lunes, 18 de marzo de 2019

SAUDADES DEL 2002


Después de cada elección todos tratan de llevar agua para su molino interpretando los resultados a su conveniencia, y el caso neuquino no fue la excepción: si hasta el gobierno (cuyo candidato salió tercero cómodo, a 11 puntos del segundo y a 25 del ganador) celebró que no ganara el kirchnerismo.

Y en “Alternativa Federal” (el “peronismo perdonable”, en palabras del turco Asís) también sacan pecho, aun cuando las listas que impulsaban Massa y Pichetto sumaran juntas apenas el 0,99 % de los votos. La idea es que la merma de votos respecto a la elección anterior de “Cambiemos” y el frente del que formaba parte “Unidad Ciudadana” demuestran que la “grieta” deja una muy ancha “avenida del medio”, para que crezcan terceras propuestas electorales. Que lleguen a esa conclusión en una provincia en la que ganó la misma fuerza provincial, sin conexiones nacionales y “oficialista” de todos los gobiernos (incluso militares) que viene ganando desde 1962, es en sí mismo un absurdo, pero la idea es demostrar que “la tercera vía” sigue siendo viable. 

En paralelo, crece la crisis al interior de “Cambiemos” como lo demuestra lo que pasa en Córdoba, Chubut, Tierra del Fuego y otras provincias; y en la UCR vuelven a amenazar con “plantarle” a Macri un candidato en las PASO de la alianza, si es que ésta sobrevive para las elecciones nacionales. El candidato no sería otro que Lousteau porque el radicalismo (al igual que el “peronismo alternativo”) carece de candidatos propios taquilleros.

Y en los últimos días, crece el rumor de que esa “tercera fuerza”, además de sumar a lo que nosotros hemos denominado como el “tresempanadismo” electoral progresista (el socialismo santafesino, Stolbizer, Libres del Sur) incluiría a radicales, y hasta a la propia estructura partidaria, detrás de la candidatura de Lavagna; que -recordemos- en su única aventura electoral, allá por el 2007, fue el candidato de la UCR, con Gerardo Morales como vice. Nada de todo esto sería de extrañar, aunque en el caso de los radicales, vienen amagando con dar el portazo de "Cambiemos" a nivel nacional desde hace tiempo.

Lo que está muy claro -lo hemos dicho acá muchas veces- es que Lavagna es el enésimo intento del “círculo rojo” por remediar el derretimiento de Macri, poniendo un obstáculo a la consolidación de una alternativa realmente opositora con eje en Cristina; que reúne a la mayor parte del peronismo y otras fuerzas, junto con los movimientos sociales y los sectores más combativos del sindicalismo. Esos que en unos días van a marchar de la mano de las Pymes y los empresarios nacionales, contra el modelo económico.

Radicales encumbrados (como Ernesto Sanz, otro hombre de Techint, como Lavagna) y peronistas “hombres de Estado” como Pichetto no verían con malos ojos esa salida, que se les antoja muy conveniente; como si desde el 2002 para acá (cuando el bipartidismo dominante, con base bonaerense, condujo la transición tras el fracaso de la Alianza) no hubiera corrido agua bajo los puentes.

Es la reformulación por otros medios de la idea de Duhalde del “gobierno de concertación nacional”, que deje de lado lo que llaman “la grieta”, y a su vez las culpas y fracasos de cada uno: el peronismo de Pichetto et al se saca de encima su culpa por haber sido parte (ahora se puede ver claramente que a disgusto) de la experiencia kirchnerista, y los radicales la suya, por haber contribuido a depositar a Macri en la Casa Rosada. Es también la concreción de la "Moncloa" criolla que sectores de la UCR y el PJ le propusieron a Macri en los inicios de su gobierno, y éste habría rechazado por consejo de Durán Barba.

Si ahora funcionara con Lavagna (el hombre que seduce a Luis Barrionuevo y Betty Sarlo), todos contentos, en especial las fracciones del capital que están empezando a perder el valor de sus empresas al calor del experimento neoliberal que apoyaron, pero que no verían con buenos ojos la reedición de otra experiencia “imprevisible” como lo fue el kirchnerismo, a partir del 2003. Por eso no sorprende que Lavagna despotrique contra las jubilaciones de las moratorias, o hable de que los sueldos son altos en dólares, o hasta de la necesidad de una reforma laboral, en reuniones con empresarios.

Pero las cosas no son tan sencillas como parecen, y ellos mismos (radicales y peronistas “perdonables”) parecen olvidar sus propias advertencias de que es imposible volver el tiempo atrás, que aplican para descartar al kirchnerismo como opción competitiva. En efecto, la Argentina del 2019 no es la del 2002, aunque al igual que aquella esté sumida en una profunda crisis, y no lo es precisamente porque la disyuntiva política real (que algunos por comodidad eligen llamar “grieta”) de cara a las elecciones de este año, es entre las dos fuerzas políticas que fueron justamente los emergentes de aquella crisis, cada uno a su modo: el kirchnerismo y el macrismo.

Y las condiciones que se dieron entonces son hoy irrepetibles, porque esas dos fuerzas dominan el mapa político, aun cuando no lo ocupen en su totalidad: la coalición bipartidista de hecho entre peronistas y radicales que se expresó en el gobierno interino de Duhalde, en medio de un marcado clima antipolítico en la sociedad, fue posible porque se trató en definitivas de un gobierno parlamentario, que no obtuvo su mandato de las urnas, sino que fue el resultado de roscas palaciegas para salvar la profunda crisis institucional provocada por el estallido de la Convertibilidad.

El kirchnerismo (en tanto emergente político de esa crisis) fue una salida del laberinto “por arriba”, apostando a la autonomía de la política en tiempos en que la política estaba desprestigiada y era mala palabra, y a la recomposición de la autoridad del Estado y del presidente (el factor institucional más fuerte de nuestro diseño constitucional); cuando se venía de otra brutal transferencia de ingresos del conjunto de la sociedad hacia los sectores más concentrados, vehiculizado precisamente por ese gobierno de coalición parlamentaria de transición: la mega devaluación y la pesificación de las deudas en dólares de los principales grupos económicos del país, con las diferencias de cambio a cargo del Estado, es decir de todos.

Y esa salida diseñada por Néstor Kirchner y continuada luego por Cristina fue ratificada en dos oportunidades por el pueblo argentino en las urnas, por amplia mayoría, generando un ciclo inédito en el país de tres gobiernos consecutivos del mismo signo político. Luego y también con un amplia mayoría popular -conformada, es cierto, amalgamando sectores, expectativas y tradiciones políticas distintas, pero no por eso menos sólida-, la derecha llegó al poder, de la mano de Macri.

Si cuando aun no ha transcurrido su mandato lejos y atrás quedó la idea de una larga hegemonía que algunos avizoraban tras las elecciones legislativas del 2017, y hasta está en entredicho no solo la posibilidad de reelección de Macri, sino que sea quien en definitivas encarne la candidatura electoral del oficialismo, no tiene tanto que ver con sus propias condiciones personales (que pierden ciertamente en el cotejo con las de sus predecesores en el cargo), como con la naturaleza excluyente y destructiva de las políticas que puso en marcha.

Sin la certeza plena de que la mayoría de la sociedad los perciba como una continuación en trazos gruesos de esas mismas políticas con diferencia de matices (apenas tenemos sospechas al respecto), intuimos que allí están las razones por las cuales la “tercera vía” no termina de anclar en las expectativas electorales con chances reales; y por eso estos experimentos de volver (aquí si) al pasado no son más que ensayos de laboratorio de los que se resisten a aceptar que ya se les pasó su cuarto de hora. Tuits relacionados:

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