Una de las promesas de campaña mejor
vendidas por “Cambiemos” fue que con ellos llegaba una era de equilibrios,
respeto y tolerancia, donde lejos de “ir por más” o “ir por todo” se buscaría
terminar con los conflictos, bajar los niveles de crispación y “unir a los
argentinos”.
Promesa que supone
sustraerle a la política buena parte de su esencia (que es el conflicto), sobre
la base de que no importa cuan contradictorios o inconciliables parezcan entre
sí ciertos intereses (aspecto éste último, el de los intereses en pugna,
también sustraído con habilidad del debate electoral), siempre es posible llegar por el
diálogo al consenso, y “gobernar para todos”, “tirando todos juntos para el
mismo lado”.
Un discurso
sencillo, que prendió en vastos sectores del electorado que no están politizados al modo tradicional y rechazan los problemas; o suponen que las cosas son como
son y no de otro modo porque siempre fueron así, o que los cambios en una
sociedad caen del cielo, sin riesgos ni costos ni quejas. Es verdad que el kirchnerismo
colaboró en buena medida para que ese discurso prendiera, prolongando en
demasía en el terreno dialéctico algunos conflictos como el de la ley de
medios; en lugar de dejarlos que siguieran su cauce institucional, aun con sus
complejidades y obstáculos.
Ya con Macri en el
gobierno, la pura y simple verdad se mostró desnuda, pero era tarde para
lágrimas: al loteo del Estado entre los grupos económicos y la naturalización
de los conflictos de intereses del gobierno de los CEO’S como fenómenos de
superficie, le siguió una colosal transferencia de ingresos en perjuicio de los
sectores populares; que era el efecto profundo verdaderamente buscado.
Por si alguna duda quedaba de que estamos en
presencia de un proyecto anti-obrero de clara raigambre oligárquica y
anti-popular, los meses y las acciones y declaraciones de los funcionarios
(empezando por el propio Macri) la fueron despejando: el núcleo conceptual del
programa consiste en señalar al salario como un costo que debe ser bajado a
como dé lugar para que el país recupere competitividad y productividad (en
criollo, tasa de ganancia del capital y de explotación de la mano de obra); lo
que supone establecer de modo drástico nuevos “equilibrios”. Pasar de una economía de "consumo" (salarios, trabajo) a una de "inversión" (ganancias, capital) fue el eje dominante en los discursos del "mini Davos".
Una política que
desde siempre interpela al peronismo en su principal base electoral, tanto como
en su misma justificación histórica: lo que hasta el 45’ era lo emergente no
representado políticamente, desde el 55’ en adelante pasó a ser el blanco
preferido de las políticas de ajuste ensayadas una y otra vez, para superar la
“anomalía” peronista.
Para ello y en
necesario paralelo a la política económica, avanza a paso acelerado la
construcción de la arquitectura de una nueva hegemonía política; que como tal
tiende incluso a ampliar sus horizontes, encapsulando y asilando a la
oposición, cuando no puede corromperla, cooptarla o integrarla.
El nuevo
dispositivo de poder está consolidando velozmente profundas ramificaciones en
la justicia y en las agencias y aparatos de seguridad del Estado (desde los
servicios de inteligencia “liberados”, a las fuerzas armadas convocadas a
participar de la seguridad interior), y goza de un enorme blindaje mediático;
sin registros de magnitud similar en tiempos democráticos: hay que remontarse a
la dictadura para encontrar un ejemplo similar en el que el sistema
comunicacional hegemónico forme parte tan decisiva de la estructura que
sustenta al proyecto político en el gobierno.
Como toda hegemonía
que se precie de tal, no debe sorprender que el gobierno de Macri haya
intentado desde el principio elegir su propia oposición: aquel temprano
señalamiento desde Davos a Massa como el líder del “peronismo que viene”, más
“funcional y competitivo”, en términos de Urtubey. Curiosamente -o no tanto-
buena parte del peronismo “territorial” parece empeñado hoy en obedecer ese temprano mandato presidencial.
“Elegir” la oposición es indispensable a toda nueva
hegemonía, para poder imponer su agenda, blindándola políticamente; y el
macrismo no es la excepción. En todo caso su originalidad consiste (atento a su
origen como expresión política de la supuestamente “nueva” derecha) en intentar
disimular las tensiones entre el poder permanente (el que expresan las
corporaciones intra y extra Estado) y sus detentadores ocasionales, como
resultado del voto popular; tensiones que en los años kirchneristas estuvieron
expuestas, acaso demasiado para el gusto del poder “real” que ama permanecer
oculto, porque en las sombras es donde mejor se mueve, se fortalece y se
perpetúa.
La ilusión que
vendió hábilmente Durán Barba del “fin del conflicto” (versión menor del “fin
de la historia” de los politólogos noventistas) se derrumba una y otra vez,
cada vez que Macri demuestra con hechos que no desdeñará generar todo el
conflicto que haga falta, cuando lo crea necesario: allí están a la vista sus
invectivas contra los trabajadores en pleno proceso de reunificación de la CGT
o armado de la “Marcha Federal”.
Pero por más
alquimias hegemónicas que se ensayen, no se puede tapar el sol con las manos, y
el conflicto subyacente (más si se crean condiciones objetivas para
alimentarlo) buscará algún canal por el cual expresarse: la crítica
periodística, el reclamo judicial, la confrontación política y electoral o la
protesta social, empezando por la estrictamente sindical pero no excluyendo otras
formas, como los “ruidazos” contra el tarifazo.
De hecho el
gobierno ha intentado desde su primer día de gestión anticiparse a los hechos y
obturar esas vías, por los medios que creyó adecuados en cada caso: el
fortalecimiento de las oportunidades de negocios para reforzar el blindaje
mediático (supresión de la ley de medios), el establecimiento de cabeceras de
playa propias para controlar la justicia (el intento de colar jueces en la
Corte por la ventana, la ofensiva sobre Gils Carbó y los jueces y fiscales
supuestamente k, los guiños a la fuerza de tareas de Comodoro Py) o la
subordinación a las lógicas propias con que han operado tradicionalmente esos
sectores; como las prebendas económicas e institucionales restituídas al
aparato de espionaje, con todos los riesgos que eso implica. Sin excluir la persecución explícita, como lo comprueban los despidos en el Estado, o la prisión de Milagro Sala.
Hasta el propio
intento de subir a Massa al ring a partir de la polémica por las importaciones
(luego de que el Frente Renovador apoyara las políticas troncales de
“Cambiemos”: devaluación, levantamiento del cepo, blanqueo de capitales) es
parte de la construcción de hegemonía, aunque en éste caso todo indica que más
que el gobierno en sí, es parte del establishment el que está interesado en
perfilarlo como alternativa; ante lo que suponen fragilidades de Macri y su
experimento político, a mediano plazo.
Con los apoyos más o menos visibles de Techint (que
controla a la UIA) y vínculos aceitados en la embajada y el Departamento de
Estado (el propio Massa viene de participar en la convención demócrata en
EEUU), se trata de acelerar la transición del “kirchnerismo de buenos modales”
que representaba el Frente Renovador en el
2013, hacia el “macrismo con interés en proteger ciertas ramas de la industria”
(las que tienen escala para exportar, pero no para competir con la importación
china a precio de dúmping) que expresaría hoy; también como un modo de saldar la disputa
hacia el interior del bloque dominante, donde hasta hoy vienen llevando la
delantera la banca y el sector agropecuario, y con la ventaja de aportar más
explícitamente a sectores del peronismo como garantes de una nueva
gobernabilidad; aunque hasta acá el FR a crecido más a expensas de voto no peronista.
En medio de todo
esto, el peronismo vive su crisis post derrota electoral y surgen los planteos
de “renovación”, por cierto nada novedosos en su historia: como es tradición en
el movimiento fundado por Perón, en la derrota y el llano se horizontaliza, y florecen los
reclamos de apertura, debate, autocrítica y mayor participación. Pasó tras la derrota
a manos de Alfonsín en el 83’, se repitió con los “múltiples peronismos” tras
el fin del menemismo y la crisis de principios de siglo; y si nos remontamos
más atrás en la historia, en el período de la Resistencia que siguió al golpe
del 55’, claro que en otro contexto histórico. A la inversa, el peronismo en el
poder se verticaliza, suprime el debate o lo encapsula, y tiende a la
verticalidad y la unidad de mando: pasó con Perón y con todos los que gobernaron
después en su nombre, incluyendo a Néstor y Cristina.
Pese a que están
“floreciendo mil flores” “renovadoras” y que reclaman “autocríticas” (de los otros, no
propia), lo que no hay (salvo contadas excepciones, como el documento de
Formosa de hace unos meses, las definiciones del “Coqui” Capitanich o de la
propia Cristina en sus apariciones públicas) son definiciones ideológicas claras, ni planteos concretos
sobre la cuestión del poder y la hegemonía.
Sobran en cambio tacticismos de corto plazo oteando encuestas, declaraciones de desmarque para esquivar carpetazos mediáticos y judiciales, y acaso un giro pragmático sobre la base de lo que estaría pasando en el mundo y en la región; algo así como "marchar con la ola” como en los 90'; aunque en algunos casos el giro parece responder a reales convicciones ideológicas: otra vez se nos aparece aquí el ejemplo de Urtubey.
Los dilemas
políticos del sindicalismo peronista tradicional tienen el mismo origen, o parecido: disuelta en el aire la ilusión "vandorista" de hacer de Moyano el Lula argentino, los sindicalistas más tradicionales son reacios a acompañar políticamente al kirchnerismo tanto como a compartir escena con él; pero muy poco tiempo después de haber sellado una reunificación de la CGT fuertemente sospechada de orquestar la pata sindical del liderazgo de Massa parecen empezar a advertir que el supuesto recambio podría ser más de lo mismo, e incluso peor: no tendrían más protagonismo político, y podrían terminar afectados otra vez en la línea de flotación de su base de representación, pero ahora en nombre del peronismo. Por allí hay que intentar entender los pucheritos de Facundo Moyano hacia el interior del massismo.
Lo que está por completo ausente en todos estos sectores es algo que pareciera obvio, pero que es preciso reiterar: el peronismo nació para disputar el poder, conquistarlo y conservarlo cuando lo tiene, para transformar la realidad en un sentido bien concreto: los derechos y los intereses de los sectores populares, y de las grandes mayorías nacionales.
No para compartirlo o cohabitarlo con los que expresan los intereses cuyos privilegios hicieron surgir al peronismo, hace ya más de 70 años. La disyuntiva que plantea el gobierno de Macri es ésa y no otra, y si no se lo entiende toda crítica (aun las aceptables, en otro contexto) es diversionista del objetivo principal; y en consecuencia funcional a la consolidación de un proyecto político que representa la negación del peronismo, tal como pasó en los 90'.
Excelente.
ResponderEliminarGran resumen de situación. No dejaste punto sin tocar, con eficiencia medular. Guardo esta pieza brillante, lo merece. Saludos.
ResponderEliminarclarisimo
ResponderEliminarpara mi, una del martin fierro , a fuer de parecer obsoleta, lxs hermanxs sean unidos, mis hermanxs son los no gorilas, y se q muchas veces mi propio hermanx, me ha traicionado y quizás también lo hehecho, pero mas allá de circunstancia , somos hermanxs
otra de la razon de mi vida, donde hay una necesidad existe un derecho.
Y ojo q creo q se debe recalcar necesidad y no deseo.
salutes