Los que son lectores habituales del blog
sabrán que siempre fuimos muy críticos del Consejo de la Magistratura, ese
engendro concebido por Alfonsín en el Pacto de Olivos para -en teoría-
morigerar la influencia de los poderes políticos sobre la justicia, y
garantizar la independencia de los jueces.
No solo que la
experiencia concreta de su funcionamiento en estos años transcurridos desde la
reforma constitucional de 1994 es más que negativa (en todos los gobiernos)
sino que nunca terminamos de entender como alguien que decía abominar de las
representaciones corporativas consagró en la Constitución la única
representación de ese tipo que hay en todo su texto: la de los jueces y
abogados de la matrícula federal en el Consejo de la Magistratura, de acuerdo con
el artículo 114.
Como hemos dicho
muchas veces, si hay un ámbito en el que se necesita la oxigenación que
proviene de afuera, de otros sectores de la sociedad no contaminados por
microclimas nocivos, es el Poder Judicial, que llamarlo "la justicia" nos parece
un exceso.
Lo que el sueño
alfonsinista (en esto tan divagante como en otros aspectos que introdujo en la
reforma) pensó como una estructura de pesos y contrapesos que mantenían cierto
“equilibrio” (palabra que incluso aparece en el texto del artículo indicado) se
reveló en lA práctica como algo completamente desperfilado, en contra de los
órganos que ejercen la representación de la soberanía popular y -lo que es más
importante aun, dados los fines perseguidos con su creación- de una mejora en
la administración de justicia.
En la práctica el
Consejo nunca fue más que un antro en el que se refugiaron lauchas
presupuestívoras radicales, de los sucesivos fracasos electorales de la UCR en
elecciones nacionales, tanto como un ámbito de lobby institucionalizado para
las grandes corporaciones de abogados; en especial el colegio porteño de la
calle Montevideo, conspicuo inspirador y defensor de todos los golpes de Estado
y dictaduras habidas en el país, y punto de encuentro de los plumíferos
jurídicos favoritos del poder económico.
Tras haber metido a
un consejero de más por la ventanA luego de birlárselo a la oposición en los
comienzos del mandato de Macri (fechoría convalidadA por los jueces adictos al
gobierno), Macri redobló la apuesta y acordó con Lorenzetti y Pichetto un
operativo comando para secuestrar por unas horas a un senador opositor, y
lograr así la mayoría circunstancial necesaria para iniciar el proceso de
destitución del juez Freiler; previo haber separado de su cargo en el Consejo a
un senador del FPV, exigiéndole el título de abogado que no exigen ni la
Constitución, ni la ley que reglamenta el funcionamiento del órgano.
Y ahora, luego de
haber logrado hacer rodar la cabeza de Freiler, vaN por la del juez Rafecas,
otro de los que se animó -por ejemplo- a poner la firma en resoluciones
judiciales encuadrando la causa de Papel Prensa en el contexto de los crímenes
de lesa humanidad (como lo que efectivamente fue), y a juzgar a los
funcionarios del gobierno de De La Rúa y un grupo de senadores del PJ por los
sobornos de la Banelco para aprobar (oh, azares del destino) otra reforma
laboral.
En todos estos
enjuagues bochornosos los radicales (es decir, los herederos políticos del
creador del Consejo) no solo no se rasgaron las vestiduras indignados porque se
tergiversaban los fines de la institución, sino que prestaron entusiastas su
concurso decisivo, a punto tal que ahora la acusación contra Rafecas la comanda
Angel Rozas.
El “equilibrio” del
que habla la Constitución en la composición del Consejo está desvirtuado en la
práctica, desde que la ligazón entre los representantes de los abogados y del
oficialismo (tanto del Poder Ejecutivo como del Legislativo) es indisoluble; a
punto tal que es difícil precisar quien secunda las maniobras de quien. En todo
caso, todo juez que se alinee con esos intereses (ambos) tendrá extendida la
alfombra para prosperar en su carrera judicial, y a la inversa, el que ose
desafiarlos, será carne de patíbulo.
Como Rafecas, del
que ni siquiera pueden decir que no pueda explicar su patrimonio como Freiler,
y que además cometió el crimen (este sí, al parecer, de lesa humanidad) de
haber dicho por escrito y con sólidos fundamentos jurídicos, confirmados por la
Cámara de Apelaciones) que la denuncia de Nisman contra Cristina por el
memorándum con Irán era un completo disparate, carente de todo fundamento
jurídico.
No está claro aun
cuando habrá en la Argentina otro gobierno de signo nacional y popular, ni
cerrado el debate en punto a la conveniencia o no de reformar la Constitución;
y en su caso que cambios introducir.
Sin embargo, desde
acá nos atrevemos a adelantar una parte de nuestra opinión al respecto: hay que
eliminar esa cueva de roedores curialescos llamada Consejo de la Magistratura,
por estrictas razones de higiene democrática.
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