No, no se trata de una noticia vieja. O de una demasiado nueva, como si la nena perdida hubiera vuelto a aparecer. Maia apareció, si, por suerte sana y salva. Para volver a desaparecer de las radios, del prime time televisivo, de los portales de noticias.
Como estaba antes de su desaparición, que los medios convirtieron en telenovela en tiempo real, para explotar sensibilidades, y desnudar hipocresías. Maia seguramente volverá a desaparecer de nuestras vidas, como desaparecen a diario tantas Maias, a lo largo y lo ancho del país. Porque elegimos hacerlas invisibles, de tanto no mirarlas.
Pretendiendo que si no las vemos, o hacemos como que, no existen. Y seguimos con nuestras vidas, con más o menos culpas o cargos de conciencia por las miserias, la pobreza, el abandono, el desamparo de todas las Maias, sus familias, sus afectos.
Por su falta de futuro y perspectivas, pero también por sus apremiantes carencias diarias, porque para las Maias del mundo la simple existencia es desde la cuna una pelea cotidiana dura y despareja por asegurarse aquello que muchos tenemos desde que nacimos, o quizás nunca sentimos que nos faltara: un techo para guarecerse, una cama donde dormir, un plato de comida.
No hablemos ya de atender la educación, o cuidar la salud: para muchas personas en nuestro país, que carecen de lo imprescindible, esos son lujos inaccesibles y desconocidos.
La desaparición de Maia por tres días desnudó -una vez más el festival- nacional de hipocresía al que asistimos cuando pasan estas cosas: gente que de golpe sigue obsesionada el culebrón televisivo que plantean los medios y celebra el final feliz, como si realmente le importasen Maia, y todas las Maias del mundo.
Cuando quizás a diario les cierran la puerta en la cara, les niegan las sobras de la comida -como le negaron pan del día anterior en una panadería por la que pasó-, o peor aún, las culpabilizan por su propia desgracia. "estos negros de mierda, lo único que hacen es tener hijos que no pueden mantener", "viven así porque no quieren trabajar", "se embarazan para cobrar el plan", y cosas por el estilo.
Cosas que escuchamos todo el tiempo, y hasta a veces a fuerza de tanto escucharlas, las terminamos repitiendo casi sin darnos cuenta; como si fueran argumentos de peso que cierran la discusión, de una buena vez, y para siempre: son pobres y desamparados porque quieren, y no porque una sociedad injusta los arrojó a la miseria y la desesperación.
Ojalá el caso de Maia sirviera para visibilizar la pobreza, y mejor aun, para que nos hiciéramos cargo en serio de ella. La pobreza estructural, profunda, permanente, del que nada tiene y nada espera. Pero permítasenos ser escépticos: todo indica que hoy, mañana, Maia desaparecerá de nuevo de las pantallas, y en consecuencia de nuestras preocupaciones; y su vida y las de los que padecen lo que ella, dejará de importarnos.
Volveremos a zambullirnos en nuestras preocupaciones cotidianas, que por cierto no son pocas. Lo haremos nosotros, lo harán los medios, lo hará el Estado, las instituciones, la política. Ojalá que no. Quisiéramos creer que no. Y más allá de lo que creamos, todos, como sociedad, necesitamos que no sea así.
Porque las Maias del mundo existen no por una decisión personal o familiar, sino como la lógica consecuencia de un orden social y económico injusto, que termina degradando a la condición humana, pero del cual otros -generalmente los menos- se benefician: alguien dijo alguna vez que la mejor forma de hablar de la pobreza, es hablar de la riqueza. Como se construye, como se genera, cuantas Maias va dejando en el camino.
Cuestiones duras, espinosas, incómodas, que nos interpelan en lo personal y en lo social. Pero que alguna vez deberemos abordar con el mismo entusiasmo, preocupación o sensibilidad -real o fingida- con el que seguimos durante estos días la saga mediática de lo que pasó con Maia.
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