Si uno mirara simplemente las secciones de economía de los diarios desde ayer, pensaría que en el país está todo bárbaro: suben las acciones de las empresas argentinas, baja el riesgo país, hay clima de optimismo en la cúpula empresaria y el gobierno recibe apoyos a su propuesta de reestructuración de la deuda hasta de aliados insospechados, como "Toto" Caputo, el inventor del bono a 100 años.
Por supuesto nada de eso tiene que ver con una abrupta mejora de la economía real castigada por la pandemia, sino con que la última propuesta (¿última?) del gobierno a los acreedores externos fue mucho más benévola y amistosa de lo que pensaban "los mercados", sea que se considere el cronograma de pago de los intereses (que comenzaría en agosto del año que viene), la quita del capital (en promedio, de solo el 1,9 %) o el VPN (valor presente neto) de los cupones, medidos en dólares por cada 100 (53,5 %, en promedio).
Recordemos que cuando las tratativas empezaron (poco antes de que se declarara la pandemia) se hablaba de diferir los pagos de intereses hasta 2024 o 2025 (o sea, salteando todo el mandato de Alberto Fernández), de una quita del capital que primero iba a ser del 12 % y luego promedió en torno al 5 % cuando se formalizó, y un VPN del orden de los 37 dólares por 100. Visto así, queda claro que el tira y afloje del gobierno con los acreedores, fue mucho más afloje que tire; y aun así, está por verse si logra vencer la resistencia al acuerdo de los fondos más agresivos.
Aun cuando uno creyera que un arreglo por la deuda (en estos términos, más un "reperfilamiento" que una reestructuración en sentido estricto) es la llave para reactivar la economía -tal el consenso "del mercado"- la cuestión sigue siendo si ese arreglo es sustentable. De hecho, el propio gobierno hizo aprobar en el Congreso una ley "de sustentabilidad de la deuda".
Porque arreglar la deuda con los acreedores externos supone, en primer lugar, tener la capacidad de generar los dólares para pagarla, de eso se trata en definitivas la "sustentabilidad", en tiempos de crisis y restricción externa. Eso, sin contar lo dicho tantas veces acá en cuanto a otros efectos de un arreglo en el sector externo, si se lo toma como la señal de largada para un nuevo ciclo de endeudamiento público y privado (esto último explica la euforia de los sectores empresarios), y si este a su vez tiene por objetivo financiar el desarrollo, o la fuga de capitales.
Cuando el gobierno lanzó su oferta original, como dijimos, aun no estaba declarada la pandemia, y su oferta era mucho menos generosa que la que en definitivas terminaría haciendo para cerrar el acuerdo. Según quien lo calcule, los nuevos términos le exigirían al país en los años venideros entre 10.000 y 15.000 millones de dólares adicionales a los de la oferta original, en pago de intereses y eventuales vencimientos del capital, recursos que se sustraerán a otros usos más productivos.
Así las cosas, cabe que uno se pregunte como puede una oferta mucho más generosa que la original, ser "sustentable" post pandemia, con la economía cayendo a pique, y aun restando arreglar la voluminosa deuda con el FMI. Y el interrogante no es solo económico (es decir, cuales serán los pilares del crecimiento para poder pagar la deuda, cuando el coronavirus sea un recuerdo); sino fundamentalmente político.
Y eso es así porque la cuestión de la deuda fue parte sustancial del contrato electoral del "Frente de Todos" con sus votantes: en campaña contrapusimos los intereses de los jubilados a los de los bancos, y por eso en buena parte nos votaron. Y Cristina preguntaba insistentemente quienes iban a pagar una deuda que contrajeron pocos, para fugar capitales, pero que terminó pesando sobre las espaldas de todos.
La pregunta sigue en el aire y es pertinente, sobre todo porque el arreglo con los acreedores avanza a mayor velocidad -por ejemplo- que el anunciado impuesto a las grandes fortunas, que incluso parece haber entrado en zona de duda sobre su misma existencia. Con la última oferta formulada, el gobierno se aseguraría no empezar a pagar intereses hasta agosto del año que viene, justo cuando deberían realizarse las PASO de las elecciones legislativas.
Se supone -recalcamos: se supone- que eso debería darle un aire a la economía para respirar después de la pandemia, y empezar a salir del pozo. Pero aun cuando eso funcione, de acuerdo con el arreglo en ciernes, los pagos más pesados de intereses de la deuda "reestructurada" caerían en el tramo final del gobierno de Alberto Fernández, o sea cuando el "Frente de Todos" deba legitimar su permanencia en el gobierno, en las elecciones presidenciales.
Y si honrar los pagos de la deuda en 2022 y 2023 (algo que no estaba en los papeles, antes de la pandemia) supone detraer a esos fines recursos que podrían destinarse a otros, se comprenderá que el problema, sin dejar de ser económico, es sustancialmente político. Un problema que un gobierno jaqueado todo el tiempo por factores de naturaleza destituyente no puede darse el lujo de no resolver, o autogenerarse.
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