sábado, 22 de septiembre de 2018

ARMADOS


Que el masivo acto del jueves en Ferro haya sumado la protesta sindical con la necesidad de articular una respuesta política y el rechazo a la persecución judicial a Cristina solo puede sorprender a los que pierdan de vista la esencia de la política; que es la representación de intereses.

Es decir, la idea dominante en el país durante años y que explotó por los aires en la crisis del 2001, junto con el modelo de la convertibilidad; y una idea que desde diciembre de 2015 para acá se trata –interesadamente- de reintroducir: la política y la economía son mundos separados, compartimentos estancos sin comunicación entre sí; regidos por reglas propias: la economía por el imperio del “pensamiento único”, las leyes del mercado y un (en apariencia) único camino racional posible, que es la lógica del neoliberalismo, y la política, un ejercicio distractivo tolerado, en la medida que no cuestione esa visión de la economía.

A punto tal es así, que cuando -como ocurre ahora- el modelo económico neoliberal vuelve a fracasar, enseguida pone las culpas en la política: no llegan las inversiones o se pierde “la confianza de los mercados” porque hay “incertidumbre electoral” o “miedo al retorno del populismo”.

El problema es que además de no explicar la política, esa visión tampoco termina explicando la economía: mientras los datos duros de la realidad (aumento del desempleo y la inflación, caída de los salarios, el consumo, el nivel de actividad y la capacidad instalada industrial utilizada) nos golpean a diario, nos cuentan que vuelve la calma a los mercados porque el gobierno lograría un nuevo acuerdo con el FMI y mejoran las expectativas, cae el riesgo país, suben los bonos y las acciones, baja el dólar y regresan parte de los capitales golondrinas que se fueron.

Lo mismo pasaba en el 2001, cuando ese modo de “gobernabilidad” explotó en una crisis económica, social y de representatividad política; cuando el kirchnerismo emergió por arriba del “que se vayan todos” recomponiendo la autoridad presidencial, el poder arbitral del Estado y la autonomía de la política; logrando durante más de 12 años disimular razonablemente la fragmentación de un sistema político que hacía rato había perdido su capacidad de transmisión de las demandas sociales.

Esa cultura política previa al estallido sobrevive en la superestructuras partidarias con representación institucional, y a ella tributa la idea del massismo y el “peronismo racional” de “colaborar” con el macrismo, en la idea de dar vuelta la página de la experiencia kirchnerista, como una anomalía que no debe volver a repetirse. De allí que no solo compartan en líneas generales el rumbo del gobierno (más allá de cierta verbalidad opositora, en alza al ritmo de la descomposición del macrismo por la crisis), sino que crean que el problema es cosmético y se resuelve -por ejemplo- retocando un par de artículos del presupuesto confeccionado por el FMI.

Pero el propósito real de Macri y del proyecto que él encarna es mucho más profundo, pues no se trata simplemente de borrar al kirchnerismo del mapa político o de la memoria colectiva, sino de hacer retroceder al país en materia económica y social al estadio anterior al primer peronismo. La incomprensión (o la subestimación) de este dato es lo que tensiona ciertos intentos de “unidad ampliada” del campo opositor, en especial del peronismo, y lo que explica también la inercia inicial de muchos sectores sindicales (como el moyanismo), hoy en trance de rectificación.

A esa cultura política tan arraigada en nuestra transición democrática corresponde toda una lógica de “armados” electorales e instalación de candidaturas, y prácticas como el “fotismo” y el desfile de mascaritas sueltas que saltan de alianza en alianza (y no solo en el peronismo, ni mucho menos); en pasos de comedia que ya hace rato son incapaces de encapsular una realidad cada día más cruda y áspera, ni hablemos de darle respuesta.

Por otro lado la reforma política que el kirchnerismo sí hizo al instaurar las PASO, involucrando al conjunto del electorado en la definición de la oferta electoral y no solo a los afiliados de los partidos políticos, hace que hoy esos “armados” y fotos de dirigentes no tengan el peso específico que pudieron tener antes, menos si se empeñan en desconocer las tendencias y demandas reales de la sociedad; en el afán de ganar de ganar la atención y vehiculizar las demandas de los que mandan (y financian campañas).

En ese marco, la convergencia entre Massa y el “peronismo racional” de Pichetto, Bossio y algunos gobernadores es un hecho natural, o una posibilidad mucho más cierta que su integración a una PASO ampliada de la oposición peronista, porque juegan un partido distinto del que juega el kirchnerismo: representan un intento de repetir lo del 2015, metiendo una cuña electoral que drene votos opositores al gobierno para impedir el regreso al poder del peronismo en su versión kirchnerista; y si la caída de Macri en picada electoral fuese más pronunciada, captar voto macrista desencantado para polarizar con el kirchnerismo en un eventual balotaje. De allí que más allá de la buena voluntad de algunos dirigentes (incluidos algunos de los sindicalistas que organizaron el acto de Ferro) es muy difícil la unidad entre los que pensamos que el problema es Macri, y los que siguen pensando que el problema es Cristina.

Frente a la claudicación de la CGT, la respuesta de las fracciones combativas del sindicalismo acercándose al kirchnerismo y más explícitamente a Cristina (a quienes se les cuestionaba no tener una “pata sindical” propia sólida, y hoy son los que tienen más vínculos que nadie con las organizaciones gremiales y sus dirigentes) es de pura lógica racional instrumental, en defensa de sus intereses, y de los de sus representados.

En un gobierno de empresarios que ejecuta un proyecto que le declara explícitamente la guerra explícitamente al trabajo, el salario y los derechos de los trabajadores y sus organizaciones, la única respuesta defensiva racional (además de las medidas de fuerza estrictamente sindicales) es apostar a la autonomía de la política en relación a los intereses corporativos, y a quien o quienes han demostrado que pueden garantizarla razonablemente, dentro de la oferta disponible en el sistema. Una respuesta que además no hace sino traducir lo que ya pensaban sus propias bases hace tiempo, como quedó claro en el propio acto de Ferro.

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