Las condiciones de la transición democrática
argentina tras el terrorismo de Estado desplegado por la última dictadura
afectaron al sistema de partidos en general, y al peronismo en particular:
surgió una democracia condicionada por límites invisibles y el temor de tirar
del mantel, llevándose puesto un sistema que se intuía frágil, y cuya
perduración en el tiempo no podía aventurarse.
Sobre esas bases (comunes a
buena parte de los procesos políticos latinoamericanos) que se consolidaron en
el tiempo, se fueron imprimiendo otros fenómenos como el final de la guerra
fría, la caída de los socialismos reales que gobernaban y el despliegue del
capitalismo financiero a nivel mundial, en forma de globalización.
Para el peronismo,
la continuidad democrática trajo aparejada la tentación -pocas veces resistida-
de convertirse en el PRI argentino: una maquinaria de poder pragmática, sin
demasiadas certezas permanentes ni convicciones ideológicas que obraran como
lastre al objetivo de perpetuarse en él, y dispuesta a adaptarse a los tiempos
y a navegar con las corrientes de época. Pasó con el menemismo, ocurrió con el
kirchnerismo y vuelve a pasar ahora; en tiempos de restauración conservadora en
el país, al menos a juzgar por la doncuta de muchos de sus dirigentes.
Ese clima cultural
condicionó la praxis política, el lenguaje y el discurso: palabras como
revolución, imperialismo, oligarquía, patria, colonia, cipayos, capitalismo,
liberación, dependencia o explotación desaparecieron del debate, se lavaron, o
se resignificaron; y en su reemplazo aparecieron un discurso y una práctica
política de bordes redondeados, no filosos ni cortantes; que llegó al extremo
de suprimir de la política la dimensión del conflicto, o la pugna de intereses:
“gobernar para todos” fue así la zoncera de época que sintetizó todo un modo de
concebir a la política.
Pero aunque no se
las mencione -como si así se las exorcizara y dejaran de existir- todas las categorías que seas palabras "malditas" expresaban siguen estando vigentes: el imperialismo invade, bombardea y mata,
las oligarquías siguen explotando a los pueblos, el capital se despliega por
todo el globo y la lucha de clases se perpetúa, aunque su resultado sea desde
hace tiempo la victoria constante de una sola de ellas. De idéntico modo, el
colonialismo adquiere nuevas formas, la cipayería como actitud mental se
renueva y perfecciona, la necesidad de cambios estructurales profundos para
cortar las cadenas de la dependencia, el atraso y la injusticia es cada día más
notoria y evidente.
Lo cual coloca al
peronismo en una disyuntiva que es distinta, por caso, a la del radicalismo,
fuerza cuya razón de ser (la pureza del sufragio, la vigencia de la democracia
y las instituciones) está formalmente satisfecha; de allí que los postulados de
la revolución del Parque ya no puedan ser hoy base de ningún programa de acción
política, del mismo modo que ya no es necesario recurrir a la intransigencia y
la abstención electoral.
En el peronismo.,
en cambio, la cosa es diferente, porque los dramas principales que explicaron
su aparición histórica siguen allí, sin ser resueltos, y por el contrario, se
agravan, en la medida en que la oligarquía (sí, esa que nos contaron que había
desaparecido justo cuando se perfeccionaba diversificándose) está empeñada no
en llevar al país hacia un futuro más venturoso (como aquella oligarquía de la
generación del 80’, en la que convivían el espíritu progresista con la
mentalidad colonial), sino en retornarlo al estadio de evolución anterior al
peronismo, al que le atribuyen todas las desgracias nacionales. Así lo dicen
incluso explícitamente los voceros del régimen gobernante, sin que a muchos
dirigentes peronistas les cause escozor.
Un país pastoril,
sin derechos laborales, ni sindicatos, ni huelgas ni paritarias, sin
trabajadores organizados; pero también sin científicos, sin satélites, ni
centrales nucleares, ni computadoras en las escuelas; sin política exterior
propia, sin destino de integración regional, sin siquiera ensayar la
reivindicación de su propio territorio frente al -si, igual que siempre-
imperialismo colonialista, con fuerzas armadas convertidas en gendarmes del
orden interior, brazo armado de la represión a la protesta social.
Los acontecimientos
de la realidad (porfiada ella por definición) se empeñan en volver a instalar
los dilemas del pasado, como en los tiempos de Braden o Perón, o como cuando
aquel coronel del pueblo se convirtió en el líder de los trabajadores
argentinos; aun en una sociedad fragmentada, con otro sistema productivo en el
que el trabajo industrial pierde peso, con fracturas que atraviesan el interior
de la propia clase trabajadora y se traducen en diferentes cosmovisiones y
posicionamientos políticos y electorales de los trabajadores argentinos, y con
una ostensible disminución de la solidaridad y la conciencia de clase.
Aparece el intento
oficial de una reforma laboral para retornar al pre-peronismo bajo el eufemismo
de una necesaria modernización para “recuperar competitividad” y “bajar el
costo argentino”, y todo el conjunto del peronismo (aun el “dialoguista” que
intenta mostrarse racional y colaborativo) se ve tensionado con su propia
identidad, su tradición política y, en definitivas, con su justificación
histórica.
Lo propio ocurre
cuando vuelve al centro del escena -como pasa ahora- el FMI, y se comprueba que
contra lo que intenta instalar el gobierno, no ha cambiado y es el mismo de
siempre; el que Perón rechazó en su gobierno, y el que Néstor Kirchner se sacó
de encima en el suyo, en ambos casos para ganar espacios de autonomía política
para la toma de decisiones económicas, con consecuencias sociales.
Las mismas que se
producirán si volvemos a uncirnos al carro de las políticas que el Fondo
propugna y ha propugnado siempre, para garantizar los intereses que tutela:
descubriendo o constatando que sigue siendo el mismo de siempre, y propone lo
que siempre propuso, muchos (sean o no peronistas) intuyen o comprenden
cabalmente según su nivel de penetración de los acontecimientos, que aquellas
banderas históricas del peronismo, están tan íntimamente relacionadas entre sí
como lo estaban en 1945, acaso más. Y si no lo hicieran, es labor de la
política opositora en general, y del peronismo muy en particular, hacer que lo
hagan.
Hoy como entonces y
más que entonces, para que exista justicia social es imprescindible que el país
tenga grados razonables de independencia económica; y para que lo logre es
imprescindible que sostenga y amplíe su plena soberanía política, sin estar
enfeudado a intereses extranjeros, sean estos de otros Estados, o del
capitalismo financiero internacional.
Hoy como entonces es necesario cortar el
nudo gordiano de la deuda que estrangula las energías nacionales, y liberar las
fuerzas del país para conducirlas en el sentido de su desarrollo profundo, con
equidad en la distribución del ingreso; y ciertamente nada de eso se logrará retirando al Estado, y dejándolo todo librado a la mano demasiado visible del mercado.
Podremos discutir
-de hecho hay que hacerlo- la necesaria adaptación a los tiempos de los
instrumentos concretos para plasmar esas banderas (el distingo que el propio
Perón hacía entre la doctrina y sus formas de ejecución), pero no las banderas
en sí; porque aunque no las mencionemos todo el tiempo, se nos imponen por la propia
solidez de su peso, en tanto expresan y sintetizan los dilemas esenciales del
devenir histórico y social del país, tan presentes hoy como entonces.
Cuando el acuerdo
con el FMI revela con toda crudeza el agotamiento del experimento oligárquico
que gobierna el país (en el sentido de que solo tiene para ofrecer a los
argentinos más de lo mismo), y esto acelera los plazos del proceso de recambio
político y la necesidad de ofrecer una alternativa confiable, estas certezas
ponen al peronismo en particular frente al
ineludible deber de abrazar sus banderas históricas, y buscar el modo de volver
a entrelazarlas con el sentido común de la sociedad para que las haga suyas; en
lugar de caer en la tentación de ofrecerle al pueblo argentino hacer lo mismo
que la derecha neoliberal que nos gobierna, pero mejor, o con más sensibilidad
social.
De lo contrario, como decía Cooke, por más que se siga llamando peronismo, quedará condenado a
su esterilidad histórica, porque habrá perdido su razón de ser.
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