Cuando todavía no se habían
apagado los ecos de la revuelta popular en Ecuador que obligó a Lenin Moreno a
retroceder en el “paquetazo” de ajuste comprometido con el FMI, estalló Chile,
con el disparador del aumento de las tarifas del metro (subte) de Santiago; y
el gobierno de Sebastián Piñera se vio obligado a decretar el estado de
excepción constitucional, y poner a las fuerzas armadas a cargo del control
operacional de la represión a la protesta social, que amaga extenderse.
Chile era hasta ahora el ejemplo
que los fuerzas de derecha de todo el continente ponían como el modelo a
seguir: crecimiento sostenido, baja inflación, buena perfomance exportadora.
Claro que en realidad lo ponían como ejemplo por la otra cara del modelo
implantado por Pinochet y continuado por todos los gobiernos democráticos que
lo sucedieron: Chile es el país más desigual de América Latina, y por allí hay
que buscar el origen de las protestas, más que en el aumento del boleto de
subte.
Cuando estalló la rebelión
chilena (protagonizada en sus inicios por los estudiantes, entre los sectores
más dinámicos de aquella sociedad), muchos de este lado de la cordillera se
entusiasmaron y lanzaron comparaciones apresuradas, en detrimento de la
(presunta) escasa combatividad del pueblo argentino y de sus organizaciones
políticas y sociales, que toleraron con mansedumbre los cuatro años de
depredación macrista. Lo mismo había pasado con las revueltas en Ecuador, el
país que no pudo sacarse nunca de encima el corset de hierro de la dolarización,
ni siquiera en el gobierno de Rafael Correa.
Sin embargo, como todo cuando se
analizan procesos políticos y sociales, el entusiasmo debe matizarse: baste
decir que los chilenos están hoy bajo el control operacional de las fuerzas
armadas en una democracia tutelada, porque así lo establece en casos de
emergencia la Constitución sancionada por Pinochet en 1980, en un apartado que
las fuerzas democráticas que se alternaron en el poder desde el final del
régimen dictatorial no se atrevieron a modificar; así como tampoco se
atrevieron a avanzar en el juzgamiento de las gravísimas violaciones a los
derecvhos humanos perpetradas por la dictadura.
O que los chilenos ponen entre
los primeros lugares en su lista de quejas el régimen de las AFJP, que nosotros
copiamos de ellos durante el menemismo, y que allá sobrevive aun pese al
tardío, tibio y fracasado intento de reforma promovido por Michel Bachelet
durante su segundo mandato; mientras acá dejó de existir por una ley sancionada
en el 2008 durante el primer mandato de Cristina, conjugada con una ampliación
de la cobertura previsional bajo un sistema público de reparto por las
políticas inclusivas, que hoy llega al 97 % y es la más alta de América Latina.
Si bien no puede sostenerse una
“comunicabilidad” de las experiencias políticas entre los distintos países del
subcontinente (cada uno con sus particularidades políticas, sociales,
culturales e históricas), lo cierto es que en la sociedad de masas y de la
comunicación global, los procesos se retroalimentan entre sí: mientras acá
algunos ponían por ejemplo la resistencia de los chilenos al modelo neoliberal
que encarna Piñera (así Chile pasó de ser el ejemplo de la derecha, al sueño de
la izquierda argentina), allí los que protestan les señalan a los dirigentes opositores
que en Argentina votamos para que vuelva Cristina; subrayando así el vacío de
representación, que está en la base de las protestas tanto como el rechazo al
modelo neoliberal y sus “reformas estructurales”.
No somos ni mejores ni peores,
sino simplemente distintos; y como tales, fuimos capaces de construir una
alternativa política para derrotar al neoliberalismo, pero en política nada es
definitivo: veamos si no lo que pasa en Bolivia, donde el modelo a nuestro
juicio más serio y avanzado (respecto a la situación preexistente) de los
“populismos” latinoamericanos, el del MAS de Evo Morales y Alvaro García
Linera, enfrenta la perspectiva de un triunfo discutido en primera vuelta (con una oposición decidida a deslegitimarlo, a la venezolana), o un balotaje de resultado incierto, que
podría desalojarlo del poder tras 14 años de permanencia. Es decir, exactamente
lo que sucedió en la Argentina en el 2015, y que el domingo que viene vamos a
revertir.
A este contexto hay que sumarle
la crisis institucional en Perú, donde el consenso político en sostener el
neoliberalismo se conjuga con ensayos de implantar instituciones parlamentarias
en un régimen presidencialista, y el debate político ha quedado reducido a la
discusión sobre la corrupción; o lo que está sucediendo en Brasil, donde el
impulso inicial del fascista Bolsonaro llegó hasta la imposición de la reforma
laboral, pero la recesión económica ha derrumbado su popularidad, y puesto en
entredicho su programa de privatizaciones y la reforma previsional “a la
chilena”; generando un “empate catastrófico” porque la oposición encarnada en
el PT no puede capitalizar plenamente la crisis por la prisión de Lula, pero a
su vez está entrando en crisis el “Lavajato”, conforme las políticas
neoliberales horadan el consenso social que se había construido en torno a la
“lucha contra la corrupción”.
Un contexto en el que los
instrumentos de coordinación política construidos durante la dećada de
gobiernos afines de sesgo “populista” como la UNASUR o la CELAC fueron
prolijamente desmantelados, para dar paso a foros que replican las directivas
de política exterior de los Estados Unidos para su patio trasero, al cual han
vuelto a prestar (para desgracia nuestra) preferente atención a raíz de la
crisis en Venezuela. Así surgieron el Grupo de Lima y la reactivación del TIAR,
llegándose incluso a considerar la opción de la intervención militar que hoy
pierde terreno, al mismo tiempo que se derrite el fantasmal gobierno títere de
Guaidó.
Todo lo descripto denota una
característica común: los obcecados intentos de Estados Unidos, el FMI y las
élites locales de imponer el catecismo neoliberal terminan, invariablemente, en
crisis económicas e inestabilidad política, y en un grave retroceso
institucional y de las libertades democráticas, a menos que el propio sistema
político genere sus anticuerpos en forma de alternativas electoralmente
competitivas. Los efectos devastasdores del neoliberalismo (que por el contexto
económico mundial tienden a profundizarse cada vez más, en menos tiempo)
explican mejor que nada por que razón lo que algunos soñaron como una nueva
hegemonía de derecha perdurable hoy está en crisis, aun allí donde parecía
inconmovible.
Pero esas alternativas políticas
a las derechas continentales tampoco están exentas del riesgo del travestismo
(como pasó en Ecuador como Lenin Moreno), del intento de “entrismo” de los
poderes dominantes, como va a suceder en la Argentina con el casi seguro
gobierno del “Frente de Todos”, o de la tibieza paralizante a la hora de
avanzar en los procesos de reforma, que puede derivar en que se ponga en riesgo
su propia subsistencia en el poder frente al avance de las derechas; como
podría ser el caso (ojalá que no) del Frente Amplio en el Uruguay. Lecciones todas a tener en cuenta. Tuits relacionados:
Estamos a una semana de firmar el epitafio del macrismo por abrumadora decisión del pueblo argentino, y acá hay gente que critica la mansedumbre del pueblo argentino, contrastándola con los chilenos. Con los chilenos, o sea, fijáte un poco ahí el argumento.— La Corriente K (@lacorrientek) October 19, 2019
A lo mejor los que más protestan ahora es porque llevan más años sin tener cosas básicas que nosotros tuvimos, gracias al peronismo: jubilación, leyes laborales, universidad gratuita, salud, educación.— La Corriente K (@lacorrientek) October 19, 2019
Los chilenos protestan contra las AFJP y no tienen jubilación pública. Acá las eliminamos en el 2008 y el sistema tiene 97% de cobertura. Fin de la polémica.— La Corriente K (@lacorrientek) October 19, 2019
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