miércoles, 20 de noviembre de 2019

NI A LA ESQUINA


Es posible que la brutalidad explícita de los hechos de Bolivia haya despabilado a más de uno, dando por tierra con la tranquilidad que le daba descansar en la certeza de que existían supuestos consensos básicos sobre las reglas de juego democrático, y hoy se están replanteando si es efectivamente así. Hay otros casos en los que no cabe hablar de sorpresa, ni de intentos de tomar distancia del fenómeno para analizarlo con equidistancia y objetividad: las múltiples piruetas dialécticas que algunos ensayan para justificar el golpe de Estado contra Evo Morales bajo el pretexto de “contextualizarlo” son torpes intentos de justificar a la vez sus posturas previas no solo con la experiencia de los gobiernos del MAS, sino en general de todos los procesos encabezados por fuerzas populares en la primera dećada de este siglo, en América Latina.

Sin que de modo alguno se la pueda comprender dentro de éste último grupo (en el que desfilan personajes como Santiago O’Donnel o Andrés Malamud), preguntarse sobre los reales alcances del compromiso democrático de las élites latinoamericanas como lo hace acá enEl Destape Ana Castellani, es, por ser suaves, bastante pavo.

En principio porque parece partir de omitir o desconocer  las reales condiciones en que se produjo la transición de los gobiernos dictatoriales a las democracias en la mayor parte de América Latina en los años 80’: no fue tanto la resultante del crecimiento de la resistencia social (que la hubo) al interior de cada autocracia, como la consecuencia de que los Estados Unidos tomaron conciencia de la inviabilidad histórica de regímenes de facto originariamente pensados para contener los avances de grupos radicales (reales, imaginarios o magnificados, lo mismo da) al amparo de la doctrina de la seguridad nacional; y al mismo tiempo estabilizar las situaciones políticas y económicas: no es casual que la implosión de las dictaduras latinoamericanas para dar paso a aperturas democráticas haya sido simultánea con la explosión de la crisis de la deuda de la región.

La válvula de escape a las tensiones acumuladas que encontró la potencia hegemónica en la región (que en breve lo sería en el mundo, por la caída de los “socialismos reales”) fue posibilitar el surgimiento de democracias condicionadas, con límites invisibles que no podían ser atravesados. Y a poco de andar, ya en los 90’, esos límites se hicieron explícitos con el set de políticas diseñadas en el Consenso de Washington, que se imponían como el único camino posible para todos los países de la región que debían reestructurar sus deudas.

En tanto esas políticas (las del Consenso de Washington) contaron con el más amplio apoyo de las élites locales en cada país de la región, es imposible no ver allí y ya en los orígenes de la transición democrática, los límites del compromiso de esas élites con la democracia como sistemas: el lema subyacente era “los dejamos votar para cambiar el gobierno, con la condición de que nunca cambien las políticas”. Visto en clave argentina, sin entender eso no se comprenden el final de Alfonsín, el brusco volantazo de Menem del “populismo folklórico” al neoliberalismo brutal, el final de De La Rúa y las concesiones draconianas que los principales grupos del poder económico le arrancaron a Duhalde en su gobierno provisional, como la pesificación de las deudas en dólares.

Lo dicho no supone ignorar que existieron errores (incluso groseros) de cada uno de esos gobiernos que determinaron el contexto en el que se fueron del poder, sino entender que, por encima y por afuera de la democracia formal, operaban entonces y siguen operando hoy, fuerzas para las cuales la democracia en sí como sistema, sustentado en la voluntad popular y en consecuencia y por definición cambiante e imprevisible, nunca fue un dato de la realidad a tener demasiado en cuenta, ni un obstáculo que se interpusiera en la defensa de sus intereses. 

No se pueden asombrar ahora algunos de que nuestras clases dominantes latinoamericanas (disculpen si usamos una terminología no tan boga, pero que entendemos más clara) vienen flojitas de papeles en términos democráticos, cuando acá mismo, en nuestro país, tuvimos ejemplos concretos de eso: el Grupo Clarín que le soltó la mano a Alfonsín (el “ustedes ya son estorbo” de Magnetto) y luego repitió los movimientos con Menem, Duhalde y Néstor Kirchner: mientras había obtenido la anuencia del gobierno de éste último para fusionar los cables y ampliar su dominio en el mercado de la comunicación audiovisual, pretendía condicionar la sucesión presidencial objetando la candidatura de Cristina, y a las pocas semanas de que se inaugurara su gobierno (al que accedió con un triunfo rotundo en primera vuelta), ponía todos sus fierros mediáticos al servicio del levantamiento agrogarca contra las retenciones móviles. Levantamiento que, recordemos, derivó en la implantación de un vicepresidente opositor al interior del Poder Ejecutivo, en el que todos los factores del poder económico veían por entonces el hombre providencial para una salida anticipada del gobierno de CFK; todo eso ante de la disputa por la ley de medios.

Sin que nos conste que este haya sido el caso de Castellani, recordamos sí que entonces muchos (algunos que hoy niegan que en Bolivia haya habido un golpe) ninguneaban a Horacio González y los intelectuales de Carta Abierta por advertir que con el conflicto del campo se instalaba en el país un clima destituyente. Y pasado el conflicto del campo (con el triunfo de las patronales, forzando en el Congreso votos en contra de los mandatos electorales recibidos), sobrevino la pelea por la ley de medios (aprobada por amplia mayoría en el Congreso, convalidada por la Corte Suprema); en la que Clarín apeló en defensa de sus intereses a todas las herramientas disponibles, sin excluir por ejemplo la colusión de intereses con los fondos buitres que demandaban al país en tribunales extranjeros, para bloquear los pagos de la deuda reestructurada.

Hay quienes tienen la tendencia de “escribir en difícil” para hacer pasar por hallazgos reflexivos extraordinarios constataciones de hechos que están a la vista de todo el que los quiera ver, y cierto escozor por llamar a las cosas por su nombre, disfrazado de duda conjetural. Eso sin contar que muchos han descalificado a los procesos populares de América Latina en los últimos años (y en especial al kirchnerismo) como paranoides conspirativos que veían amenazas a la democracia por todas partes, o pendencieros por naturaleza, siempre listos a meterse en conflictos innecesarios. La brutalidad de la derecha (en Bolivia, en Chile, en Ecuador, en Brasil, acá también, con Macri) para imponer o sostener sus privilegios de clase llevándose puestas a la democracia y las libertades si es necesario, debería llamarlos a la reflexión y a un silencio obsequioso, en lugar de seguir fungiendo de tirapostas.

Si no comprendemos claramente que nuestras clases dominantes jamás tuvieron nada parecido a “compromiso democrático”, estaremos naturalizando conductas profundamente antidemocráticas como el pliego de escribano a Kirchner, los sempiternos manifiestos de los coloquios de IDEA exigiendo a todos los gobiernos, en todos los tiempos, las mismas políticas, la apuesta del empresariado por Macri no en el 2015 sino ahora, en la etapa final de su gobierno y con el desastre producido a la vista (armando un grupo de Whatsapp para influir en favor de su reelección, siendo como fue el menos democrático de todos los gobiernos democráticos), o la pretensión (puesta por escrito) de la AEA y el Foro de Convergencia Empresarial de que Alberto Fernández mantenga en  su gobierno en puestos claves a funcionarios del macrismo derrotado en las urnas: para entender que allí no hay nada de compromiso democrático no hacía falta irse a Bolivia, o que muriera gente.

Pero volviendo a Castellani, si su análisis va de lo obvio a lo flojo, termina derrapando en la solución propuesta ante la constatación de que las élites no serían todo lo democráticas que se pensaba: “ampliar las bases de sustentación, no quedando atrapados en la grieta”. Porque ahí uno entra a dudar si realmente capta entre quienes es la grieta real, la que incide en la estabilidad de todos los gobiernos, incluso el que viene y aun no comenzó, pero sobre el cual vienen ejerciéndose presiones desembozadas desde su triunfo en las PASO, hace tres meses.

La grieta es de intereses, y también de convicciones democráticas, entre los que apuestan a defender los suyos con los instrumentos que brinda la democracia (en especial pero no solamente, el voto), y los no vacilaron ni vacilarán nunca en defender los suyos con todas las armas a su alcance, dejando de lado la democracia si molesta. Daría la impresión (podemos equivocarnos) que Castellani supone que la grieta es un fenómeno folklórico de ribetes futbolísticos, propio de las “minorías intensas” (concepto éste con el que desde la “academia” se pretendió descalificar al kirchnerismo), y respecto del cual la mayoría de los ciudadanos son meros espectadores, que no participan.

Ampliar las bases de sustentación de un gobierno (en un sentido más amplio, solidificarlo) requiere por el contrario profundizar la grieta real, afectar intereses, tener la decisión de utilizar los resortes institucionales del Estado para redistribuir riqueza, ampliar o sostener derechos, modificar el modelo productivo, administrar las divisas en función de prioridades o terminar con el desangrado de los recursos públicos a través de la fuga de capitales o la evasión y elusión impositiva; solo posible por el poder de lobbies corporativos que bloquean todo intento de establecer un sistema tributario sobre bases más progresivas.

Cediendo, conciliando, admitiendo poderes de lobby extra-institucionales para torcer el sentido del voto popular en aras a “comprar gobernabilidad”, el final es cantado, y no será otro que el de Dilma Rousseff. Los modos que se empleen para llegar allí (golpe parlamentario, golpe de mercado, golpe tradicional) son secundarios al objetivo, y el credo de las clases dominantes podría expresarse en estos términos: “Creo en la democracia si no tengo más remedio que aceptarla, y en tanto sirve a mis propósitos. La condiciono cuando no hace lo que quiero, la destrozo si avanza sobre mis privilegios.” Hoy y siempre.

Por eso decimos que la pregunta de Castellani (¿hasta donde  llegan las convicciones democráticas de las élites en América Latina?) es bastante boba, y la respuesta es muy sencilla: ni a la esquina. Y entenderlo es un insumo indispensable para hacer política sin morir aplastado en el intento, por la dinámica de funcionamiento de esas mismas élites. Tuit relacionado:

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