Que el masivo acto del jueves en Ferro haya
sumado la protesta sindical con la necesidad de articular una respuesta
política y el rechazo a la persecución judicial a Cristina solo puede
sorprender a los que pierdan de vista la esencia de la política; que es la
representación de intereses.
Es decir, la idea dominante en el país
durante años y que explotó por los aires en la crisis del 2001, junto con el
modelo de la convertibilidad; y una idea que desde diciembre de 2015 para acá
se trata –interesadamente- de reintroducir: la política y la economía son
mundos separados, compartimentos estancos sin comunicación entre sí; regidos
por reglas propias: la economía por el imperio del “pensamiento único”, las
leyes del mercado y un (en apariencia) único camino racional posible, que es la
lógica del neoliberalismo, y la política, un ejercicio distractivo tolerado, en
la medida que no cuestione esa visión de la economía.
A punto tal es así, que cuando -como ocurre
ahora- el modelo económico neoliberal vuelve a fracasar, enseguida pone las
culpas en la política: no llegan las inversiones o se pierde “la confianza de
los mercados” porque hay “incertidumbre electoral” o “miedo al retorno del
populismo”.
El problema es que además de no explicar la
política, esa visión tampoco termina explicando la economía: mientras los datos
duros de la realidad (aumento del desempleo y la inflación, caída de los
salarios, el consumo, el nivel de actividad y la capacidad instalada industrial
utilizada) nos golpean a diario, nos cuentan que vuelve la calma a los mercados
porque el gobierno lograría un nuevo acuerdo con el FMI y mejoran las
expectativas, cae el riesgo país, suben los bonos y las acciones, baja el dólar
y regresan parte de los capitales golondrinas que se fueron.
Lo mismo pasaba en
el 2001, cuando ese modo de “gobernabilidad” explotó en una crisis económica,
social y de representatividad política; cuando el kirchnerismo emergió por
arriba del “que se vayan todos” recomponiendo la autoridad presidencial, el
poder arbitral del Estado y la autonomía de la política; logrando durante más
de 12 años disimular razonablemente la fragmentación de un sistema político que
hacía rato había perdido su capacidad de transmisión de las demandas sociales.
Esa cultura
política previa al estallido sobrevive en la superestructuras partidarias con
representación institucional, y a ella tributa la idea del massismo y el
“peronismo racional” de “colaborar” con el macrismo, en la idea de dar vuelta
la página de la experiencia kirchnerista, como una anomalía que no debe volver
a repetirse. De allí que no solo compartan en líneas generales el rumbo del
gobierno (más allá de cierta verbalidad opositora, en alza al ritmo de la
descomposición del macrismo por la crisis), sino que crean que el problema es cosmético
y se resuelve -por ejemplo- retocando un par de artículos del presupuesto
confeccionado por el FMI.
Pero el propósito
real de Macri y del proyecto que él encarna es mucho más profundo, pues no se
trata simplemente de borrar al kirchnerismo del mapa político o de la memoria
colectiva, sino de hacer retroceder al país en materia económica y social al
estadio anterior al primer peronismo. La incomprensión (o la subestimación) de
este dato es lo que tensiona ciertos intentos de “unidad ampliada” del campo
opositor, en especial del peronismo, y lo que explica también la inercia
inicial de muchos sectores sindicales (como el moyanismo), hoy en trance de
rectificación.
A esa cultura
política tan arraigada en nuestra transición democrática corresponde toda una
lógica de “armados” electorales e instalación de candidaturas, y prácticas como
el “fotismo” y el desfile de mascaritas sueltas que saltan de alianza en
alianza (y no solo en el peronismo, ni mucho menos); en pasos de comedia que ya
hace rato son incapaces de encapsular una realidad cada día más cruda y áspera,
ni hablemos de darle respuesta.
Por otro lado la
reforma política que el kirchnerismo sí hizo al instaurar las PASO,
involucrando al conjunto del electorado en la definición de la oferta electoral
y no solo a los afiliados de los partidos políticos, hace que hoy esos
“armados” y fotos de dirigentes no tengan el peso específico que pudieron tener
antes, menos si se empeñan en desconocer las tendencias y demandas reales de la
sociedad; en el afán de ganar de ganar la atención y vehiculizar las demandas
de los que mandan (y financian campañas).
En ese marco, la
convergencia entre Massa y el “peronismo racional” de Pichetto, Bossio y
algunos gobernadores es un hecho natural, o una posibilidad mucho más cierta
que su integración a una PASO ampliada de la oposición peronista, porque juegan
un partido distinto del que juega el kirchnerismo: representan un intento de
repetir lo del 2015, metiendo una cuña electoral que drene votos opositores al
gobierno para impedir el regreso al poder del peronismo en su versión
kirchnerista; y si la caída de Macri en picada electoral fuese más pronunciada,
captar voto macrista desencantado para polarizar con el kirchnerismo en un
eventual balotaje. De allí que más allá de la buena voluntad de algunos
dirigentes (incluidos algunos de los sindicalistas que organizaron el acto de
Ferro) es muy difícil la unidad entre los que pensamos que el problema es
Macri, y los que siguen pensando que el problema es Cristina.
Frente a la
claudicación de la CGT, la respuesta de las fracciones combativas del
sindicalismo acercándose al kirchnerismo y más explícitamente a Cristina (a
quienes se les cuestionaba no tener una “pata sindical” propia sólida, y hoy
son los que tienen más vínculos que nadie con las organizaciones gremiales y
sus dirigentes) es de pura lógica racional instrumental, en defensa de sus
intereses, y de los de sus representados.
En un gobierno de
empresarios que ejecuta un proyecto que le declara explícitamente la guerra
explícitamente al trabajo, el salario y los derechos de los trabajadores y sus
organizaciones, la única respuesta defensiva racional (además de las medidas de
fuerza estrictamente sindicales) es apostar a la autonomía de la política en
relación a los intereses corporativos, y a quien o quienes han demostrado que
pueden garantizarla razonablemente, dentro de la oferta disponible en el
sistema. Una respuesta que además no hace sino traducir lo que ya pensaban sus
propias bases hace tiempo, como quedó claro en el propio acto de Ferro.
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