Por Raúl Degrossi
Cuando se conoció la noticia de la operación de Cristina muchos pensamos automáticamente en aquellas pintadas nocturnas en los tapiales de la década del 50' por la enfermedad de Eva; y bastó que revisáramos los titulares de Clarín y La Nación o las redes sociales para comprobar que -con otros textos, con el mismo odio- habían vuelto.
Dejemos de lado la reacción de los dueños de Papel Prensa -en que la defensa de los intereses amenazados exacerba las pulsiones opositoras-, para concentrarnos en la reacción de la gente común, que se expresa habitualmente en los comentarios de las ediciones digitales de los diarios, o las redes sociales como Twiter o Facebook.
Y ya que empezamos con el recuerdo de Evita, no se trata simplemente de un brote de misoginia; porque el mismo odio visceral -que de eso y no de otra cosa hablamos- se pudo advertir hace poco con la muerte de Iván Heyn, o más atrás con la del propio Néstor Kirchner.
El odio explícito, brutal y ciego, que se expresa con toda su carga de pasión innoble que no se detiene ni siquiera ante el más cierto y común de los hechos humanos como la muerte, o su cercanía o probabilidad: por el contrario, la festeja, la desea o la anticipa.
Todos hemos sentido alguna vez odio por algo o por alguien, pero cuando ese odio se descarga sobre una figura pública, sin dejar de ser un sentimiento personal e intransferible, se convierte en un fenómeno social con explicaciones y proyecciones políticas.
Y por irracional que parezca (en tanto subordina y anula a la razón), el odio tiene siempre causas, motivos, razones; que a quien odia le parecen suficientes para odiar, o que lo llevan a hacerlo, sean o no valederas para otros.
Esa circunstancia no cambia cuando el odio se manifiesta como un fenómeno social, en todo caso llama a interpretar sus causas en clave política: los que odiaban a Evita o a Perón, como los que odian a Cristina u odiaron a Néstor, más allá de cuestiones personales, de gustos o posturas estéticas, odian por motivos políticos.
O en todo caso, esos gustos y posturas que llevan a odiar tienen un sentido político; nos guste o no; y hay que tratar de trascender la condena moral del odio como expresión de lo peor de la condición humana -aunque implique sublimar los propios odios que despierta ese odio- para encontrar ese sentido.
La historia argentina -como la del mundo en general- es pródiga en odios, pero no creo equivocarme si digo que el odio que despierta el peronismo es uno de los más arraigados y persistentes: una obstinación de muchos sectores de nuestra sociedad; por decirlo en palabras de José Pablo Feinmann, tan en boga estos días; que cae sobre Cristina hoy, como cayó sobre Evita ayer, porque ambas están inscriptas en esa gran tradición política nacional que es el peronismo.
Y no se trata de victimizar o autoexculpar al peronismo: muchos lo odian por autoritario, prepotente, soberbio, violento o corrupto; y el peronismo ha sido eso muchas veces, incluso en perjuicio de los propios peronistas.
Sucede que sospecho (más aun: tengo la certeza) de que el peronismo no es odiado por esos motivos (usados en todo caso como excusa para indultar al odio), sino por lo que ha sido capaz de hacer para transformar a la sociedad argentina en un sentido de justicia, de equidad, de ampliación de derechos, tanto en el 45' como hoy en su fase kirchnerista.
Por eso cuando se disputa poder dentro del dispositivo kirchnerista apelando al peronómetro, o poniendo en duda las credenciales peronistas de Néstor y Cristina (o poniendo las de él por encima de las de ella en ese plano, que hay de todo al respecto) analizar el odio que despiertan en el gorilismo (el tradicional y el revivido) puede ser una buena medida: la irracionalidad aparente del odio suele tener a veces una intuición más certera que muchos análisis desapasionados.
Bien dicen que el peronismo es capaz de reinventarse permanentemente a sí mismo, mientras el antiperonismo permanece incólumne, eternamente fiel a su esencia: odiar al peronismo; que representa para ellos en muchos casos intereses concretos lesionados, pero por sobre todas las cosas la subversión de ciertas jerarquías sociales implícitas o explícitas, aunque ese trastocamiento del orden social no implique una desmejora concreta de su situación relativa: por el contrario, muchos de los odiadores del peronismo (igual pasa hoy con el kirchnerismo) se han contado entre sus más grandes favorecidos.
Aunque el tema da para mucho, diré que esta incapacidad de lo que Arturo Jauretche definió con su genialidad acostumbrada como el “medio pelo”, para comprender incluso su propia situación, es también fruto de la herencia de un imaginario cultural que se remonta a la masiva inmigración europea de fines del siglo XIX y principios del XX; que marcó a fuego la creencia en el esfuerzo propio individual como el único motor posible del ascenso social y el progreso económico, sin alcanzar a percibir claramente en que medida las condiciones generales y objetivas del país favorecen o perjudican, en cada coyuntura, ese ascenso y ese progreso.
Por otro lado el odio que despierta el peronismo (desde el que se explican las reacciones al conocerse la enfermedad de Cristina, o la muerte de Néstor) está vinculado a los cambios concretos que produjo, y a los que se supone podría producir: es una potencia que está más allá incluso de la potencialidad transformadora concreta del propio peronismo en sus diferentes encarnaduras históricas.
De allí que lo que para alguno sean tibias conquistas o logros de un reformismo pequeño burgués (como las leyes sociales del primer peronismo, o la asignación universal) para otros son avances intolerables sobre privilegios que creen eternos, por razones de clase, cultura, educación o valores inducidos desde la misma familia.
El peronismo representa para ellos intentos, posibilidades o logros concretos en orden a acortar distancias sociales "naturales" por la mano torpe del Estado; y por eso odiaron a Evita, o la odian a Cristina.
Y esos odios viscerales que se expresan en el deseo de muerte, o en la satisfacción por la desaparición física de alguien (como pasó con Kirchner) crean un abismo político entre sectores sociales, que desafía a la política para intentar sortearlo, o superarlo.
Tomen nota que no dije acercar o eliminar: tengo claro que no existe en ninguna sociedad del mundo un modelo político o un proyecto de país que contenga "a todos": eso es una expresión de circunstancias, imposible de lograr en la vida práctica; porque para que entren "unos" -las más de las veces- deben ceder espacios "otros"; en todo caso la discusión es como hacer para incluir a "muchos".
Pero si tenemos en claro porque odian, o porque nos odian, y si convenimos en lo dicho antes al respecto, hay allí una interesante hoja de ruta a la hora de discutir entre nosotros como profundizar el modelo: si no podemos hacer que dejen de odiarnos, asegurémonos de que lo hagan por las razones correctas.
Y no estoy incitando al odio, ni a la crispación, ni al enfrentamiento, sino todo lo contrario: a dejar de concentrarnos en quienes nos odian, para encontrarle una aplicación política productiva a las razones por las que lo hacen, profundizando todo lo que implique ampliar derechos, acortar distancias, trastocar jerarquías, lesionar intereses si es necesario, para tener un país más justo, con mayores posibilidades para la mayor cantidad posible de argentinos.
Aunque con eso nos aseguremos que muchos nos sigan odiando, incluso más que antes.