Un presidente que llegó al poder por un golpe palaciego y
gobierna jaqueado (él y buena parte de su gabinete) por denuncias de
corrupción, logra hacer aprobar entre gallos y medianoche una reforma laboral
que implica un retroceso de un siglo en los derechos de los trabajadores, por
un Senado cuyos integrantes están en su gran mayoría también sospechados o
procesados por actos de corrupción.
Con apenas horas de diferencia,
un juez condena por presunto hechos al dirigente político más popular del país,
que encabeza cómodamente todas las encuestas de intención de voto para las
próximas elecciones presidenciales; y lo inhabilita por el doble de tiempo para
ejercer cargos públicos, proscribiéndolo así -si el fallo se confirma- para esa
competencia.
Lo sucedido en Brasil refleja -en
un espejo tan gigante como el tamaño del país- las insalvables contradicciones
entre el neoliberalismo y la democracia: mientras profundiza un plan económico
y social de exclusión y recorte de derechos para las grandes mayorías populares, de un modo que no hará sino sumar más inestabilidad al ya convulsionado proceso
político del país, ocluye a través de su brazo judicial la posibilidad de que
ese proceso tenga una salida política en clave de legitimidad democrática.
El proceso de los gobiernos del
PT en Brasil -comparado con los 12 años del kirchnerismo en la Argentina- puede
ser caracterizado sin dudarlo como de un reformismo más tibio y moderado que
acá: tanto Lula como Dilma eligieron no disputar la renta agropecuaria, ni
confrontar con el poder mediático o la usura internacional, y ni siquiera
esbozaron algo parecido a una reforma de la justicia.
El propio Lula se decía a sí
mismo que él jamás hubiera pensado que poner un plato de comida en la mesa de
los más pobres despertara tanto odio en los que tiran montones de comida que
les sobra a la basura, todos los días. Pues bien: la respuesta le vino en forma
brutal, porque esa gente ni siquiera eso -que es lo elemental- tolera, y se
vuelve sobre el que lo hizo en clave de revancha social, y con profundo odio de
clase.
Las dictaduras militares
latinoamericanas de los 60’
y 70’
surgieron como respuesta brutal de los capitalismos periféricos a la radicalización de
las opciones políticas, y cuando se produjo su crisis por inviabilidad política
y social (no se puede gobernar indefinidamente apoyado en las bayonetas,
mientras se hambrea a las mayorías haciéndolas retroceder en su nivel de vida)
justamente por combinar autoritarismo con políticas neoliberales, colapsaron
más como consecuencia de esa inviabilidad, que por una toma de conciencia y
consecuente organización popular colectiva que las desalojara.
En esas condiciones, los procesos
políticos de América Latina parieron democracias débiles, condicionadas en sus
posibilidades y expectativas de transformación, con los poderes fácticos
ganando crecientemente terreno y autonomía frente a las instituciones
políticas. Ya no necesitaban de los tanques para imponer condiciones, porque
tenían a la mano herramientas tanto o más poderosas para conseguirlo: los
golpes de mercado, la fuga de capitales, la inflación, el desabastecimiento,
los lock outs y últimamente, el linchamiento mediático o los carpetazos judiciales.
Cuando el neoliberalismo en acto
(es decir, gobernando directamente por sí, o imponiendo su agenda al que gobernase)
se volvió a tornar inviable, esos procesos seudo-democráticos implosionaron,
dando lugar a la llegada al gobierno (que no necesariamente al poder) de los
movimientos populares y progresistas de la primera parte de éste siglo, en las
mismas condiciones de las restauraciones democráticas de los 80’: más que ganar
el gobierno se los tiraron por la cabeza, y compartimentado. En ese origen hay que buscar la explicación de muchas limitaciones, contradicciones y debilidades de esos mismos procesos populares para ir más a fondo.
Jueces, conglomerados de medios,
banqueros, empresarios “nacionales”, compañías multinacionales e incluso parte
del sindicalismo fueron campos minados donde no hubo voluntad o posibilidad
(según los casos) de avanzar en cambios profundos; y apenas las condiciones
macroeconómicas cambiaron, eso posibilitó el nuevo avance de las derechas, que
utilizaron y utilizarán sin prejuicios todos los medios disponibles para ocupar el poder en su plenitud:
elecciones, golpes económicos, agitación callejera, carpetazos judiciales,
acoso mediático o intrigas parlamentarias.
Una derecha que de “nueva” tiene
poco, tirando a nada, y de democrática solo la decisión de articular protestas
políticas para presentarse a elecciones, por si las moscas: si ganan (como
Macri) interpretará el resultado como un cheque en blanco para imponer su
programa a como dé lugar, y procurará la desaparición de toda disidencia, por las buenas
o por las malas
Y si pierde (como pasó en la
primera década del siglo en la mayoría de los países del continente) intentará
por todos los medios condicionar, erosionar o destituir al orden democrático,
sobre la base de la idea matriz del neoliberalismo: su racionalidad es la única
posible, con prescindencia de los resultados electorales, y aun de la propia
alternancia política formal.
No solo vacían de sentido a la
democracia en esa dimensión, sino en su despliegue y profundidad concretos.
Como estamos viendo en la Argentina de Macri, la del neoliberalismo es una
democracia en la que no hay lugar para la protesta social, el sindicalismo, los
derechos laborales, los jueces que los tutelen o los convenios colectivos, ni
para las políticas de protección social: todo debe ser sacrificado ante el
altar del pensamiento único, que lo único que ha demostrado hasta acá es su
inviabilidad histórica, política, social y económica en cuanto lugar se han
ensayado sus soluciones; en América Latina y en el mundo.
Precisamente allí radica lo más
profundo de la matriz autoritaria del neoliberalismo: en su absoluta
incapacidad de rectificación, su terquedad obsesiva en insistir con las mismas
fórmulas de siempre aunque cambien los contextos políticos, sociales o
económicos en los que deben aplicarse, y aunque se trate de países distintos,
con tradiciones culturales y políticas distintas: el libreto es siempre el
mismo, las soluciones son conocidas, el final está cantado desde el principio. Tan duro y cerrado en sí mismo como el espesor de los intereses que defiende y representa.
Acorralan a la democracia en su
sentido último (es decir, ni mas ni menos que el gobierno del pueblo) en nombre
de los valores de la república, en los que no creen (si no, preguntarle a Gils
Carbó), de una honestidad que nunca practicaron (en tanto son los gobiernos de
la más profunda de las corrupciones: la de la “puerta giratoria” y los
“conflictos de intereses”), y de una “alternancia” que consiste en consentir que ocasionalmente cambien los intérpretes, a condición de que todos respeten la misma y única partitura.
Alguno podrá decir que no se
trata -ni más ni menos- que de la vieja contradicción entre capitalismo y
democracia; pero adviértase que es aun peor que eso: ninguno de los procesos
populares de América Latina de la primera década de éste siglo (ni siquiera el
chavismo en Venezuela, más allá de la fraseología) se planteó seriamente terminar
con el capitalismo como modelo de organización productiva. En la mayoría de los
casos no pasaron siquiera de planteos más o menos desarrollistas, sobre la base
del extractivisimo de los recursos naturales.
Simplemente trataron de discutir
la distribución social de los excedentes que ese modelo genera, y un piso
mínimo de derechos compatible con una verdadera sociedad democrática, pues
bien: volvamos a Lula y su pregunta sobre el plato de comida. Nada menos que de eso se trata todo esto, todo este -repetimos- odio de clase traducido en revancha social.
Pero el neoliberalismo insiste
(en Brasil, en Argentina, acá y allá, donde campea en el gobierno o amenaza
desde la oposición) en gobernar para el 5 % de la población, con la insólita
pretensión de que el 95 % restante acepte pasivamente -sin protestar ni
rebelarse- que eso es el estado natural de las cosas; y no se lo puede cambiar
ni siquiera votando. De hecho hoy y acá, en la Argentina, Macri y su gobierno
reclaman el voto para profundizar aun más el ajuste, y seguramente volverán a
utilizar a Brasil como modelo, en éste caso de regresión en el campo de los
derechos laborales.
Sin entender eso no se
comprenderá la naturaleza íntimamente perversa de su propuesta, que es
profundamente excluyente y antidemocrática, y por ende dispuesta desde siempre
a excluir, proscribir, expulsar, despedir y reprimir; esos verbos malditos que
lo medios que los apoyan no se animan A conjugar, ni a poner en la tapa de los
diarios o los zócalos de los noticieros.
Lo que no nos deja a nosotros otro camino que resistirla con toda la convicción y la energía posibles, y todos los medios que esa democracia que ellos no toleran pone a nuestra alcance. Sin medias tintas, sin "asimilaciones", sin "pactos de gobernabilidad" y sin concesiones; que luego -más tarde o más temprano- se pagarán caro.
https://radiocut.fm/audiocut/prontuario-no-hay-neoliberalismo-sin-traicion-gustavo-campana/
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ResponderEliminar¡El posteo del año!
Yo no veo la manera de eliminar la mafia de la corporación judicial sin algún tipo de pacto de gobernabilidad que abarque no a gente como Macri, por supuesto, porque son parte del problema, pero sí a muchos que lo votaron y a sus dirigentes. No hace falta que estemos de acuerdo en nada más que en crear un poder judicial serio. Los capitalistas que no son mafiosos quieren seguridad jurídica. Y nosotros queremos que las leyes progresistas no sean declaradas inconstitucionales porque no le gustan a Clarín. Por ahí algún día tendrá que venir el acuerdo. ¿No es este un posible sentido de la "Unidad Ciudadana"? Es más, se diría que la famosa "grieta" es fomentada de manera perversa por quienes no quieren tales acuerdos transversales.
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