Por Raúl Degrossi
Después de una semanas de ostracismo (impuesto por el electorado el 14 de agosto), volvió Carrió con todo; denunciando un nuevo Pacto de Olivos entre el gobierno y Binner para reformar la Constitución, y permitir en el 2015 otra reelección de Cristina, disfrazada bajo la adopción del sistema parlamentario.
Es obvio que la intención de la pitonisa naranja es limar las chances de Binner de crecer de cara al 23, pero sus operaciones son como las del profesor Neurus: tan intrincadas y complicadas que generalmente por eso, terminan fallando. Y conste que quien esto escribe es un ferviente admirador de Neurus, injustamente relegado al lugar del ridículo por García Ferré en beneficio de Hijitus, un completo insoportable.
Pero Carrió habla, y como bien destaca acá Gerardo, logra que todos giren alrededor de sus delirios: desde Macri hasta Alfonsín, pasando por Binner, todos se apresuraron a desmarcarse del pacto, que sólo existe en la imaginación de la chaqueña; algo tan serio como discutir sobre la existencia del viejo de la bolsa.
Curioso lo de los radicales: Alfonsín dice que no haría jamás un pacto con el kirchnerismo porque no confía en que respete las instituciones, pero no tuvo ningún problema en pactar con el menemismo residual de De Narváez, y consentir que le sea infiel con otros candidatos, pero eso sí: solo con uno por día, eh.
Por otro lado, si yo fuera radical, omitiría prolijamente por estos días toda mención a la intransigencia para negociar, para evitar las comparaciones que siempre son odiosas: los radicales no tuvieron intransigencia con Menem en el Pacto de Olivos (claro que con papá, y no Ricardito, haciendo todo lo contrario pero con el mismo argumento: inmolarse por las instituciones, y el tercer senador); ni con Duhalde, para terminar de tumbarlo al tambaleante De La Rúa, e imponer la mega devaluación con pesificación asimétrica que reclamaban Clarín, Techint y Pérez Companc.
Por el contrario, estamos viendo por estos días el spot de campaña de Ricardito con los "20 senadores" -que en realidad son 15-, todos obtenidos gracias al Pacto de Olivos; y serían intransigentes para pactar con Cristina, que eliminó las AFJP (inventadas por Menem), y aprobó la ley de medios; que posibilitará desmantelar las casi 300 licencias de Clarín. Son interesantes a veces los límites del republicanismo.
Los radicales (incluyendo a Carrió, que viene de ese palo) y fuerzas afines como el socialismo, tienen cierta pulsión (compartida con algunas izquierdas latinoamericanas) por el fetichismo constitucional, un reduccionismo que pretende explicar la complejidad de los procesos políticos por las puras formas institucionales; o desvelarse por encontrarle cauce en ellas a fenómenos que son más complejos, como el liderazgo político.
Un ejemplo histórico: caído Perón en el 55´, los partidos opositores nucleados en la Junta Consultiva impulsaron el sistema proporcional D´Hont en el 57´ con el propósito de repartirse el caudal electoral del peronismo soñando con su desaparición; una ilusión sostenida obtusamente durante 18 años, como quedó demostrado apenas se levantó la proscripción.
Todos los presidentes argentinos tuvieron los mismos atributos constitucionales, la diferencia está en como los usaron: comparemos por caso a De La Rúa -elegido con más del 48 %- con Kirchner, que asumió con apenas el 22 %, Menem bajado del ballotage y la Corte Suprema extorsionándolo; y eso solo nombrando la oposición de factores institucionales que figuran en la Constitución escrita.
Cristina fue elegida con el 46 % (casi las mismas cifras de De La Rúa) y tuvo que pelear durante todo su mandato para que se respete la Constitución Nacional: al país lo gobierna el presidente, no los medios, el campo o el Banco Central -que ni siquiera figura en la CN- autónomo.
El presidencialismo es -quizás junto al federalismo- el único rasgo genuinamente nacional de nuestra Constitución, y el que más tributa a nuestra tradiciones políticas; y suele ser el más valorado electoralmente, como lo demuestra el 50,24 % de Cristina en las primarias; de modo que agitar ahora el fantasma de la re-reelección es una torpeza política mayúscula: la idea tendría un alto consenso social.
Y el parlamentarismo -como el que, por caso, plantea Binner en su plataforma- en la Argentina sería un absoluto disparate; algo para que se entretenga Zaffaroni (cuyo genio como penalista está a la altura de sus divagues como politólogo), como se entretuvo Alfonsín en la reforma del 94´ introduciendo el Jefe de Gabinete; un engendro inocuo en términos de atenuación del poder presidencial, del que Menem -si pudiera acordarse- se reiría con ganas. Esta parte no se la cuenten a Alberto Fernández, porque se podría deprimir.
El gobierno de Duhalde tuvo de parlamentario sólo el origen: gobernó casi un año y medio a fuerza de DNU (batiendo los récords en la materia, midiendo cantidad por tiempo de mandato) leyes de emergencia y facultades delegadas (las que el Grupo A le negó a Cristina el año pasado), con escasísimas leyes surgidas del acuerdo en el Congreso; entre un puñado, la de protección de bienes culturales que salvó a Clarín de la quiebra y de ser dominado por capitales del exterior.
Un ejemplo que demostraría que las diferencias entre un sistema parlamentario y uno presidencialista no serían tantas como sostienen los teóricos: hay quienes sacaron pingües beneficios bajo los dos, del mismo modo que con gobiernos dictatoriales (Papel Prensa, la estatización de la deuda privada) o democráticos, como la derogación del artículo 45 de la ley de radiodifusión de la dictadura, para que un diario pueda, por ejemplo, tener una radio o un canal de televisión; o la prórroga de las licencias por 10 años, por DNU.
Además es falso -como dice Binner- que el parlamentarismo no permita la reelección indefinida, todo lo contrario: Tatcher, Felipe González y ahora Berlusconi gobernaron y gobiernan mientras sus partidos o alianzas tengan mayoría en el Parlamento, para lo cual obviamente tenían y tienen que ganar elecciones.
Plantear el parlamentarismo en un sistema político en crisis y que se está reconfigurando después de la implosión del 2001, y cuando recién comienzan a verse los efectos ordenadores de la reforma política del 2009, es como mínimo un absurdo.
Sería además la forma más segura de alentar el transfuguismo (borocotización que le dicen) y la proliferación de pymes parlamentarias conformadas por uno o dos diputados, dispuestos a arrimar un voto -nada menos que para formar o no gobierno- a cambio de un puñado de contratos, o el aliento a algún proyecto de glorietas culturales, como el de Fernando Iglesias. No es casual que forma parte de la plataforma del FAP, una cooperativa de monotributistas políticos, en busca justamente de expandir su mercado de contratos.
Como bien señalaba Wainfeld en su columna de Página 12 de ayer, en un sistema parlamentario el gobierno hubiera cambiado de manos tras el voto no positivo de Cobos en la discusión la 125; siempre que el Grupo A se hubiera podido poner de acuerdo: hace pocos días Bélgica logró formar gobierno tras quince meses de intentos fallidos; y la oposición fracasó (una vez más, y van) esta semana en el Congreso, cuando no consiguió quórum para tratar el aumento del mínimo no imponible del Impuesto a las Ganancias.
Imaginemos por un momento todas estas alquimias institucionales cuando -desde la misma oposición y los medios hegemónicos que les dan letra- se plantea que el país no está blindado frente a la crisis internacional, y más tarde o temprano nos impactará. Poco importa a los fines del análisis si se trata de algo real, o de una expresión de deseos.
La denuncia de Carrió explica en buena medida su tremendo poder auto-destructivo: plantear hoy -a menos de dos semanas de las elecciones- un escenario de triunfo del kirchnerismo en el lejanísimo 2015, es de una torpeza mayúscula: no se podría encontrar un mejor aliciente para que la ya menguante tropa propia se decida a abandonar el barco.
Y es completamente funcional al gobierno: cuando Carrió denuncia el pacto re-reelecionista contribuye a alejar en el tiempo el fantasma de la pelea dentro del peronismo por la sucesión de Cristina; introduciendo lo que a Zuleta Puceiro le gusta llamar una ficción ordenadora. Para decirlo más fácil: un placebo para entretener a la muchachada (Urtubey, Scioli, Capitanich), y que no se dedique a rosquear por anticipado.
Por otro lado discutir (aun en el plano de los delirios mesiánicos de Carrió, y sobre todo en ese plano) ya dan por sentado que la crisis internacional no afectará al país: es como decir a los cuatro vientos que no habrá "efecto Atocha" ni antes ni después de las elecciones, ni durante todo el segundo mandato de Cristina.
¿O acaso alguien en su sano juicio (lo que excluye a Carrió, obviamente) puede pensar que se pueda armar una ingeniería re-reelecionista de Cristina para el 2015 si la crisis golpeara de lleno?
No me animaría a decir que -enzarzándose en la discusión propuesta por el trueno naranja- la oposición ha desperdiciado la última bala de plata que le quedaba de cara a sostener sus ya módicas expectativas de cara a octubre, porque la cosa no da para tanto.
Apenas diré que, para variar y como ha sido una constante del 14 de agosto para acá, se pegaron otro helado más en la frente.
Hay que dejar que la gorda hable. La naranja mesiánica es un agente encubierto K. Cada vez que abre la boca, es para comer o para restarle más votos a la oposiciòn.
ResponderEliminarFuerza Lilita !
El Colo.