Desde que el peronismo apareció en escena en
la política argentina, su contracara, el gorilismo, viene sosteniendo que fue
el resultado de una coyuntura feliz, lo cual es en sí mismo un oxímoron, porque
Perón les pasó el trapo a los partidos y políticos tradicionales de su época
fue precisamente porque había una crisis de representatividad: nada de
coyunturas felices.
La explicación
atravesó las décadas y vuelve -una y otra vez- para intentar explicar la
persistencia de muchos argentinos en seguir votando al peronismo, en lugar de
las políticas liberales que serían no solo más serias, sino las únicas
posibles, racionales y adecuadas para resolver los problemas del país: así
mientras el peronismo siempre “disfruta de condiciones favorables irrepetibles
que desperdicia” (la crítica del desarrollismo de Frondizi a Perón, por
ejemplo), los gobiernos liberales deben lidiar con terribles crisis, fruto de
la “pesada herencia” del populismo: así ha sido desde el “plan de
estabilización” de Prebisch en el 55’, a “la bomba programada” que había dejado
Axel Kicillof en 2015, para que le explotara a Macri tres años después.
Las evidencias
históricas, por supuesto, desmienten el relato: Néstor Kirchner llegó al
gobierno en el 2003 casi por la ventana, con apenas un 22 % de los votos y un
balotaje que le fue negado ex profeso por Menem para erosionar su legitimidad,
con la protesta social floreciendo en todas partes, una Corte Suprema cuyo
presidente lo extorsionaba por televisión, y con el default de la deuda externa
declarado y sin posibilidad de acceso al crédito.
Sin quejarse por la pesada herencia recibida (que vaya si lo era) se puso a trabajar desde el primer día, y cuando llevaba
transcurrida de su mandato la misma proporción que hoy lleva Macri del suyo, había depurado la Corte menemista, encauzado la protesta social sin
reprimirla (con el simple recurso de atender los reclamos), cerrado el primer
canje de deuda con una quita histórica del capital y diferimiento del pago de
intereses con una aceptación del 76 % de los acreedores, y cancelado por
completo la deuda con el FMI; mientras el país crecía -como decía Aldo Ferrer-
sin depender de los mercados de deuda que se le cerraban, pero plantado sobre
sus propios pies, liberando sus recursos.
Incluso se hizo
tiempo para encarar reformas estructurales, como la aprobación de la ley de
financiamiento educativo que comprometía al Estado a invertir no menos del 6 %
del PBI en educación, ciencia y tecnología, junto con políticas reparatorias
como la primera moratoria previsional. Apostó a la integración regional y
rechazó el ALCA, en defensa de la producción y el trabajo argentinos.
No solo no reprimió
la protesta social, sino que tampoco descargó sobre las espaldas de los
argentinos -vía los tradicionales planes de ajuste- las consecuencias de la
salida de la convertibilidad: además de reactivar la discusión salarial en
paritarias y rescatar de la hibernación al Consejo Nacional del Salario,
sostuvo una política de subsidios de las tarifas de los servicios públicos, que
configuraba poner salario indirecto en los bolsillos de los trabajadores.
En el mismo lapso
de mandato, Macri (que llegó al gobierno tras un balotaje que le permitió sumar
más del 51 % de los votos) armó una Corte a su medida metiendo dos miembros por
la ventana (luego convalidados por el Senado), capituló frente a los fondos
buitres para abrir un nuevo ciclo de endeudamiento, dolarizó las tarifas, los
combustibles y el precio de la comida al eliminar las retenciones y terminó
chocando la calesita, recayendo de nuevo en pedirle plata al FMI. En el medio, desarmó la paritaria nacional docente y Conectar Igualdad, desfinanció las universidades nacionales y el CONICET y discontinuó el plan satelital.
En todo momento, apeló a miles
de excusas, poniendo siempre en la sociedad el foco de las culpas para
justificar las políticas de ajuste: demasiadas universidades, demasiados
derechos, demasiado salario, nos acostumbraron a vivir por encima de nuestras
posibilidades, en fin, lo conocido. Y si la protesta escala, la represión
fácil como primera y única respuesta; y hasta la amenaza de advertirnos que "si se pone loco", nos puede hacer mucho daño, como si ya no lo estuviera haciendo.
Cristina, que llegó
al gobierno con un rotundo triunfo electoral sustentado en sus méritos propios
y en la popularidad de Néstor por lo que fue su gobierno, tuvo que lidiar a las
pocas semanas con la revuelta de las patronales del campo contra las
retenciones móviles, el enfrentamiento con el grupo Clarín (que había tenido
buenas relaciones con Kirchner) y la crisis internacional de Lehman Brohers y
las hipotecas sub prime; la peor del capitalismo en su propio corazón (Estados
Unidos) desde 1929, cuyos efectos aun hoy perduran y hasta acuartelamientos de gendarmes y policías. Por si todo eso fuera poco,
desde el 2010 debió arreglárselas sin Néstor.
Sus respuestas
siempre fueron “saliendo de los laberintos por arriba”, como decía Marechal: la
AUH, la ley de medios, la recuperación de los fondos de las AFJP, y ya en el
segundo gobierno (cuando arreciaron las corridas cambiarias y llegaron la
devaluación, el cepo, los cacerolazos y el fallo de Griesa a favor de los
fondos buitres), el Procrear, el Progresar, la recuperación de YPF, la reforma
al Banco Central y a los mercados de capitales, Precios Cuidados y la segunda moratoria jubilatoria.
Se mantuvo firme
frente a la extorsión de los fondos buitres, y logró amplio apoyo internacional
para la causa argentina, y tras un mandato en el que tampoco hubo ajustes ni
represiones, se fue con la plaza llena (hecho inédito en tiempos democráticos),
y advirtiendo claramente lo que se venía en el país.
Macri, que lleva
transcurridas casi las tres cuartas partes de su mandato dándole todo al campo,
a Clarín y a todas las fracciones del capital, llora por unos puntitos de suba
de la tasa de interés de la FED, y siempre encuentra una excusa para poner en
otros la responsabilidad de su propio fracaso: Brasil, Trump y su guerra
comercial con China, la lira turca y los cuadernos del chofer; y mientras se
queja por la pesada herencia recibida la dilapida, re-endeudando explosivamente
al país comprometiendo su futuro y licuando el valor del Fondo de Garantía de
la ANSES, que se ha comprometido a desguazar en el acuerdo con el FMI.
Mientras el
kirchnerismo debió gobernar con una oposición cerril, que votaba en contra
incluso de aquello que ella misma había propuesto en su momento, Macri contó y
cuenta a su favor con el peronismo más dividido e impotente que se recuerde, y
la CGT más obsecuente y entreguista de la historia; además de contar con el
respaldo (al menos verbal) de las principales potencias internacionales, a las
que trata de seducir por todos los medios posibles: acuerdo de libre comercio
del MERCOSUR con la Unión Europea, solicitud de ingreso a la OCDE, cooperación
militar con los Estados Unidos, búsqueda de ingresar a los acuerdos
Transpacífico. Con todo eso, pasó en meses del sueño de la reelección y la
hegemonía a largo plazo, al fantasma del helicóptero.
Las diferencias
nítidas en el modo que uno y otros gobernaron marca las claras que, cualquiera sean las circunstancias en las que les toque llegar al poder, no todos
tienen lo que hay que tener para gobernar un país, y estar a la altura del desafío: mientras Néstor y Cristina demostraron tener madera para ser
presidentes, Macri ha dejado en claro que el cargo le queda grande, porque como
presidente, es de madera. Para todo lo que no sea servir como instrumento para ejecutar en el país una revancha social de la clase dominante, claro está.
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