Si hay un tema que marca emblemáticamente la fractura social
producida en la Argentina de los 90' y el desguace del Estado con el
correlativo avance del mercado sobre territorios antes vedados, lo es el de la
salud, con el explosivo crecimiento del negocio de la medicina prepaga; quizás
solo en modo comparable al crecimiento de la educación privada.
En el marco de la destrucción de la salud pública (fruto de un
modelo político que implicaba el retiro del Estado aun de sus roles
esenciales), muchos sectores sociales en especial de la clase media, en parte
por necesidad (la falta de cobertura adecuada del sistema público) y en parte
por pautas culturales de diferenciación, ingresaron a la cobertura de salud
prepaga, más allá de los que la tenían por la vía de las obras sociales
sindicales, con más trayectoria y antigüedad en el país.
Pertenecer a una prepaga se convirtió para muchos en un signo de
ascenso social y diferenciación, cosa que el propio sistema de encargaba de
difundir con una agresiva publicidad y con la oferta de beneficios adicionales
(como los planes de turismo) que ocultaban la cara menos amable del negocio:
los fabulosos márgenes de rentabilidad de las prepagas, dentro de un
"mercado" (el de la salud) donde muchos jugadores tienen tasas siderales
de ganancia, como los laboratorios o los propios prestadores directos (clínicas
y sanatorios privados).
En parte porque se trata de servicios que están ligados a
cuestiones troncales de cualquier persona o grupo familiar (porque está en
juego la vida muchas veces, o decisiones cruciales que deben tomarse en tiempos
perentorios), la enorme mayoría de los que tienen cobertura de salud a través
de las prepagas no forman una masa crítica de protesta contra los abusos de las
empresas, más allá de los reclamos puntuales de las distintas ONG's que agrupan
a consumidores.
Y aun así, el fracaso de esas organizaciones en términos de
expansión y significación social de su rol tiene que ver con el ethos cultural
de la clase media promedio en la que surgen, mucho más dispuesta a quejarse del
Estado y sus regulaciones, que de los abusos del mercado; porque incursionar en
ese terreno sería ir en contra de valores que creen como fundamentales en su
estructura mental.
Es así como gente que protesta y cacerolea porque la AFIP pretende
cobrarle impuestos o indagar sobre sus consumos, ahorros o demás movimientos
económicos, tolera pacíficamente que los bancos, las prepagas o las empresas de
telefonía celular o televisión por cable privadas (por citar sólo los casos más
frecuentes, ni por asomo los únicos) los esquilmen con precios, condiciones de
prestación de los servicios, comisiones o cargos fantasmagóricos por rubros de
servicios inexistentes.
Sería como una especie de impuesto a la ideología promedio de la
clase media, que parecen estar en muchos casos dispuestos a soportar.
En el caso del conflicto entre las principales prepagas del país y
los prestadores tenemos que las primeras pidieron un aumento de sus aranceles
mayor al que el Estado (a través del polémico Guillermo Moreno) les autorizó,
previo estudio de sus costos reales de prestación; todo en cumplimiento de la Ley 26682 dictada por el Congreso el año pasado.
Pero esas mismas prepagas no están dispuestas a reconocerles a los
prestadores un incremento similar al que le piden al gobierno que autorice, lo
que implica dos cosas: el aumento que piden no responde estrictamente al
aumento de sus costos, y ellas se quedarían con la diferencia: exactamente como
lo hicieron con ese 226 % de margen que se verifica entre el 2005 y éste año
entre lo que aumentaron los aranceles de las prepagas, y lo que aumentó lo que
perciben los prestadores según las cifras que se dan en la nota de Infobae.
No se sabe hasta acá que en los siete años indicados (desde el
2005) hayan habido cacerolazos de indignados de clase media reclamando por el
expolio de las prepagas por haberles aumentado los aranceles todos esos años,
cuando (antes de la sanción de la ley) podían aumentarlos sin necesidad de
previa autorización del Estado: por el contrario, sí se escucharon quejas
contra Moreno, cuando apretaba a las empresas para que no aumenten los precios.
La Ley 26682 (que junto con su reglamentación fue analizada acá y
acá) establece en su artículo 7 que es obligación de las prepagas garantizar a
sus afiliados la cobertura del Programa Médico Obligatorio, y en el artículo 18
la obligación de pagar a los prestadores los aranceles mínimos obligatorios que
establezca la autoridad de aplicación, que es el Ministerio de Salud.
De modo que las relaciones contractuales entre las prepagas y los
prestadores son un problema entre ellos, que nunca puede redundar en una falta
de atención de los usuarios; y es lógico pensar que tampoco éstos reclamarían
que el gobierno deje que las prepagas aumenten el 15 % y no el 7 %; aunque con
gente que en el 2008 caceroleaba para que aumenten los precios de los productos
de la canasta familiar, tampoco se sabe.
Acá tienen entonces las multitudes de indignados que claman por
sus derechos -y que se ocupan de aclarar bien que no es porque no los dejan
comprar dólares- un ejemplo bien tangible y concreto para salir a la calle a
reclamar y darle a la cacerola, pero en las puertas de las prepagas
Y hasta lo pueden hacer sin necesidad de llevar pancartas de apoyo
al “Napia” Moreno.
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