miércoles, 12 de diciembre de 2012

DEMOCRACIA Y DERECHOS HUMANOS


Por Raúl Degrossi

El azar del cronograma electoral de 1983 -confeccionado de apuro por la dictadura en retirada tras la derrota en Malvinas- quiso que la reinstauración de la legalidad democrática coincidiera con el Día Universal de los Derechos Humanos; y ambas ideas quedaron desde entonces vinculadas a los fines conmemorativos, aunque siempre lo estuvieron desde el punto de vista conceptual: no hay democracia sin plena vigencia de los derechos humanos fundamentales.

Sin embargo a partir de esa coincidencia, en estas casi tres décadas transcurridas desde la vuelta al imperio pleno de la soberanía popular (hecho que -suele olvidarse- es el que hizo posible la reconquista de las demás libertades perdidas), los términos del debate político y la propia experiencia de construcción democrática fueron anclando diferentes sentidos de lo que es la democracia, y de lo que son los derechos humanos; o cual es su verdadera significación.

Sentidos que quedaron expresados visualmente en la forma en que se apropiaron del espacio público los que se manifestaron en los cacerolazos del 8N, o los que fueron a celebrar a la Plaza de Mayo el último domingo: hay diferencias de gestualidades, de motivaciones para salir a la calle, de tono de los discursos; que expresan diferentes ideas sobre la democracia y los derechos humanos; además de una lectura diferente de lo que pasa en el país.

La protesta social y su expresión en el espacio público es una muestra de vitalidad democrática (algo que los propios caceroleros deberían aprender, para no desacreditar a otros que intentan hacer lo mismo); pero no toda protesta construye un sentido de progresividad en la democracia, y en la vigencia de los derechos humanos.

Y si bien en una sociedad democrática es común la protesta (porque la plena vigencia de las libertades públicas da cauces para expresarla), no lo es tanto la celebración; como se mostró en los festejos del domingo pasado, o -más atrás en el tiempo- en las celebraciones del Bicentenario: esas multitudes jubilosas dan cuenta de otro humor social, que no registra muchos antecedentes en los tiempos de restauración democrática.

El debate político está cruzado hoy por quienes acusan (de un modo más o menos eufemístico) al gobierno de ser una dictadura ; y quienes dicen que el gobierno es víctima de maniobras desestabilizadoras (en los últimos días, desde el seno mismo del Poder Judicial); en el primer caso se pone el acento en el discurso republicano (división de poderes, alternancia en los mandatos), y en el segundo en la legitimidad que emana de la voluntad popular: dos tradiciones políticas que conviven en la idea de la democracia, y en nuestra historia como país.

Sin embargo y mal que les pese a los caceroleros y a no pocos dirigentes opositores al gobierno nacional, las libertades públicas (aun las tradicionales, de cuño liberal, plasmadas en la Constitución original del 53’) imperan en la Argentina con absoluta amplitud, y negarlo es un acto de profunda deshonestidad intelectual.

No se puede decir lo mismo del otro lado, en lo que hace al respeto irrestricto del principio fundante de la democracia (en términos de causalidad histórica, comprobable en la propia experiencia argentina); que es la soberanía popular: es sintomático que en poco más de una década el país haya pasado del “que se vayan todos” de diciembre del 2001, que impugnaba globalmente a la política, a dos elecciones presidenciales con más de un 80 % de participación del padrón, y con resultados contundentes en ambos casos, en términos de ratificación de un rumbo de gobierno.

En democracia no hay (o no debería haber) contradicción entre plena vigencia de las libertades públicas, y respeto por el principio de soberanía popular; algo que el peronismo vino procesando en años de experiencia democrática; pero que desde otras tradiciones políticas (no necesariamente expresadas en partidos formales) parece costoso de digerir.

En la celebración “paralela” a la del domingo en la plaza, el presidente de la UCR decía que vivimos en una democracia incompleta, lo que en abstracto podría compartirse, a condición que se exprese con claridad que es lo que le falta para completarse; y -sobre todo- que la frase no sea un subterfugio para deslegitimar, de un modo directo o indirecto, la clara expresión de la voluntad popular expresada en las urnas, hace poco más de un año.

Es complejo hablar de democracia incompleta en un proceso político signado por la constante ampliación de derechos, acorde con la evolución cultural de la sociedad que dinamiza la propia construcción democrática colectiva, y por la reconstrucción de otros pisoteados en la noche neoliberal; recomponiendo progresivamente los estándares de protección social que hicieron a nuestro país una de las sociedades más igualitarias de América Latina.

Resquemores republicanos de lado, hay en esa crítica a nuestra actualidad democrática una concepción cosificada de lo que es la democracia, que quedaría reducida al cumplimiento mecánico de ciertas rutinas institucionales, o a la vigencia de ciertas libertades tradicionales; rutinas que se cumplen y libertades que se respetan, por otra parte.

Existe en ese discurso político (que se retroalimenta en y con la protesta cacerolera, que es a su vez expresión de una crisis de representación política) el riesgo cierto de terminar, más tarde o más temprano, dando cabida a los bolsones del auténtico autoritarismo antidemocrático; porque deja fisuras por las cuales colar el discurso deslegitimador de la voluntad popular.

Protestar es democrático, y el ejercicio de un derecho humano fundamental; pero hay en el tono de algunas protestas la idea de que la democracia sólo corresponde a ciertas formas, y que el avance hacia la conquista de nuevos derechos (cuando no es lisa y llanamente cuestionado), implica sacrificar otros existentes; por eso la intemperancia de algunos discursos, o la dificultad para contener las pulsiones a la violencia entre algunos manifestantes.

Los que celebraban el domingo en cambio no tienen todos sus problemas resueltos ni mucho menos (aunque muchos hayan conquistado efectivamente derechos en estos años), sino perciben y comprenden el sentido general de un proceso de cambios, que expresa una concepción progresiva y dinámica de la democracia; que tiene que ver también con las conciencia de las demandas pendientes de satisfacción, y con la confianza de poder procesarlas en clave democrática.

Un proceso (conjunción y simbiosis de políticas públicas, y cambios sociales) que le ha permitido a nuestra democracia reconquistada ganar en intensidad y ampliar sus horizontes para garantir derechos; y que sin quedarse anclado en la reparación histórica y jurídica por las violaciones de los derechos humanos en el pasado (aunque la vulgata dominante diga lo contrario), encuentra allí su fuente de legitimación ética más profunda, para darle a esa democracia su sentido y contenido más cabales.

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