Cuenta la tradición que cuando el
entonces primer ministro inglés William Pitt supo la aplastante victoria de
Napoleón en Austerlitz estaba mirando un mapa de Europa y lo enrolló, diciendo
“Durante los próximos diez años, no lo necesitaremos”.
No es posible saber si George
Bush (h) hizo algo más o menos parecido cuando, siendo presidente de los
Estados Unidos, asistió en vivo en la Cumbre de Mar del Plata del 2005 al
naufragio del ALCA, el proyecto con el que intentaba establecer una zona de
libre comercio en todo el continente, para facilitar las inversiones yanquis en
la región y profundizar aun más el control político del “patio trasero”; pero
de hecho funcionó como si lo hubiera hecho: los EEUU concentraron su atención
en la guerra global contra el terrorismo que por entonces se desplegaba en los
escenarios de Irak y Afganistán, y América Latina quedó muy abajo en la lista
de prioridades de su política exterior.
Acaso como reflejo de eso, y por
la conjunción de otras circunstancias como el fracaso de las políticas
neoliberales y un ciclo alcista de los precios de sus principales materias
primas exportables que les otorgó una ventana de oportunidad para crecer e instrumentar políticas redistributivas, se abrió paso en el continente una sucesión de gobiernos
populares exitosos en las urnas, que lograron acceder al poder en el marco
democrático, e imponer reformas cuya profundidad y persistencia varió en cada
país; pero que en conjunto permitieron mejorar los indicadores de desarrollo
humano del continente más desigual del planeta.
No es del caso ahondar acá sobre
las razones por las que esos proyectos no lograron sostenerse más tiempo en el
poder en la mayoría de los casos (con la solitaria excepción de Evo Morales,
que lucha por su reelección en Bolivia), pero lo cierto es que la sumatoria de
sus propios límites organizativos y conceptuales, más las restricciones propias
de los modelos de desarrollo impulsados y la ofensiva constante de las derechas
políticas, económicas y sociales del continente los pusieron en jaque, y en no
pocos casos lograron reemplazarlos en los gobiernos, incluso por vías democráticas.
El arsenal de herramientas
utilizadas para ello son conocidas: el ataque sistemático de los conglomerados
de medios hegemónicos, la horadación de la credibilidad social de los
gobernantes con acusaciones de corrupción, las estrategias de “law fare” para
disciplinar políticamente a las fuerzas populares cuando eran gobierno, e
inutilizarlas cuando pasaron a la oposición.
Un combo que resultó letal con la
sumatoria del cambio político en EEUU y la llegada de Trump, con un renovado
interés estratégico por el continente y el acceso al control de sus recursos
naturales; y con la idea central de contener la creciente influencia en el
mismo de China y Rusia, en ese orden de importancia.
Desde el epicentro en Venezuela
(cuyo petróleo sigue siendo decisivo para la principal potencia mundial, aun
cuando se intente decir que no) fue propagando por toda América Latina una
mezcla de políticas de penetración financiera, presión política brutal y
directa a gran escala para alinear a los gobiernos con las directivas de
política exterior norteamericanas, y un intento de encapsular los conflictos
sociales y las posibles resistencias políticas bajo un modelo de seguridad
continental que, inspirado en la doctrina de las “nuevas amenazas”
(actualización de la doctrina de seguridad nacional que inspiró a las
dictaduras militares de los 70’), reintrodujera a las fuerzas armadas (adoctrinadas por el Comando Sur del US Army) como
actor político en las disputas regionales.
Sin embargo, en la medida que el
programa común a todos los gobiernos de derecha es otro nuevo intento por
imponer las políticas neoliberales del Consenso de Washington que predominaron
en la región en los años 90’, con sus secuelas y consecuencias por todos
conocidas, ni siquiera el inmenso poder económico, político, diplomático y
militar de la principal potencia mundial pudo conseguir establecer bajo esos
términos una hegemonía perdurable, como ocurriera entonces, y la razón es muy
sencilla: si se recreaban las condiciones que hicieron posibles los ascensos de
los procesos populistas de la primera década del siglo, era poco sensato
esperar que esas mismas fuerzas no volvieran a convertirse en alternativas de
salida a las crisis que genera el neoliberalismo, como se puede comprobar muy
claramente en el caso argentino.
La persistencia de la derecha, en
todas sus versiones, en desconocer estas cuestiones elementales y llevar a
fondo su programa, no podía sino aumentar las tensiones en la región, máxime
cuando su respuesta natural y espontánea frente a la protesta social es la
represión, jugando al límite de las reglas de la democracia, sin mucho apego a
respetarlas: Argentina con presos políticos y criminalización de opositores, el
“law fare” desplegado a pleno acá, en Brasil y en Ecuador contra Lula y Correa, el
desconocimiento del resultado de las elecciones en Venezuela y Bolivia (y la
insólita denuncia de “fraude opositor” en Argentina), el aliento indisimulado a
la intervención militar como opción disponible en Venezuela invocando el TIAR,
la militarización abierta de la represión del conflicto social en Ecuador y
Chile, la retórica de la Guerra Fría en boca de los funcionarios para denunciar
brumosas formas de terrorismo, o misteriosas conspiraciones internacionales de
izquierda para desestabilizar gobiernos.
Para colmo, la "certificación de calidad" de un proceso democrático o la transparencia de los procesos electorales la administra la OEA, convertida más que nunca en el Ministerio de Colonias del gobierno de los EEUU.
Para colmo, la "certificación de calidad" de un proceso democrático o la transparencia de los procesos electorales la administra la OEA, convertida más que nunca en el Ministerio de Colonias del gobierno de los EEUU.
Por bruto que pueda parecer Trump
y por burros que efectivamente sean algunos representantes de la derecha
vernácula como Bolsonaro, Macri o Piñera, algo tienen en claro: si la coyuntura
marca que han de retroceder e incluso abandonar el poder institucional formal,
no se lo harán fácil a los gobiernos populares que puedan reemplazarlos. En ese
marco, el fantasma de Venezuela es menos un recurso electoral para captar votos
de las clases medias volubles y permeables al aparato ideológico del coloniaje,
que una advertencia sobre cuáles serán las condiciones en las que se
desarrollará la disputa política de aquí en más.
No nos están advirtiendo que los
gobiernos o las fuerzas populares que aspiran a llegar al poder se convertirán
en Maduro, sino que ellos se transformarán en Guaidó, o peor aun, Leopoldo
López. Opositores virulentos, sin presdisposición a los acuerdos ni a las
concesiones, en ofensiva permanente contra gobiernos cuya legitimidad ponen en
entredicho, sembrando las sospechas del fraude electoral por doquier. Pasa en
Bolivia, y va a pasar en la Argentina, tras las elecciones del domingo.
Ese es el contexto en el cual el
“Frente de Todos” va a ganar la elección, el que presidirá la
transición hasta la asunción del nuevo gobierno, y el que marcará el tono de la
disputa política en el que este deberá desenvolverse, mientras lidia con la
(esta sí que) “pesada herencia” económica y social del macrismo; y con las exigencias del poder económico de seguir con la misma hoja de ruta que tutela sus intereses, como si la elección no hubiera sucedido.
La gira de despedida de Macri y
el tono de sus discursos no deja lugar a dudas: apunta a consolidarse como el
líder del tercio gorila de la sociedad argentina, opositor cerril a un gobierno
cuya legitimidad ya está desconociendo de antemano y al que no le reconocen
categoría de adversario político (nunca lo hicieron, porque aspiraban a
gobernar por mucho tiempo y construir una oposición a su medida); como coartada
para ampliar todas las formas de oposición posibles a sus políticas, estén
dentro o fuera de las reglas de juego democráticas. Como pasa en
Venezuela.
Es muy posible que al final su tradicional temperamento abúlico lo venza y termine pasando los cuatro años del mandato de Alberto Fernández postrado en una reposera en algúnm paraíso fiscal o en Europa, pero eso no significa que ese tercio social que hoy expresa no busque un liderazgo alternativo, para protagonizar su aventura de resistencia civil frente a dictaduras populistas que los sofocan.
Es muy posible que al final su tradicional temperamento abúlico lo venza y termine pasando los cuatro años del mandato de Alberto Fernández postrado en una reposera en algúnm paraíso fiscal o en Europa, pero eso no significa que ese tercio social que hoy expresa no busque un liderazgo alternativo, para protagonizar su aventura de resistencia civil frente a dictaduras populistas que los sofocan.
De allí que si bien el peronismo
y sus aliados deban celebrar haber podido encauzar electoralmente el rechazo
social a las políticas de Macri para que no termináramos en un estallido social
como los de Ecuador y Chile, no pueden subestimar ni ignorar estas cuestiones
en nombre de la moderación o las apelaciones a “cerrar la grieta”, porque sería
suicida en términos de su propia supervivencia política. Tratamos con gente que
como diría Serrat, ha demostrado largamente que está dispuesta a jugar con
cosas que no tienen repuesto. Tuits relacionados:
Si no leemos el contexto nacional y regional en el claro sentido de que no podemos ser tibios porque nos van a llevar puestos, nos van a llevar puestos, eh.— La Corriente K (@lacorrientek) October 22, 2019
Los chilenos tuvieron sus propios pactos de La Moncloa. Así terminaron. Lección para aprender.— La Corriente K (@lacorrientek) October 22, 2019
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