La editorial de La Nación de hoy (completa acá) está referida (supuestamente) a las reglas de apreciación de las pruebas en los procesos por delitos de lesa humanidad.
Supuestamente también nuestros tribunales, que están condenando estos últimos años a los genocidas (y comenzaron a hacerlo con sus cómplices civiles (como Jaime Smart, al que La Nación defendió en otras tres editoriales recientes) no cumplirían con los estándares internacionales, al no aplicar el princicpio de la "duda razonable", según el cual cuando la evidencia acumulada es insuficiente para probar la culpabilidad de alguien "fuera de toda razonable" (de allí el nombre), debe ser absuelto por la presunción de inocencia, y el principio "in dubio pro reo".
Claro está que la editorial (como podrán ver) no menciona ningún caso concreto de condenas por delitos de lesa humanidad en el país en que se diera la situación que marca el autor, porque lo que interesa es echar un manto de sospecha generalizada sobre todos los fallos judiciales que se vinieron sucediendo en las causas de lesa humanidad, en todos estos años.
Y para hacerlo más macabro aun, el falso garantismo de La Nación ejemplifica con el caso de los desaparecidos, justamente la metodología criminal y aberrante diseñada ex profeso por los genocidas para sustraer el cuerpo del delito, y asegurarse a futuro su impunidad.
Repugna a la conciencia que el diario que ensalzó y justificó la dictadura y sus métodos (por convicciones ideológicas, pero también por negocios concretos y redituables, como Papel Prensa), y que aportó a la maquinaria del ocultamiento (blanqueando por años ejecuciones masivas sin proceso alguno, bajo el trágico eufemismo de los "enfrentamientos") de los crímenes de la dictadura, pretenda erguirse ahora en un campeón del garantismo, para deslegitimar a la justicia de la democracia.
A esa misma justicia que -cuando no se trata de juzgar crímenes de lesa humanidad de la dictadura- defiende a capa y espada contra las supuestas intenciones del gobierno de llevársela puesta.
Por supuesto que la línea que fluye de la editorial no sorprende: es ni más ni menos que la continuación de la que expresa la defensa de los propios genocidas, desde las propias páginas de la tribuna de doctrina.
Primero (ya en los tiempos del juicio a las Juntas) fue el decreto de Luder, luego la idea de que el país vivía una guerra civil, que justificaba acudir a métodos extraordinarios, poniendo de lado las garantías constitucionales.
Luego vinieron los llamados a la reconciliación y el olvido, dejando atrás un pasado trágico para construir un supuesto futuro mejor: el caldo de cultivo necesario para cohonestar las claudicaciones de la propia democracia, como la obediencia debida, el punto final o los indultos.
Siguieron las apelaciones a cesar los revanchismos, confundiendo la estricta búsqueda de justicia por intermedio de las instituciones del Estado y los métodos de la Constitución, con una venganza personal inspirada en bajas pasiones.
Y en el medio, las mil y una apelaciones a la "memoria completa", los obituarios elogiosos a los genocidas que iban quedando en el camino, o las versiones cada vez más sofisticadas de la teoría de los dos demonios.
Justamente el caso Smart en la causa del llamado circuito Camps tuvo a La Nación en la primera línea de defensa (al igual que el procesamiento de Blaquier en la causa del apagón de Ledesma), instando a detener la cacería (o lo que ellos entienden como tal) antes de llegar a los socios y cómplices civiles de los asesinos de uniforme.
Claro que tanto empeño no es casual: la propia causa del circuito Campso orilla permanentemente el caso Papel Prensa y las como mínimo poco usuales circunstancias en que la familia Graiver se desprendió de la empresa, en beneficio justamente de La Nación y Clarín.
Y ése es el verdadero motivo de preocupación de ésta gente, no el garantismo, los mecanismos de apreciación de la prueba judicial o el correcto funcionamiento de los procesos.
Tienen miedo que Bartolomé Mitre (junto con su socio Héctor Magnetto) termine entre rejas, por aquéllos favores recibidos de un Estado terrorista que (ese sí) violaba sistemáticamente los derechos y las garantías de sus ciudadanos.
Ese es todo el asunto, lo demás (comunión ideológica aparte con los asesinos) es pura cháchara, como diría Saadi.
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