Que el kirchnerismo cometió errores de
gestión y construcción política que le restaron apoyos sociales y llevaron al
triunfo de Macri (aunque no hayan sido esas las únicas causas), es algo que
está fuera de discusión; tanto como que los errores de gestión se resuelven
gestionando y no estando en el llano, y para gestionar hay que ganar
elecciones, y ser gobierno; y para eso hay que acertar con la construcción
política y la definición de una propuesta electoral.
Sin embargo, el capítulo de los errores de gestión debe ser revalorizado a la luz de los 30 meses que lleva el gobierno de Macri, no solo por aquello de “después de mí vendrán los que bueno me harán", sino porque en el listado se suelen enumerar “errores”, que revelaron no ser tantos, ni tales ni tan grandes: el desendeudamiento, la administración del comercio exterior, las retenciones, los controles al flujo de capitales, la pesificación de las tarifas y los subsidios, la inclusión y movilidad previsional, el distanciamiento con el FMI, por citar algunos.
Sin embargo, el capítulo de los errores de gestión debe ser revalorizado a la luz de los 30 meses que lleva el gobierno de Macri, no solo por aquello de “después de mí vendrán los que bueno me harán", sino porque en el listado se suelen enumerar “errores”, que revelaron no ser tantos, ni tales ni tan grandes: el desendeudamiento, la administración del comercio exterior, las retenciones, los controles al flujo de capitales, la pesificación de las tarifas y los subsidios, la inclusión y movilidad previsional, el distanciamiento con el FMI, por citar algunos.
Producida la
derrota en el balotaje, los que empezaron a reclamar autocrítica y pasos al
costado o dieron la etapa kirchnerista por superada definitivamente, podían
agruparse en dos grandes vertientes: los que criticaban el rumbo del proceso
por no haber profundizado determinadas cuestiones (el “segundo tomo”) y los
nostálgicos del menemismo, para los cuáles el kirchnerismo había sido una
anomalía pasajera que no se volvería a repetir, en tanto introdujo una dinámica
del conflicto que alteraba la “gobernabilidad” democrática post dictadura, y
por ende ponía en peligro las posiciones de poder trabajosamente conquistadas.
Distinguir a unos y
otros es a veces dificultoso a la luz de la experiencia posterior (la eterna
promesa de construcción del “post kirchnerismo” en el peronismo), porque suelen
confundirse en un solo objetivo: impedir que el kirchnerismo vuelva a ser
hegemónico o dominante al interior del peronismo, confluencia sin la cual no se
entienden cabalmente algunos alineamientos, y los bordes de algunos intentos de
unidad. También desde ese lugar se comprende que la demonización que
hicieron Macri y su gobierno del
kirchnerismo y de Cristina (intentando erradicarlos del territorio de la
política, para remitirlo al de los tribunales) fue asentida en silencio por
buena parte del peronismo, o peor aun, acompañada explícitamente; en algunos
casos hasta hoy.
Lo curioso es que
los que pedían autocrítica al kirchnerismo por haber posibilitado que Macri
ganara, no fueron luego (con Macri en el gobierno y con la “campaña del miedo”
hecha realidad, y quedándose corta) más y mejores opositores al nuevo gobierno
que el kirchnerismo, sino menos: desde los que votaron todo en el Congreso (en
especial las leyes troncales del programa económico), hasta la dirigencia de la
CGT que pactó con él la administración del
conflicto social; lo cual nos remite a otra
constatación: los desgajamientos del dispositivo kirchnerista posteriores al
2011, leídos no entonces (es decir, aun asumiendo que las razones que
esgrimieron para irse cada uno en su momento hayan sido valederas), sino hoy, no fueron para mejorar;
ni en términos electorales, ni de capacidad de representación, ni de progresividad de la propuesta política. Lo
cual no deja de ser un enorme problema para el campo nacional y popular.
La política en
definitivas -lo asuma o no- es cuestión de representación: elegir que intereses
se representará, a que sectores se expresará y cuales son en consecuencia los
lineamientos ideológicos, las propuestas, las prioridades. Y ahí aparecen
diferencias, que muchas veces se quieren tapar en atrás de la unidad. Lo raro
es que muchos que piden autocrítica y debate interno, no pidan con el mismo
énfasis debatir sobre esas cuestiones acuciantes en el presente, sino sobre el
pasado: están más enojados con Cristina porque no termina de desaparecer del
mapa, que con Macri, su gobierno y sus políticas.
Por momentos
pareciera que a algunos les gusta todo el kirchnerismo (o por lo menos sus
políticas centrales), menos Cristina, lo que recuerda cuando algunos aspiraban
a construir el peronismo sin Perón; en los tiempos de la proscripción y la
resistencia cuando solo la esperanza popular mantenía viva la posibilidad de un
retorno que parecía improbable y por momentos imposible, mientras otros
pensaban en la necesidad de ser pragmáticos, y dar vuelta la página. No estamos comparando los personajes
y su escala histórica, sino apuntando la similitud de especulaciones sobre capitalización de herencias políticas vacantes.
Existe una tendencia (en la
que también incurren muchos sectores del kirchnerismo) a confundir conducción
(que supone aceptación por el conjunto de los dirigidos, en especial dentro de
la superestructura política) con liderazgo social; que es otra cosa, pero no se
puede ignorar y pretender construir desde allí una conducción como si ese
liderazgo no existiese, porque no hay conducción política que resista no ser convalidado
electoralmente. Y si la disputa es por el lugar del kirchnerismo dentro del
peronismo, ya fue saldada por el electorado, más allá de lo que piensen los
dirigentes: ahí están (en contextos diferentes) los ejemplos de las elecciones
pasadas en Santa Fe y la provincia de Buenos Aires, sin ir más lejos.
Pero volvamos a la
política como cuestión de representación: el acuerdo con el FMI y sus
derivaciones (reformas al Banco Central, liquidación del FGS, ajuste) y la
renuencia del peronismo federal y del massismo a compartir escenario con el
kirchnerismo rechazándolo deja algunas cosas más o menos claras, más allá de
explicaciones para imberbes como las que ensayó Felipe Solá: menos de un mes antes, un millón de personas se movilizaron al obelisco para rechazar la vuelta al Fondo, pero él no se enteró.
Por un lado hay un
peronismo nostalgioso del menemismo (Pichetto, Urtubey, Schiaretti) que
comparte la necesidad del ajuste ejecutado por Macri y su rumbo, y que supone
que es mejor que lo haga él y sufra el desgaste, desbrozando el camino futuro
de un gobierno opositor que ya no tendría que pagar ese costo. No aprendieron
del ejemplo de Cafiero apoyando el ajuste de Alfonsín, para terminar pagando el
costo de perder la interna con Menem: el deterioro político de un ajuste
arrastra al que lo ejecuta, y al que pudiendo oponerse a él, opta por
acompañarlo.
Por otro lado
está Massa con los restos de su Frente Renovador, con De Mendiguren, Solá,
Arroyo, Camaño y Lavagna; expresando a los sectores de la “patria devaluadora”
que protagonizó el 2002 y la salida de la convertibilidad, y ve en la libre
flotación del peso pactada con el FMI y el dólar alto una nueva oportunidad
para repetir la maniobra; compensando la colosal transferencia de recursos
hacia los sectores exportadores (agropecuarios y de bienes industriales) que
supone una devaluación, con algo de asistencialismo social administrado, para
lo cual incluso la AUH y la altísima inclusión previsional heredadas del
kirchnerismo constituyen un piso superador del Plan Jefes y Jefas de Hogar de
entonces.
Y como señaló con acierto Claudio Scaletta, un dólar alto hace innecesaria una reforma laboral que no tiene muchas posibilidades de progresar en el Congreso, al menos por ahora, o por lo menos no tan apremiante como objetivo. A la inversa, si la segunda ronda del modelo de valorización financiera que pareciera arrancar con el acuerdo con el FMI y la -sobre todo- la declaración de la Argentina como "mercado emergente" vuelve a apreciar el tipo de cambio, se volverá a poner a la flexibilización de la fuerza de trabajo en primer lugar en el orden de necesidades del capital.
Y como señaló con acierto Claudio Scaletta, un dólar alto hace innecesaria una reforma laboral que no tiene muchas posibilidades de progresar en el Congreso, al menos por ahora, o por lo menos no tan apremiante como objetivo. A la inversa, si la segunda ronda del modelo de valorización financiera que pareciera arrancar con el acuerdo con el FMI y la -sobre todo- la declaración de la Argentina como "mercado emergente" vuelve a apreciar el tipo de cambio, se volverá a poner a la flexibilización de la fuerza de trabajo en primer lugar en el orden de necesidades del capital.
Es posible que
incluso esos sectores coincidan con el kirchnerismo en la necesidad de regular o limitar a la
“patria dolarizadora” que hoy gobierna, es decir a los agentes del sector
financiero; porque el modelo de valorización financiera plantea un esquema que
a la larga o a la corta es pernicioso para sus intereses. Pero tampoco van a
dar la vida en el intento, por ejemplo reponiendo los controles de capitales y
las demás medidas que nos sacaron de economía emergente para ser de frontera; sobre todo porque los sectores empresarios a los que representan son tan afectos a la fuga de capitales como Macri y todo su gabinete, y no verán nunca con malos ojos la relajación o eliminación de los controles que lo impidan.
No sería raro que alguno de ellos, de cualquiera de las dos variantes señaladas, celebre
el dictamen de MSCI para que seamos "mercado emergente", de allí la tibieza con la que encararon el rechazo al
acuerdo con el FMI, “pidiendo leer la letra chica” como si hubiera algo
rescatable; y de allí la “perplejidad” con que otros (Bossio, Tundis)
recibieron sus desvastadoras consecuencias sobre el sistema de seguridad
social. Por el contrario, si hoy estamos en el medio de un paro general de la CGT es porque la realidad pasó por encima a su conducción, llevándola a un lugar al que se empeñó dos años y medio en no llegar.
En lo que va del
gobierno de Macri, el kirchnerismo intentó (lo que no quiere decir que lo haya
logrado) asumir la representación de los sectores más golpeados por sus
políticas: jubilados, trabajadores, científicos, docentes, Pymes, beneficiarios
de pensiones y planes sociales; lo que estuvo muy patente en la campaña de
Cristina en la provincia de Buenos Aires, y en sus participaciones en el
Congreso y en las movilizaciones callejeras del período, aspecto éste último
(el de ganar la calle para ponerle freno al gobierno) que es hasta acá ajeno a
las prácticas del massismo y del “peronismo racional”.
También intentó
(que lo haya conseguido o no es otra historia) hacer “autocrítica en acto”, en
lugar de flagelaciones públicas inconducentes: resignó todo planteo de que
se aceptara incondicionalmente el
liderazgo de Cristina como prerrequisito para sentarse a conversar, tendió
puentes con otros sectores resignando incluso protagonismo en las movidas
parlamentarias y pasando por alto que muchos de ellos son afectos a poner
“bolillas negras”; sin que hasta acá exista reciprocidad.
En toda posible
convergencia opositora para una unidad amplia estas cuestiones (especialmente
la discusión sobre lo que se aspira a representar en definitivas) no pueden no
estar arriba de la mesa, para evitar malentendidos desde el vamos, o dicho de
otro modo: lo que hoy no puede unirse para funcionar eficazmente como
oposición, difícilmente mañana pueda atraer voluntades para ganar una elección,
y luego funcionar cohesionadamente como gobierno. Lo contrario es un intento de
barrer la mugre bajo la alfombra, sin tener siquiera garantías de que resulte
eficaz en términos electorales.
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