Por Raúl Degrossi
El azar del cronograma electoral
de 1983 -confeccionado de apuro por la dictadura en retirada tras la derrota en
Malvinas- quiso que la reinstauración de la legalidad democrática coincidiera
con el Día Universal de los Derechos Humanos; y ambas ideas quedaron desde
entonces vinculadas a los fines conmemorativos, aunque siempre lo estuvieron
desde el punto de vista conceptual: no hay democracia sin plena vigencia de
los derechos humanos fundamentales.
Sin embargo a partir de esa
coincidencia, en estas casi tres décadas transcurridas desde la vuelta al
imperio pleno de la soberanía popular (hecho que -suele olvidarse- es el que
hizo posible la reconquista de las demás libertades perdidas), los términos del
debate político y la propia experiencia de construcción democrática fueron
anclando diferentes sentidos de lo que es la democracia, y de lo que son los
derechos humanos; o cual es su verdadera significación.
Sentidos que quedaron expresados
visualmente en la forma en que se apropiaron del espacio público los que se
manifestaron en los cacerolazos del 8N, o los que fueron a celebrar a la Plaza
de Mayo el último domingo: hay diferencias de gestualidades, de motivaciones
para salir a la calle, de tono de los discursos; que expresan diferentes ideas
sobre la democracia y los derechos humanos; además de una lectura diferente de
lo que pasa en el país.
La protesta social y su expresión
en el espacio público es una muestra de vitalidad democrática (algo que los
propios caceroleros deberían aprender, para no desacreditar a otros que
intentan hacer lo mismo); pero no toda protesta construye un sentido de
progresividad en la democracia, y en la vigencia de los derechos humanos.
Y si bien en una sociedad
democrática es común la protesta (porque la plena vigencia de las libertades
públicas da cauces para expresarla), no lo es tanto la celebración; como se
mostró en los festejos del domingo pasado, o -más atrás en el tiempo- en las
celebraciones del Bicentenario: esas multitudes jubilosas dan cuenta de otro
humor social, que no registra muchos antecedentes en los tiempos de
restauración democrática.
El debate político está cruzado
hoy por quienes acusan (de un modo más o menos eufemístico) al gobierno de ser
una dictadura ; y quienes dicen que el gobierno es víctima de maniobras
desestabilizadoras (en los últimos días, desde el seno mismo del Poder
Judicial); en el primer caso se pone el acento en el discurso republicano
(división de poderes, alternancia en los mandatos), y en el segundo en la
legitimidad que emana de la voluntad popular: dos tradiciones políticas que
conviven en la idea de la democracia, y en nuestra historia como país.
Sin embargo y mal que les pese a
los caceroleros y a no pocos dirigentes opositores al gobierno nacional, las
libertades públicas (aun las tradicionales, de cuño liberal, plasmadas en la
Constitución original del 53’) imperan en la Argentina con absoluta amplitud, y
negarlo es un acto de profunda deshonestidad intelectual.
No se puede decir lo mismo del
otro lado, en lo que hace al respeto irrestricto del principio fundante de la
democracia (en términos de causalidad histórica, comprobable en la propia
experiencia argentina); que es la soberanía popular: es sintomático que en poco
más de una década el país haya pasado del “que se vayan todos” de diciembre del
2001, que impugnaba globalmente a la política, a dos elecciones presidenciales
con más de un 80 % de participación del padrón, y con resultados contundentes
en ambos casos, en términos de ratificación de un rumbo de gobierno.
En democracia no hay (o no
debería haber) contradicción entre plena vigencia de las libertades públicas, y
respeto por el principio de soberanía popular; algo que el peronismo vino
procesando en años de experiencia democrática; pero que desde otras tradiciones
políticas (no necesariamente expresadas en partidos formales) parece costoso de
digerir.
En la celebración “paralela” a la
del domingo en la plaza, el presidente de la UCR decía que vivimos en una
democracia incompleta, lo que en abstracto podría compartirse, a condición que
se exprese con claridad que es lo que le falta para completarse; y -sobre todo-
que la frase no sea un subterfugio para deslegitimar, de un modo directo o
indirecto, la clara expresión de la voluntad popular expresada en las urnas, hace poco más de un año.
Es complejo hablar de democracia
incompleta en un proceso político signado por la constante ampliación de
derechos, acorde con la evolución cultural de la sociedad que dinamiza la
propia construcción democrática colectiva, y por la reconstrucción de otros
pisoteados en la noche neoliberal; recomponiendo progresivamente los estándares
de protección social que hicieron a nuestro país una de las sociedades más
igualitarias de América Latina.
Resquemores republicanos de lado,
hay en esa crítica a nuestra actualidad democrática una concepción cosificada
de lo que es la democracia, que quedaría reducida al cumplimiento mecánico de
ciertas rutinas institucionales, o a la vigencia de ciertas libertades
tradicionales; rutinas que se cumplen y libertades que se respetan, por otra
parte.
Existe en ese discurso político
(que se retroalimenta en y con la protesta cacerolera, que es a su vez
expresión de una crisis de representación política) el riesgo cierto de
terminar, más tarde o más temprano, dando cabida a los bolsones del auténtico
autoritarismo antidemocrático; porque deja fisuras por las cuales colar el
discurso deslegitimador de la voluntad popular.
Protestar es democrático, y el
ejercicio de un derecho humano fundamental; pero hay en el tono de algunas
protestas la idea de que la democracia sólo corresponde a ciertas formas, y que
el avance hacia la conquista de nuevos derechos (cuando no es lisa y llanamente
cuestionado), implica sacrificar otros existentes; por eso la intemperancia de
algunos discursos, o la dificultad para contener las pulsiones a la violencia
entre algunos manifestantes.
Los que celebraban el domingo en
cambio no tienen todos sus problemas resueltos ni mucho menos (aunque muchos
hayan conquistado efectivamente derechos en estos años), sino perciben y
comprenden el sentido general de un proceso de cambios, que expresa una
concepción progresiva y dinámica de la democracia; que tiene que ver también
con las conciencia de las demandas pendientes de satisfacción, y con la confianza
de poder procesarlas en clave democrática.
Un proceso (conjunción y
simbiosis de políticas públicas, y cambios sociales) que le ha permitido a
nuestra democracia reconquistada ganar en intensidad y ampliar sus horizontes
para garantir derechos; y que sin quedarse anclado en la reparación histórica y
jurídica por las violaciones de los derechos humanos en el pasado (aunque la
vulgata dominante diga lo contrario), encuentra allí su fuente de legitimación
ética más profunda, para darle a esa democracia su sentido y contenido más
cabales.
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