Leemos en Infobosta que Dilma Rousseff incorporará a su gabinete a José Gerdau, el empresario más poderoso de Brasil y propietario del mayor grupo siderúrgico del gigante sudamericano.
Tras la aparente aspesia de la información, el mensaje del diario de Hadad es muy claro: mientras el gobierno nacional insisten en meter las narices donde no debe -designando directores en las empresas privadas- , los brasileños una vez más nos muestran como hacen las cosas los países en serio: los verdaderos dueños del país, los que lo hacen grande, tienen que tener un lugar donde se toman las decisiones.
Más aun: deben ser parte reconocida e institucionalizada del proceso de toma de decisiones.
La historia argentina tampoco ha sido ajena a la participación política de los empresarios, o su integración a los espacios formales del poder. Los espacios reales los ocupan por derecho propio, sin pedirle permiso ni nombramientos a ningún presidente.
Pero del mismo modo que no son lo mismo Martínez de Hoz que Gelbard, ni Krieger Vassena que Miguel Miranda (aquél a quien Perón designara ministro de Economía y presidente del Banco Central nacionalizado en su primer gobierno), tampoco son iguales la generalidad de nuestros empresarios y sus pares brasileños.
Justamente una de las principales diferencias -no ya entre los sectores empresariales, sino entre ambos países- es que los brasileños han sabido construir desde hace más de un siglo lo que Aldo Ferrer llama "densidad nacional" para plasmar un proyecto de desarrollo a largo plazo.
Y en ese contexto, tuvieron y tienen una muy poderosa burguesía nacional, conciente de su destino y de su rol histórico y social; y que sin renegar del espíritu propio del capitalismo -antes bien, todo lo contrario- ha comprendido que no puede realizarse como clase, sin que se realice el país al cual pertenece.
Burguesía nacional que ha superado largamente la dicotomía "desarrollo agropecuario versus desarrollo industrial", y que asume sin complejos que no sólo deben complementarse, sino que una industria poderosa es el signo distintivo de los grandes países.
No reniegan del Estado -en tanto éste los apoye en sus negocios- ni se enzarzan en estériles disputas ideológicas sobre su tamaño (aunque al igual que cualquiera, resistirán pagar impuestos o cumplir la legislación laboral), ni están pensando todo el tiempo en como fugar capitales del país; aunque exporten inversiones o compren empresas en el extranjero.
Adviértase la diferencia con nuestros empresarios promedio, que son conducidos ideológicamente por el primitivismo de la Mesa de Enlace, o seducidos una y otra vez por los discursos y políticas que, en la dictadura y en los 90', los llevaron en muchos casos al borde de la desaparición, o directamente los hicieron desaparecer.
O están prestos a liquidar sus empresas ante la primera oferta conveniente -aunque sea de inversores extranjeros, mejor aun si es así- y radicar en el exterior las ganancias así obtenidas.
Y realizan prodigios comunicacionales para convencernos de que, en algunos casos, siguen siendo empresas argentinas; como bien lo señala Horacio Verbistky en Página 12 en el caso del grupo Techint, el equivalente local del hólding brasileño que comanda Gerdau.
Y realizan prodigios comunicacionales para convencernos de que, en algunos casos, siguen siendo empresas argentinas; como bien lo señala Horacio Verbistky en Página 12 en el caso del grupo Techint, el equivalente local del hólding brasileño que comanda Gerdau.
El problema entonces no es un empresario más o menos en algún puesto del gobierno: el problema es tener o no tener una burguesía nacional, como integrante necesario -imprescindible casi- de un frente amplio que construya la mayoría más amplia posible para impulsar un verdadero proyecto nacional de desarrollo.
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