jueves, 9 de julio de 2020

HAY REFORMAS Y REFORMAS


Lo que apunta en el tuit de apertura el siempre lúcido Ricardo Aronskind viene muy bien para la reflexión y el debate, justo esta semana en la que, a propósito de sus 90 años, algunos insólitamente llamaron a "repensar" el menemismo, y reivindicaron cosas de Menem. El año pasado a propósito de los 25 años de la reforma constitucional gestada en el Pacto de Olivos reflexionábamos acá, y decíamos: "Aquella reforma se pensó con aires refundacionales para la posteridad, consagrando en esa perspectiva los límites y repartos de áreas de influencia entre un peronismo travestido en neoliberal que se soñaba protagonizando una larga hegemonía (tal como el macrismo, hoy de salida), y un radicalismo que institucionalizaba su rol de "custodio de las instituciones" y contrapeso "republicano" de ese peronismo; como también hoy -y siempre, inmunes al contexto y sus cambios como son- se piensan a sí mismos muchos radicales.

Pero en el medio pasaron cosas: la implosión del modelo de la convertibilidad cuando la UCR en el poder asumió la obligación de gestionarlo y sostenerlo con respirador artificial, la mega crisis del 2001 cuando las instituciones fueron puestas en máxima tensión, y el advenimiento de los dos hechos novedosos de la política argentina, post crisis: el kirchnerismo primero, y el macrismo después; impactando en ambos casos sobre las dos fuerzas del bipartidismo tradicional que parieron la reforma, y accediendo en ambos casos a la conducción del Estado nacional.

De modo que las dos fuerzas (más que sus dos líderes de entonces) que hace 25 años dieron vida a aquella "Moncloa criolla" ya no existen como tales, con los contornos y sobre todo el poder y la influencia que en aquel momento tenían, y aspiraban a conservar en el tiempo a través de la reforma; y su idea recurrente de plantear otro pacto similar choca de frente contra la persistencia social de la "grieta", el clivaje peronismo-antiperonismo; que está más vivo que nunca por una razón muy sencilla: cuando el peronismo tiende a parecerse más a sí mismo (como sucede desde el kirchnerismo para acá), el antiperonismo lo rechaza de un modo visceral, obturando toda posibilidad de acuerdo o entendimiento.

El nuevo gobierno que sucederá a Macri tendrá múltiples tareas urgentes que encarar desde el primer día, considerando el desastre económico y social que herederá; y seguramente entre ellas no estará encarar la reforma constitucional, y hasta un punto es lógico que así sea: los problemas del país no son culpa de la Constitución, aunque sí del neoliberalismo y sus ideas, que en buena medida sobreviven en ella. No olvidemos que hace 25 años y durante la reforma, Cavallo tuvo un rol protagónico como censor externo a la Constiuyente, para garantizar que no se cometieran "desbordes" en la letra del texto, que alteraran el credo económico y social que por entonces presidía el gobierno del país; y que no es ni más ni menos que el núcleo duro de ideas que vertebra el plan de saqueo de la Argentina, que Macri viene ejecutando desde diciembre del 2015.

Pero insistimos, cuando las condiciones políticas lo permitan, la reforma de la Constitución Nacional (incluso para dar marcha atrás en muchos aspectos controversiales de la reforma de la que se cumplen 25 años) es uno de los debates políticos pendientes, que nos debemos los argentinos. Para adaptar el traje (la Constitución) a un cuerpo que ha cambiado mucho desde entonces, y para el que ya no se adapta, peor aun si se le hicieron remiendos -como pasó- al texto de 1853; en un contexto político que ya no existe.".

Si se analiza la conducta de la UCR con posterioridad al Pacto de Olivos y la reforma gestada en su consecuencia, en especial a partir del 99' cuando llegan al gobierno de la mano de De La Rúa, se entenderá por qué Alfonsín "gastó toda la pólvora" del pacto en reforma institucionales cosméticas, que no modificaban en nada el modelo económico social gestado por el menemismo, sostenido por la Alianza ("conmigo un peso un dólar") y vuelto a ejecutar con Macri, con la UCR integrando la coalición de gobierno. Era porque en realidad lo que cuestionaban del menemismo eran las formas, y no el fondo, la corrupción y no los efectos sociales y económicos de su modelo.

Recordemos por ejemplo que, en tiempos kirchneristas y sin remitirnos a su connivencia en el desastre macrista, la UCR votó en el Congreso en contra de la recuperación de los activos de las AFJP y la liquidación de la jubilación privada, la recuperación de Aerolíneas Argentinas o la ley de medios; todas medidas que ellos mismos habían pedido llevar adelante, cuando gobernaba Menem. Eso marca a las claras que más allá de los alineamientos partidarios, hay nudos de intereses que condicionan a la política, en función de las cuales las fuerzas políticas -salvo "anomalías", como el kirchnerismo- actúan.

Cuando se habla de discutir una reforma constitucional, siempre se dice "que no es el momento", y se señalan las urgencias de la hora. Sin embargo, la reforma de 1994 fue aprobada a solo cinco años de la hiperinflación, a cuatro años del último alzamiento carapintada y cuando el modelo de la convertibilidad ya empezaba a mostrar sus secuelas sociales; y precisamente por esa misma razón esa reforma tuvo por objeto sacralizar (por acción u omisión) en el texto constitucional, ese modelo.

De hecho, cuando el poder económico de entonces (que es el mismo de hoy) advirtió que ese modelo no corría riesgos con la reforma (de garantizar eso de ocupó precisamente Cavallo), ésta dejó de interesarle, porque la entendió como distracciones de los políticos, que ocupaban el tiempo en esos menesteres, mientras ellos manejaban el país. Muy distinto hubiera sido la cosa (y lo sería hoy) si una reforma constitucional decidiera incursionar en temas espinosos como la regulación del sistema financiero, los servicios públicos o el comercio exterior; solo por mencionar alguno. Ni hablar si a algún peronista nostalgioso se le ocurriera reivindicar algunos de los tópicos de la Constitución de 1949.

Y no se trata simplemente de obtener los consensos políticos necesarios para sumar en el Congreso los votos que la propia Constitución exige para viabilizar su reforma, o la mayor o menor legitimidad de los gobernantes: ni siquiera con la reforma de 1994 Menem (que ganaría las elecciones del año siguiente en primera vuelta) llegaría a los guarismos electorales de Cristina en el 2011, o a la diferencia que la separó a ella de sus competidores en las dos oportunidades en que fue electa: y sin embargo una no pudo siquiera proponer una reforma constitucional, y el otro la logró con fritas.

Las reformas estructurales "posibles" y "perdurables" no tienen tanto que ver, entonces y en nuestras democracias condicionadas por el capitalismo, con los consensos políticos o el peso electoral, sino con sus contenidos: cuando la arquitectura jurídica de las normas del Estado en cualquier rango (incluidas las de la Constitución) tutela los intereses del poder económico, entra a jugar la "seguridad jurídica", están talladas en piedra y nos las puede tocar nadie porque "corren riesgo las instituciones y el Estado de derecho". Pensemos por ejemplo en las regulaciones actuales del sistema financiero, o los servicios públicos.

Por el contrario, cuando se quiere avanzar en algún sentido que implique afectar en parte siquiera esos mismos intereses, el Estado, la política, se ven impedidos de ejercer incluso aquellas prerrogativas que la propia Constitución les reconoce: pensemos en la fallida expropiación (algo prevista en la Carta Magna ya desde 1853) de Vicentín, o el peregrinaje judicial de la ley de medios, en el gobierno de Cristina.

Como el mismo Aronskind apuntaba tiempo atrás en una nota en "El cohete a la luna", cada paso del neoliberalismo por el poder formal del Estado (sea por intermedio del poder militar, o mediante elecciones) nos hace retroceder cada vez más en el nivel de vida de las mayorías nacionales, los derechos de que gozan, y nuestra cohesión e integración social. Y cada proceso posterior en el que las fuerzas nacionales y populares vuelven a ese poder formal es más trabajoso en la restauración de lo dañado, y los avances son menores, o más costosos.

Romper ese círculo vicioso requiere audacia y no tanto cálculo especulativo sobre correlaciones de fuerzas (que en la dinámica extrademocrática del capitalismo puro y duro siempre serán desfavorables), o momentos oportunos, menos en países en crisis permanentes como el nuestro; fruto también de nuestro particular modelo de desarrollo capitalista periférico y desequilibrado. 

Y la audacia es, en este contexto, un reaseguro permanente de la gobernabilidad futura: contra la creencia instalada, las concesiones permanentes al sentido común instalado (que es de la derecha, creadora y defensora en tanto beneficiaria del status quo), terminan erosionando a diario esa gobernabilidad que se quiere asegurar, concediendo.

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