100 años cumple hoy (así, en presente)
Evita, que en breve cumplirá 67 de su “tránsito a la inmortalidad", y
que con unos pocos años de protagonismo político, se convirtió en la mujer más
importante de la historia argentina, sin discusiones: esos solos datos deberían
bastar para entender que se está en presencia de un personaje excepcional, de
esos que aparecen muy de vez en cuando.
Evita es de los
personajes argentinos más conocidos en el mundo entero, si no el más, más que
el propio Perón, y tanto o más que el Che; porque con ella se da la
particularidad de que los que la odiaron y trataron de denigrarla
convirtiéndola en un cliché, la hicieron más famosa aun. Pero si los que la
odiaron la hicieron famosa, los que la amaron y la aman le levantaron altares y
la hicieron leyenda, viva y palpitante en la memoria de su pueblo.
No tiene mucho
sentido conjeturar hoy sobre lo que le hubiera pasado al peronismo si Eva vivía
más tiempo, o sobre lo que ella hubiera hecho en cada circunstancia histórica
de la Argentina (“Si Evita viviera”): bastante riqueza hay en lo que ella fue e
hizo, para aprovecharla hoy como enseñanza actual, como para perder tiempo en
especulaciones.
Evita fue un ángel,
pero de fuego: amó a los que la amaron, y odió a los que la odiaron, con la
misma pasión e intensidad; sin medias tintas, ni atajos, ni dobleces. Porque
como ella misma decía, nunca se dejó arrancar el alma que traía de la calle,
nunca renegó de sus orígenes, para tratar de parecer lo que no era.
Y eso que era
actriz, y no faltan los gorilas (asumidos o no) que digan que siendo Evita
representó su papel supremo, y póstumo; porque de ella también, como de Perón,
se dijo que era una impostora, que es lo que dicen siempre los que creen que el
pueblo es bobo, y lo engaña cualquiera. Los mismos que miran los fastos de su funeral, pasando por alto el impactante, auténtico y genuino dolor del pueblo llano, que la lloró por días, semanas, meses.
Se la acusó de
resentida social, y ciertamente le sobraban razones para serlo, pero al mismo
tiempo, y viniendo de donde venía (o precisamente por eso), fue capaz de amar y
dar consuelo, y consumirse en ese amor, disolviéndose en los amados: sus cabecitas, sus descamisados, sus “grasitas” como le gustaba decir; a los que les dedicó pocos pero intensos
años de su vida, que serían los finales; abrasada por el fuego de una pasión
inextinguible, consumiéndose en interminables y agotadoras jornadas de trabajo,
que le restaban a su cuerpo enfermo el descanso que reclamaba.
Por eso, si para
alcanzar el ideal del amor evangélico le faltó (tan humana como era) amar a los
que la odiaban, lo suplió con creces alcanzando la forma mayor del amor
cristiano, dando la vida por sus amigos. Y ese sacrificio creó entre ella y el pueblo que la amaba un lazo indestructible, que resistió el paso del tiempo y se transmitió de generación en generación, cuando la Fundación ya era un recuerdo, y los años felices quedaron atrás.
Pero Eva, como Cristo, fue capaz de la ternura, la misericordia y el consuelo, tanto como del latigazo para echar a los mercaderes del templo. Su lengua filosa como un látigo castigó a las oligarquías explotadoras y antipatrias de su tiempo y de todas las épocas, como casi nadie las volvería a castigar después; marcándolas con un trazo indeleble: “raza de víboras y explotadores”, los llamó; con la misma furia y fervor con que castigaba a los alcahuetes, adulones y traidores de adentro, en los que veía un peligro mayor para la causa peronista. Algún habrá que rendirle también el merecido homenaje a su clarividencia política.
Pero Eva, como Cristo, fue capaz de la ternura, la misericordia y el consuelo, tanto como del latigazo para echar a los mercaderes del templo. Su lengua filosa como un látigo castigó a las oligarquías explotadoras y antipatrias de su tiempo y de todas las épocas, como casi nadie las volvería a castigar después; marcándolas con un trazo indeleble: “raza de víboras y explotadores”, los llamó; con la misma furia y fervor con que castigaba a los alcahuetes, adulones y traidores de adentro, en los que veía un peligro mayor para la causa peronista. Algún habrá que rendirle también el merecido homenaje a su clarividencia política.
Insultada en vida
(aquella pared infame que vivaba al cáncer quedará en los anales del odio), fue
vejada, torturada, y desaparecida después de muerta: una cruel metáfora del
destino que muchos sufrirían después, y por las mismas razones: comprometerse a
fondo por los que menos tienen.
Signos de que los
odios de la oligarquía son perdurables, tanto que no se detienen ni ante la
enfermedad, ni ante la muerte. El amor del pueblo tampoco: por el contrario,
encontró en ellas más motivos para amarla, incondicionalmente. Por eso cuando
alguien les hable de la grieta como algo nuevo, o inventado entre nosotros en
el 2003, cuéntenle de Eva, de sus odios y de sus amores.
Hablando de Evita,
decía Perón que entre otras cosas, ella le aportó al peronismo el fanatismo que
es imprescindible para que triunfen las grandes causas: una lección de los dos
para los portadores del “peronómetro” que abjuran de las “minorías intensas”, y
que suelen disfrazar de pragmatismo o “realpolitik” las deserciones, las
traiciones y el arriado de las banderas.
Desde la obsesión
enfermiza del gorilismo se preguntaba Sebrelli si Eva había sido una simple
aventura, o una militante, y para nosotros la respuesta no es dudosa: Eva fue
no solo una militante, sino la regla (alta, muy alta) con la que nos debemos
medir todos los que nos llamamos militantes: para serlo realmente, te tiene que
doler en el cuerpo la pobreza, el dolor, el sufrimiento y la injusticia; y
estar dispuesto a hacer todo lo que esté a tu alcance para remediarlos. Es el
único modo de ser dignos de su sacrificio, y de su recuerdo.
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