mano dura" imprescindible para evitar el caos, cuando lo está provocando.

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