Duhalde denuncia un posible golpe de Estado, y a las pocas horas se desdice, alegando demencia. Los grandes medios lo replican, y luego ponen en tapa que no se sabe por qué lo dijo. En el medio aclaran que "pese a" la bizarra denuncia, sigue adelante la organización de las elecciones del año que viene.
El Congreso funciona y el gobierno hace valer su mayoría para aprobar la denominada reforma judicial, pero el problema que destacan esos mismos medios es que la oposición se opuso, como se opone a todo lo que proponga el gobierno, incluso antes de leerlo o conocer sus detalles. La misma oposición que marchó para pedir que el Congreso se reúna en forma presencial en plena pandemia, para luego negarse a sesionar aun de modo remoto, si el temario propuesto no los satisface.
Los principales analistas políticos de los medios y los dirigentes opositores (en ese orden, que es como funciona el dispositivo opositor en la práctica) le piden públicamente al presidente que se libre de la influencia de su vicepresidenta para hacer su propio gobierno, que no es el de Alberto Fernández, sino el de ellos. O sea, que haga la gran Cobos, pero al revés.
El presidente pasa de dictador que impone una cuarentena en la que en realidad nadie cree y por ende casi nadie cumple, a un títere manipulado por la vicepresidenta, que obra a su antojo, aunque ese antojo no alcance para -por ejemplo- expropiar Vicentín, o aprobar el impuesto a las grandes fortunas.
Porque sucede que la agenda de las cosas que se pueden y no se pueden discutir en una democracia coincide -como dos gotas de agua, vea- con los intereses de las minorías del privilegio: lo que a ellos los beneficia es apremiante y urgente y no admite demoras, lo que los perjudica o afecta debe posponerse siempre, para una mejor oportunidad que nunca llega. y el consenso reclamado -y que la Constitución no exige como requisito de validez para aprobar ninguna ley- es en realidad, hacer lo que ellos quieren, o no hacer aquello a lo que ellos se oponen.
Un senador cercano a la vicepresidenta introduce en el proyecto de reforma judicial una cláusula contra las presiones de los medios a la justicia, y todos -los medios y la oposición, siempre en ese orden- protestan contra la agresión a la libertad de expresión; sin reparar en que, en ese caso en particular, dejan de lado la presunta independencia de los jueces que, según ellos mismos, sería atacada por la reforma.
Y el oficialismo se apresura a retirar del proyecto la cláusula conflictiva, confirmando así que la presión de los medios, además de seguir llegándoles a los jueces, penetra en el Congreso y le impone la agenda a la política.
El tercio psiquiátrico -no hay otra calificación más ajustada, mal que les pese a muchos- de la sociedad argentina que se moviliza y protesta en la calle -pocos, cada vez menos- y en las redes -muchos, cada vez más ruidosamente- encuentra todas las semanas un motivo nuevo para protestar, al punto tal que se les terminan solapando las causas, y ya no se sabe (ni ellos mismos lo saben) muy bien por qué protestan.
O sí: vienen protestando desde diciembre por lo mismo, que es el resultado de las elecciones del año pasado; en las que ni siquiera alegan fraude (lo cual sería absurdo, porque ellos votaron al gobierno que organizó esas elecciones), sino incapacidad de la mayoría del pueblo argentino, para elegir a sus gobernantes.
En ese marco aparece un Duhalde y dice lo que dice, de un modo que no se puede disimular o decir que lo sacaron de contexto, a punto tal que debe terminar alegando su propia demencia en su defensa, y en un sentido es como que "tranquiliza": quien más quien menos, los que "son alguien" en la política argentina expresan su repudio desde el lugar de la corrección política, y listo: se ha mantenido el consenso democrático trabajosamente construido desde 1983 a la fecha, y podemos pasar a otro tema.
Sin embargo cabe preguntarse ¿es realmente así, podemos quedarnos tranquilos pensando que toda la sociedad argentina ha logrado un consenso, si no unánime, amplio y extendido sobre que la democracia es el mejor sistema político para organizarnos? ¿Podemos decir, sin temor a incurrir en falsedades, que todos los argentinos o una porción abrumadoramente mayoritaria de ellos tienen en claro y aceptan que vivir en democracia supone que gobiernen aquellos que ha elegido la gente, hasta el final de su mandato, aunque no sean los que a nosotros nos gustan, o los que votamos?
Si hubiéramos de juzgar por los precedentes históricos, la respuesta parece clara: hay sectores que son (somos) realmente democráticos, en serio, aun cuando serlo nos exija aceptar que la gente vote incluso en contra de sus propios intereses: en democracia tienen ese derecho, y hay que respetarlo. Y hay otros que no solo creen que solo hay democracia cuando los votan a ellos, sino que estarían muy dispuestos -dadas las circunstancias- a tirar del mantel de la mesa democrática llegado el caso, y sin necesidad de pasar por "un rapto de demencia" como alegó Duhalde.
Para concluir así, no pensemos en tanques en la calle ni soldados con armas amenazando a la población civil, ni generales en la casa Rosada: simplemente démonos una vuelta diaria por los principales medios, o por las redes sociales. Y veremos allí como crece a diario el huevo de la serpiente antidemocrática; que empieza -por ejemplo- por exigir, en término perentorio, que si no es posible que los que el pueblo votó para gobernar y ganaron las elecciones dejen el poder antes de concluir su mandato, que lo cumplan pero aplicando el programa de los que fueron derrotados.
¿No es eso una forma solapada de golpismo, en tanto desconocimiento de la voluntad popular expresada en las urnas? ¿No existe en esa absurda exigencia una impaciencia por esperar hasta el próximo turno electoral que permita auscultar la opinión social del modo más confiable en democracia que votando? ¿Y no era esa misma impaciencia la que alimentaba el consenso social para todos y cada uno de los golpes de Estado que nos tocó padecer?