Por Raúl Degrossi
A partir de que, por algunas declaraciones sueltas salidas del kirchnerismo (Julián Domínguez por acá. Boudou por allá) los medios hegemónicos han empezado a agitar el fantasma de la re-reelección de Cristina (y por que no, y hablando del tema de la minería, la cuestión de la propiedad de los recursos naturales), asoma el debate por la reforma constitucional.
Justamente el punto de la re reelección es la excusa perfecta que se usa para no aceptar discutir la reforma de la Constitución, y el rol que ésta juega en la estructuración de la sociedad y el sistema político.
Hay al respecto fetichismos varios, que le asignan un valor mágico a las formas jurídicas, capaces -en esta idea- de modificar por sí mismas las estructuras sociales y políticas; fetichismos que se repiten con prescindencia del signo político de los gobiernos, o el derrotero concreto de las experiencias históricas.
Sin ir más lejos, en América Latina han sido frecuentes por estos años (en Ecuador, Venezuela y Bolivia) las experiencias de los nuevos populismos de izquierda que ensayaron profundas reformas constitucionales, y dedicaron a ese fin inmensas energías políticas que quizás podrían haber encontrado otros cauces más apremiantes para volcarse; pero en un punto son comprensibles: esos procesos deseaban institucionalizarse, cristalizando en las normas constitucionales una visión ideológica del Estado y la sociedad que aspiran a construir.
Lo que nos lleva al punto del valor social de la Constitución como norma jurídica: es un producto cultural históricamente situado, que surge en un lugar y un tiempo, y expresa las relaciones sociales y de poder de ese lugar y ese tiempo; punto cuidadosamente omitido por los otros fetichistas de la Constitución, los "republicanos".
La Constitución de 1853 fue la clara expresión de un proyecto político, el que triunfó en Caseros, y todos los que se reconocían -y reconocen- interpelados por el texto pensado por Alberdi y votado en Santa Fe adscribieron y adscriben a ese proyecto político, a ese trazo grueso sobre lo que esperaban y buscaban de la Argentina como país.
Aunque se responda a esta afirmación con los lugares comunes de que la Constitución es la ley suprema a la que todos nos sometemos (una idea irrefutable desde lo jurídico formal, absolutamente dejada de lado en nuestra historia política) y el pacto de convivencia básico entre los argentinos (una forma más sutil de cristalizar una determinada idea de sociedad, no necesariamente unánime, casi con seguridad ni siquiera mayoritaria), esas respuestas no pueden ocultar el hecho central del carácter esencialmente político de la Constitución Nacional.
Algunos -como los radicales- lo quieren disimular, convirtiéndose en una especie de doctores de la ley a la usanza de los escribas y fariseos del Evangelio, custodios de las tablas de la alianza (en los Alfonsín viene de familia, al parecer); y los únicos habilitados para delimitar exactamente que dice la Constitución, cuando juega y cuando no.
Ese carácter político e ideológico de la Constitución estuvo perfectamente claro cuando se discutió la reforma de 1949 en el primer peronismo, y cuando también por entonces se decía que el único propósito real era posibilitar la reelección de Perón, nadie se sonrojaba demasiado, porque en un punto era cierto: se trataba de introducir en el texto constitucional las condiciones para favorecer la perduración del liderazgo asumido claramente por el sector social emergente a la participación política (los trabajadores), como condición de posibilidad de la persistencia y profundización de las transformaciones que se estaban produciendo en el país.
Y vaya si no estaban en lo cierto Sampay y los constituyentes de entonces: basta repasar lo que sucedió después de 1955 con los avances del primer peronismo, para comprobarlo.
Dije -refiriéndome a la posibilidad de reelección, entonces concedida a Perón- "condiciones para favorecer la perduración del liderazgo" porque eso eran: una reforma constitucional (como la que dicen que algunos sectores intentan ahora para lograr un probable tercer mandato de Cristina) simplemente establece en ese punto reglas de juego, no decide el resultado de las elecciones.
De hecho, De La Rúa tenía disponible la posibilidad de postularse a la reelección en el 2003, pero todos sabemos bien por que decidió no hacer uso de ella; con lo que estoy dejando claro que las "castraciones" jurídicas de los procesos políticos en los que media necesariamente la voluntad popular (como la elección del presidente) podrán ser muy republicanos (siempre, claro está, que no se apliquen al Congreso, donde los legisladores tienen la reelección indefinida desde 1853), pero absolutamente alejados de la realidad política.
La discusión de una reforma constitucional sería una excelente oportunidad para levantar el nivel del debate político en la Argentina, y explicitar más aun los lugares desde los que habla cada uno, pero tomando muy en cuenta la experiencia de la reforma de 1994 para no volver a repetir los mismos errores.
Justamente ésa es una de las principales razones por las que es oportuno y necesario reformar la Constitución: la que hoy nos rige es fruto del pacto de Olivos, anudado entre una versión decrépita del peronismo que ya no mueve el amperímetro en el mapa político nacional, y un radicalismo que entonces estaba en crisis, y desde allí pasó el gobierno de la Alianza -helicóptero incluido- y sucesivos desastres electorales hasta hoy; en que se debate en un internismo sin fin, en medio de interrogantes sobre su subsistencia como fuerza política.
No es del caso acá señalar aspectos puntuales de la reforma que se pueden revisar (como la provincialización de los recursos naturales estratégicos del artículo 124, en el marco de una discusión mucho más profunda sobre el federalismo), pero sí apuntar que el contexto político ha cambiado, y los sueños de Alfonsín de introducir remiendos parlamentarios en nuestro sistema presidencialista (como el Jefe de Gabinete), o exquisiteces propias de las democracias del norte (como el Consejo de la Magistratura), chocaron de frente contra la realidad.
Lo que dejó de la reforma cuestiones más prosaicas y pedestres como el tercer senador, una bolsa de trabajo para dirigentes radicales que perdían las elecciones a gobernador en sus provincias.
Y un dato no menor: este aspecto del asunto es percibido por los grupos del poder económico (y los medios que los expresan, y son parte de ese mismo poder) para oponerse de plano a todo intento de reforma, no ya por un eventual tercer mandato de Cristina; sino para que perdure en el más alto rango de la organización jurídica del Estado una visión de la economía y el rol del Estado con la que se sienten cómodos (en lo central, la del 53'), y un sustrato político de sustento de esa norma que hoy ya no existe o en todo caso: que no alcance esa jerarquía el que se expresó con contundencia notable en las urnas el 23 de octubre.
Claro que con la plasticidad que los caracteriza salen a gritar ofendidos -Constitución en mano- cada vez que una medida del gobierno lesiona o amenaza sus intereses (como con la ley de medios, o la estatización de las AFJP), para esconderla escrupulosamente cuando no les conviene (como en la discusión por la participación de los trabajadores en las ganancias), o llevársela puesta siempre que lo crean conveniente (la mayor parte del tiempo).
Toda Constitución intenta un modo de organización del aparato estatal y consagración de los derechos ciudadanos, y expresa la dialéctica entre la sociedad y el derecho como producto cultural: hay avances, retrocesos, cristalización de logros, sentido prospectivo de lo que se desea como meta.
Son las condiciones objetivas (económicas, políticas, culturales, sociales) en que ese texto se inserta las que determinan en que medida refleja la realidad, o la modifica; y son esas condiciones las que han cambiado desde 1994, y sobre todo desde la salida de la crisis del 2001, transitada bajo el kirchnerismo; y en buena medida los cambios (aun culturales) están ajenos hoy a ese texto.
Discutir hoy una reforma sería además una excelente oportunidad para debatir el rol del Estado y su interacción con los poderes fácticos que no están institucionalizados en el texto constitucional; a partir de experiencias políticas concretas: el conflicto agropecuario, el debate de la ley de medios, la estatización de las AFJP, el culebrón de las reservas del Banco Central, los alcances de la seguridad social o el manejo de los recursos naturales.
Y hacerlo también superando la estrechez de la idea de la famosa división de poderes y los controles republicanos (un debate que por momentos parece anclado en el siglo XVIII), para ensanchar el espacio del Estado y de la sociedad que él representa políticamente (la reforma del 94' incorporó nuevos derechos, pero desde una óptica noventista del "tercer sector"), frente al mercado, sus intereses y actores; sin lo cual se resiente seriamente (y se lo puede percibir a diario) ese carácter político ordenador de la Constitución.