Estamos viendo por estos días en la Argentina la vuelta de un viejo conocido: el sueño de la derecha argentina de poder estabilizar su proyecto de exclusión, en democracia y con elecciones libres: el saqueo (del país, de los bolsillos) revalidado primero en las urnas, luego con la inacción en la protesta y nuevamente con las urnas otra vez, en las elecciones legislativas del año próximo.
Pasó con Menem y la ilusión primer mundista (que duró 10 años, condicionando la percepción futura de todo el mundillo político, sindical y empresarial), pasó con Macri, que se soñó reelecto o alternándose con Vidal y Larreta para un largo ciclo de hegemonía del PRO. Sabemos como terminaron ambas experiencias: con Menem huyendo de un balotaje que perdería por paliza, y con Macri atando su suerte (y la del país) a un mega préstamo con el FMI, que no le alcanzó para financiar su reelección.
Y está pasando con Milei, alentado por la baja de la inflación (dibujada, no reflejada en los bolsillos y a costa de la recesión), el control del dólar, un posible acuerdo con el FMI para que lleguen fondos frescos (el mismo camino de Macri en 2018, otra vez con Caputo en los comandos), y el rebote del gato muerto, en pleno año electoral. Hablamos de expectativas, la realidad es muy otra cosa.
Con esas expectativas, Milei se agranda y empieza a justar cuentas: termina de aislar a Villarruel del gobierno, plantea la eliminación de las PASO que sería fatal para Macri y el PRO, amenaza con meter a sus dos candidatos a jueces de la Corte por decreto, y con prorrogar el presupuesto 2023 para no concederles nada a los gobernadores "dialoguistas".
Mientras tanto el círculo rojo (cuya comprensión cabal de los procesos políticos y sociales es bastante rústica) gasta a cuenta de un mejor clima de negocios, y el sistema (institucional, político, en parte social) se acomoda a la percepción de que el experimento con seres vivos llegó para quedarse: eso explica la crisis de la CGT que decantó en la renuncia de Pablo Moyano, y los últimos éxitos de Milei en el Congreso sostenidos también -y esta es la novedad- en las deserciones hormiga producidas en los bloques del peronismo, que sucedieron pese al efecto ordenar que se suponía tendría la asunción de Cristina en el PJ nacional.
Que fue el cierre de una interna formal, pero dejó más expuesta aun la interna real, que es la bonaerense (porque hasta acá no se ha visto que tenga réplicas más allá del AMBA): una torpeza por donde se la mire en éste contexto, y que a ésta altura -y precisamente por ese contexto, que impone otras prioridades- ya poco importa quien empezó: el problema es que ninguno parece darse cuenta de la necesidad de darle fin, o cauce racional de solución. En ese sentido, fue auspicioso que el sábado pasado Cristina compartiera un acto con el ministro de Salud de Kicillof, haciendo a un lado esas rencillas.
En su intervención en Rosario (como antes en Santiago del Estero) Cristina apeló a la memoria social de sus gobiernos, algo que no alcanzó en el 2015 para frenar a Macri, y tampoco en el 2023 para frenar a Milei, en éste caso porque en el medio pasaron cosas, como el gobierno de Alberto Fernández. Si sirvió, en cambio, en el 2019 para frenar la reelección del contrabandista, porque estaba fresco en el recuerdo su espantoso gobierno, como para que el electorado pudiera hacer las comparaciones del caso: acaso CFK esté pensando que la situación actual tenga más puntos de contacto con ésa, dados los estropicios actuales (y previsiblemente futuros) de Milei.
Sin embargo el formato de su campaña es más parecido al de Unidad Ciudadana en 2017, que al del FDT en 2019: no hubo hasta ahora grandes actos institucionales del PJ (con gobernadores o legisladores nacionales) ni reuniones con fotos con dirigentes para "ordenar lo que se ha torcido", apostando al diálogo con la sociedad: los despedidos de Dow Chemical, las víctimas de violencia de género, los recicladores urbanos, delegados sindicales. Muy necesario que alguien con el volumen político y electoral de Cristina les brinde escucha a las víctimas de Milei; quizás constatando también que sus permanentes apelaciones al acuerdo entre fuerzas políticas (una constante en apariciones públicas y documentos anteriores suyos) cayeron en el vacío). La pregunta es si será suficiente.
El interrogante no es menor: le pese a quien le pese, lo que haga Cristina es crucial no solo para el peronismo o para la oposición a Milei, sino para la subsistencia misma de la democracia en la Argentina, frente a los desbordes fascistas cada vez menos disimulados de un gobierno con pulsiones autocráticas, que no se siente limitado ni por la Constitución y las leyes, ni por las construcciones sociales de la democracia preexistentes a su llegada. Cristina es -en ese contexto- el principal activo político e institucional (aun sin desempeñar ningún cargo a la fecha) de la democracia argentina.
De allí que sean claves los pasos que se den de ahora hasta las elecciones del año que viene, para seguir manteniéndose al margen del cambalache dominante en la política nacional, con un mismo lodo donde todos están manoseados: contribuir (por acción u omisión) a que se apruebe el pliego de Lijo para la Corte Suprema solo contribuirá a la estabilización del régimen y a la idea que intentan instalar de un pacto de impunidad (idea con la que el único que acumula es el PRO), y expone una estrategia (la de tener jueces que te deban favores) que ya fracasó en los gobiernos kirchneristas con Bonadío y los demás jueces de la servilleta de Comodoro Py.
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