Por Raúl Degrossi
El episodio Harvard, disparó muchas lecturas, y volvió a activar
hacia el interior del kirchnerismo la ciclotimia respecto a la capacidad de los
medios hegemónicos de marcar agenda, y de influir en el escenario político: aun
el campo propio, solemos oscilar entre suponer que tienen un peso decisivo en
esa línea, y que carecen por completo de incidencia.
Como siempre, la verdad suele ser el justo medio entre los
extremos: los medios juegan un rol político, influyen en el contexto social
sobre la percepción de las cosas y (en especial en la realidad de la
comunicación en la Argentina) determinan comportamientos del propio sistema
político formal, pero no deciden el rumbo global; o por lo menos no son el
factor preponderante.
Menos cuando intentan establecer una agenda vinculada con temas
que no tienen densidad como para formar parte de las preocupaciones cotidianas
de la gente común, y que están unidos entre sí por la lógica de la
espectacularidad (propia del formato de los medios audiovisuales, que se termina
imponiendo aun a la prensa gráfica), que tiene también como característica la
fugacidad: ¿quién recuerda hoy el caso Schoklender, bajo el influjo del cual se
votó el 23 de octubre del año pasado?
Otro tanto sucede con las nuevas formas de comunicación y acción
política, como pasa con las redes sociales y el rol que jugaron (y juegan) en
la organización de los cacerolazos: no basta dar cuenta de que implican nuevas
metodologías de construcción política, si no se las vincula con los mecanismos
tradicionales o más establecidos, que siguen teniendo un peso decisivo en tanto
no se modifiquen las reglas bajo las cuales -en democracia- se dirimen los
liderazgos y se asignan los roles institucionales entre oficialismo y
oposición.
El debate político argentino parece hace un tiempo ya esterilizado
en torno a la cuestión del “relato” (la famosa “batalla cultural") y los temas
que de allí se derivan, como las modalidades de la comunicación del gobierno
nacional: la antinomia “conferencias de prensa versus cadena nacional” expresa
así con crudeza la pobreza de un escenario que no puede generar instancia
superadora alguna de la discusión política.
Y no sirve de mucho tomar nota de que ése es el terreno en el que
los medios hegemónicos han decidido plantear el partido, si desde el campo
propio no se logra escapar a esa lógica para disputarlo en otros términos más
convenientes políticamente.
Tampoco apuntar el efecto acelerador que provocan en ese plano el
advenimiento de los plazos legales para que la ley de medios se cumpla en su
integralidad: ante la magnitud de los intereses que Clarín pone en juego, sería
iluso suponer que no intentará todo lo que esté a su alcance para empiojar la
cosa.
Pero aun así, no conviene al gobierno replicar esa lógica
redoblando la apuesta en ese plano, menos cuando tiene todas las de ganar:
legitimidad electoral (obtenida cuando el Grupo disponía de todas las bocas de
fuego mediático que le garantizan sus 300 licencias), la ley y un fallo
judicial de su lado.
Por el contrario, una apuesta firme y decidida al simple
cumplimiento de la norma (resistiendo la tentación de las espectacularidades
que pueden terminar siendo contraproducentes) y en un plano de igualdad para
todos los alcanzados por las pautas de desinversión, es a mediano plazo (que no
es necesariamente el que marcan los cronogramas electorales) puro rédito
para el kirchnerismo, en términos de consolidación de una nueva gobernabilidad
democrática.
Y tampoco hay que hacerse demasiadas ilusiones con que a partir
del 7 D se alumbrará -como por arte de magia- la pluralidad de voces en la
comunicación, porque es muy probable que (al menos en el tercio del espectro
radioeléctrico que se reserva a las empresas que explotan medios con fines de
lucro) los que se hagan con las licencias del Grupo expresen la misma visión
política, económica y social de éste, o al menos una bastante parecida: por
algo se dice que los medios de comunicación de masas son, en la sociedad
moderna, los verdaderos partidos de derecha.
Alguno podría preguntarse que se ganará entonces con la
desinversión en tanto desmantelamiento del pulpo mediático, y la respuesta es
sencilla: quitarle las herramientas para convertirse en un actor político de
peso con la capacidad de condicionar gobiernos, y direccionar las políticas
públicas en función de los intereses y lógicas corporativas (los propios y los
de los que lo usan como ariete).
Obsesionarse con la dimensión virtual de las cosas (la que
replican los medios, la que circula por las redes sociales) hace perder de vista
muchas veces los núcleos duros de la realidad, por los que transita la vida
cotidiana de las personas: justamente la capacidad de interpretarlos e
interpelarlos es lo que le ha dado al kirchnerismo el dominio de la
escena política argentina desde hace casi una década.
El episodio Harvard proporciona un ejemplo valedero al respecto:
en La Matanza pesará seguramente más en la percepción ciudadana del gobierno de
Cristina el aumento de la AUH, que la gaffe presidencial ante los estudiantes
conchetos; y si bien es cierto (como apunta acá Gerardo) que ese aumento
desapareció de la tapa de los diarios hegemónicos al día siguiente de haberse
anunciado, la reflexión cabe para los lectores, no para los que lo cobran:
veamos entonces como se comportaron unos y otros en octubre, en relación a
Cristina y los demás candidatos, y que comportamiento político pueden tener
previsiblemente en el futuro.
El efecto develador del rol político que juegan los medios, y del
modo desembozado en que operan defendiendo intereses empresarios propios ya
está establecido desde el famoso “Que te pasa Clarín” de Néstor para acá; y si
hay vastos sectores sociales que replican a diario los zócalos de TN y desde
allí interpretan la realidad, no es tanto por una incapacidad de pensar por sí
mismos (que sí existe), sino porque comparten en su íntima convicción la idea de
sociedad y de país que expresan los medios hegemónicos.
Y hay allí un núcleo duro opositor al kirchnerismo irreductible a
todo razonamiento o confrontación con los datos duros de la realidad, que
marcan por ejemplo como fueron beneficiados los sectores medios por las
políticas del kirchnerismo: intentar obcecadamente perforarlo empeñándose en
una disputa conceptual allí donde no hay lugar para el análisis, es perder un
tiempo que se puede empeñar mejor en otras cosas.
Porque si bien es verdad que esa disputa afirma la propia
identidad de pertenencia (como pasó en el conflicto del campo), también es
cierto que limita la capacidad de atraer voluntades de los que “están en el
medio”, si es que tal cosa existe. En todo caso lo que hay (aunque muchas veces
no tan visible) es gente que quiere que le hablen más de las cosas que le pasan
todos los días (como la inflación, el empleo, el salario, la vivienda), por qué
le pasan y que hace o no el gobierno al respecto.
Si se hace a un lado por un instante el barrullo mediático y
virtual, se verá que en la política “real” (permítaseme la licencia, la otra
también lo es, pero menos) el panorama sigue exactamente igual que el 23 de
octubre: la oposición continúa fragmentada, sin liderazgos (pero con
superpoblación de vedettismos), sin discurso (o sometida a los vaivenes
contradictorios de los medios hegemónicos, que un día le pegan al gobierno por
la minería y al siguiente porque expropia YPF) y -sobre todo- sin reconstruir
un vínculo con la sociedad que les permita soñar con superar el estado de
catalepsia electoral en el que quedaron.
Cristina retiene el liderazgo hacia el interior del peronismo
(¿alguien recuerda hoy el clima con el que se vivían los días del paro de
Moyano?), y el gobierno puede imponer su agenda en el Congreso, mientras todos
los indicadores demuestran que lo peor de la crisis ya pasó, y es muy probable
que el año próximo se vote otra vez en un escenario de crecimiento económico.
¿Significa esto que no hay problemas?, no, simplemente que esos
problemas no son los que marcan los medios y los cacerolos, o que esos
problemas no tienen -para la gente común- la densidad que ellos plantean; de lo
contrario el 54 % de Cristina no se entendería.
El gobierno no puede resignarse a no comunicar lo que hace (y está
bien que se discuta como hacerlo mejor), pero menos puede resignarse a no
gestionar: es más crucial para el futuro del kirchnerismo estar en el día de
las medidas concretas de gobierno, que pendientes de los titulares de Clarín o
La Nación, para salir a replicarlos; aunque eso haya que hacerlo también, pero
sin hacerse demasiadas ilusiones sobre la eficacia de las réplicas.
Cada préstamo de PROCREAR que llega a su destinatario, y que hace que una familia pueda empezar a
construir su casa propia, vale más que 100 tapas catástrofe de Clarín, o 20
investigaciones de Lanata sobre los terrenos de El Calafate, o lo que pasa en
alguna provincia con gobernador Kirchnerista.
Y en ese contexto hay que
inscribir las protestas de los cacerolos y sus ramificaciones, como la
conferencia de Harvard: la discusión sobre la espontaneidad o el aparatismo es
a ésta altura absurda; cuando todas las evidencias indican que la orfandad
política que expresan lo que protestan en los cacerolazos no implica que no los
organice y conduzca un núcleo activo de fachos nostalgiosos de la dictadura,
que intentan además forzar al macrismo a asumirse como derecha explícita
tradicional; cosa que es probable que Macri termine haciendo.
Muchos kirchneristas lamentan que el discurso de
Cristina en la ONU haya quedado opacado por el episodio Harvard, pero esa
circunstancia no hay que atribuírsela tanto a los medios hegemónicos (¿o acaso
podía esperarse que hicieran otra cosa?), como al propio gobierno, empezando
por la presidenta: de nada vale plantarse en un foro institucional afirmando la
capacidad de decisión nacional o rechazando las recetas impuestas (como en el
caso del FMI y la tarjeta roja) como lo hizo Cristina, si tras cartón se cae en
la tentación de lograr una aprobación externa (en este caso del mundillo
académico), que no se traduce en ninguna ventaja política o estratégica
concreta, sea cual sea la solvencia con la que Cristina responda a las
preguntas, cosa que poco importa como se vio.
Es decir no perder de vista en definitiva que el
partido lo termina ganando no sólo el que juega mejor, sino el que logra
imponer como y donde se juega.
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