miércoles, 23 de octubre de 2019

UNO, DOS, CIEN VENEZUELAS


Cuenta la tradición que cuando el entonces primer ministro inglés William Pitt supo la aplastante victoria de Napoleón en Austerlitz estaba mirando un mapa de Europa y lo enrolló, diciendo “Durante los próximos diez años, no lo necesitaremos”.

No es posible saber si George Bush (h) hizo algo más o menos parecido cuando, siendo presidente de los Estados Unidos, asistió en vivo en la Cumbre de Mar del Plata del 2005 al naufragio del ALCA, el proyecto con el que intentaba establecer una zona de libre comercio en todo el continente, para facilitar las inversiones yanquis en la región y profundizar aun más el control político del “patio trasero”; pero de hecho funcionó como si lo hubiera hecho: los EEUU concentraron su atención en la guerra global contra el terrorismo que por entonces se desplegaba en los escenarios de Irak y Afganistán, y América Latina quedó muy abajo en la lista de prioridades de su política exterior.

Acaso como reflejo de eso, y por la conjunción de otras circunstancias como el fracaso de las políticas neoliberales y un ciclo alcista de los precios de sus principales materias primas exportables que les otorgó una ventana de oportunidad para crecer e instrumentar políticas redistributivas, se abrió paso en el continente una sucesión de gobiernos populares exitosos en las urnas, que lograron acceder al poder en el marco democrático, e imponer reformas cuya profundidad y persistencia varió en cada país; pero que en conjunto permitieron mejorar los indicadores de desarrollo humano del continente más desigual del planeta.

No es del caso ahondar acá sobre las razones por las que esos proyectos no lograron sostenerse más tiempo en el poder en la mayoría de los casos (con la solitaria excepción de Evo Morales, que lucha por su reelección en Bolivia), pero lo cierto es que la sumatoria de sus propios límites organizativos y conceptuales, más las restricciones propias de los modelos de desarrollo impulsados y la ofensiva constante de las derechas políticas, económicas y sociales del continente los pusieron en jaque, y en no pocos casos lograron reemplazarlos en los gobiernos, incluso por vías democráticas.

El arsenal de herramientas utilizadas para ello son conocidas: el ataque sistemático de los conglomerados de medios hegemónicos, la horadación de la credibilidad social de los gobernantes con acusaciones de corrupción, las estrategias de “law fare” para disciplinar políticamente a las fuerzas populares cuando eran gobierno, e inutilizarlas cuando pasaron a la oposición.

Un combo que resultó letal con la sumatoria del cambio político en EEUU y la llegada de Trump, con un renovado interés estratégico por el continente y el acceso al control de sus recursos naturales; y con la idea central de contener la creciente influencia en el mismo de China y Rusia, en ese orden de importancia.

Desde el epicentro en Venezuela (cuyo petróleo sigue siendo decisivo para la principal potencia mundial, aun cuando se intente decir que no) fue propagando por toda América Latina una mezcla de políticas de penetración financiera, presión política brutal y directa a gran escala para alinear a los gobiernos con las directivas de política exterior norteamericanas, y un intento de encapsular los conflictos sociales y las posibles resistencias políticas bajo un modelo de seguridad continental que, inspirado en la doctrina de las “nuevas amenazas” (actualización de la doctrina de seguridad nacional que inspiró a las dictaduras militares de los 70’), reintrodujera a las fuerzas armadas (adoctrinadas por el Comando Sur del US Army) como actor político en las disputas regionales.  

Sin embargo, en la medida que el programa común a todos los gobiernos de derecha es otro nuevo intento por imponer las políticas neoliberales del Consenso de Washington que predominaron en la región en los años 90’, con sus secuelas y consecuencias por todos conocidas, ni siquiera el inmenso poder económico, político, diplomático y militar de la principal potencia mundial pudo conseguir establecer bajo esos términos una hegemonía perdurable, como ocurriera entonces, y la razón es muy sencilla: si se recreaban las condiciones que hicieron posibles los ascensos de los procesos populistas de la primera década del siglo, era poco sensato esperar que esas mismas fuerzas no volvieran a convertirse en alternativas de salida a las crisis que genera el neoliberalismo, como se puede comprobar muy claramente en el caso argentino.

La persistencia de la derecha, en todas sus versiones, en desconocer estas cuestiones elementales y llevar a fondo su programa, no podía sino aumentar las tensiones en la región, máxime cuando su respuesta natural y espontánea frente a la protesta social es la represión, jugando al límite de las reglas de la democracia, sin mucho apego a respetarlas: Argentina con presos políticos y criminalización de opositores, el “law fare” desplegado a pleno acá, en Brasil y en Ecuador contra Lula y Correa, el desconocimiento del resultado de las elecciones en Venezuela y Bolivia (y la insólita denuncia de “fraude opositor” en Argentina), el aliento indisimulado a la intervención militar como opción disponible en Venezuela invocando el TIAR, la militarización abierta de la represión del conflicto social en Ecuador y Chile, la retórica de la Guerra Fría en boca de los funcionarios para denunciar brumosas formas de terrorismo, o misteriosas conspiraciones internacionales de izquierda para desestabilizar gobiernos. 

Para colmo, la "certificación de calidad" de un proceso democrático o la transparencia de los procesos electorales la administra la OEA, convertida más que nunca en el Ministerio de Colonias del gobierno de los EEUU.  

Por bruto que pueda parecer Trump y por burros que efectivamente sean algunos representantes de la derecha vernácula como Bolsonaro, Macri o Piñera, algo tienen en claro: si la coyuntura marca que han de retroceder e incluso abandonar el poder institucional formal, no se lo harán fácil a los gobiernos populares que puedan reemplazarlos. En ese marco, el fantasma de Venezuela es menos un recurso electoral para captar votos de las clases medias volubles y permeables al aparato ideológico del coloniaje, que una advertencia sobre cuáles serán las condiciones en las que se desarrollará la disputa política de aquí en más.

No nos están advirtiendo que los gobiernos o las fuerzas populares que aspiran a llegar al poder se convertirán en Maduro, sino que ellos se transformarán en Guaidó, o peor aun, Leopoldo López. Opositores virulentos, sin presdisposición a los acuerdos ni a las concesiones, en ofensiva permanente contra gobiernos cuya legitimidad ponen en entredicho, sembrando las sospechas del fraude electoral por doquier. Pasa en Bolivia, y va a pasar en la Argentina, tras las elecciones del domingo.

Ese es el contexto en el cual el “Frente de Todos” va a ganar la elección, el que presidirá la transición hasta la asunción del nuevo gobierno, y el que marcará el tono de la disputa política en el que este deberá desenvolverse, mientras lidia con la (esta sí que) “pesada herencia” económica y social del macrismo; y con las exigencias del poder económico de seguir con la misma hoja de ruta que tutela sus intereses, como si la elección no hubiera sucedido.

La gira de despedida de Macri y el tono de sus discursos no deja lugar a dudas: apunta a consolidarse como el líder del tercio gorila de la sociedad argentina, opositor cerril a un gobierno cuya legitimidad ya está desconociendo de antemano y al que no le reconocen categoría de adversario político (nunca lo hicieron, porque aspiraban a gobernar por mucho tiempo y construir una oposición a su medida); como coartada para ampliar todas las formas de oposición posibles a sus políticas, estén dentro o fuera de las reglas de juego democráticas. Como pasa en Venezuela.   

Es muy posible que al final su tradicional temperamento abúlico lo venza y termine pasando los cuatro años del mandato de Alberto Fernández postrado en una reposera en algúnm paraíso fiscal o en Europa, pero eso no significa que ese tercio social que hoy expresa no busque un liderazgo alternativo, para protagonizar su aventura de resistencia civil frente a dictaduras populistas que los sofocan.      

De allí que si bien el peronismo y sus aliados deban celebrar haber podido encauzar electoralmente el rechazo social a las políticas de Macri para que no termináramos en un estallido social como los de Ecuador y Chile, no pueden subestimar ni ignorar estas cuestiones en nombre de la moderación o las apelaciones a “cerrar la grieta”, porque sería suicida en términos de su propia supervivencia política. Tratamos con gente que como diría Serrat, ha demostrado largamente que está dispuesta a jugar con cosas que no tienen repuesto. Tuits relacionados: 

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