"Mi padre tendría ocho o nueve años cuando, para la semana de reyes del año 50 o del 51, una caravana presidida por Eva Perón se detuvo en la esquina de Av. Mitre y Salta, justo debajo del viaducto de Sarandí. Cualquier persona que provenga de una familia de trabajadores, y recuerde sus sentimientos de niño, sabe cuál es el juguete más preciado y más difícil de meter en los zapatos de los reyes obreros, por más pastito y agua que se les ponga. Ese juguete es la bicicleta.
Me contó mi padre que, abriéndose paso entre la multitud de piernas y los niños alzados que trataban de llegar al camión de bomberos acondicionado especialmente para Evita, repetía una frase como un rezo: “una bicicleta, señora, una bicicleta”. Al ver que se le hacía imposible llegar, y ante el miedo de que la caravana se pusiera en movimiento nuevamente, mi padre empezó a agitar las manos. Y ella, que había nacido para mirar lo que pocos quieren ver, lo señaló a él, a mi padre.–Sentí, a mí me señaló, ¿entendés?Claro que lo entendí. Como Caruso señaló a Fitzcarraldo, en la película Fitzcarraldo. Y aunque no se lo dije a mi papá, ahora se lo digo a ustedes: él habrá sentido lo mismo.
Y fue entonces que bajó un muchacho (un ropero, dijo mi padre), uno de esos de la CGT que siempre la acompañaban a ella, lo alzó y lo llevó al encuentro del hada de los pobres.–Una bicicleta, señora –dijo mi padre–. Para mí y para mis hermanos.Ella lo miró con ternura. Y lo que me contó mi padre, que no puedo reproducir porque tal vez no sea lo suficientemente escritor para hacerlo, es la diferencia entre esa ternura y la lástima. La exacta diferencia existe entre sentir al otro ajeno o al otro propio.
Y acá entra el poema: “Me: We” fue lo que dijo Muhammad Ali en esa universidad blanca del sur de los Estados Unidos. Pero Evita se había quedado sin bicicletas. Y se lo dijo al niño que era mi padre, a la vez que levantó en sus manos un par de patines nuevos. No me quedan más bicicletas, negrito –le dijo–. Salime campeón con esto."
(Completo acá)
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