LA FRASE

"EL CONGRESO ES UN NIDO DE RATAS, PERO TENEMOS QUESO SUFICIENTE." (JAVIER MILEI)

domingo, 3 de junio de 2012

CACEROLAS


Por Raúl Degrossi

Los cacerolazos porteños del jueves y viernes por la noche despertaron en todo el mundo inevitables remembranzas del conflicto del 2008 por las retenciones móviles, si hasta el disparador fue el mismo: el intento del Estado por cobrarle impuestos al “campo”; pero los años no pasan en vano y la situación no es exactamente igual que entonces, en algunas cosas para mejor y en otras no tanto.

Los impulsores y protagonistas de protesta representan al mismo actor social y político de la 125, pero con muchos menos acompañamiento (al menos por ahora): una derecha retrógada, cerril, racista y prepolítica, profundamente antidemocrática (los camarógrafos de “6 7 8” pueden dar fe de su predisposición “al diálogo y el consenso”) y falsamente republicana.

Añoran los tiempos del facto (y cada vez les cuesta más disimularlo), y, viniendo más acá, los de la excepcionalidad de la crisis del 2001, con una salida abrupta de la Convertibilidad a través de una megadevaluación que obró (como siempre lo hacen esos procesos) como un formidable disciplinador social; y una crisis política que dejó a las instituciones al borde del abismo, y sin ninguna capacidad real (ni intención) de arbitrar políticas más allá de la pura administración de la crisis.

En su rusticidad conceptual, esos sectores tardaron en comprender la lógica profunda de la gobernabilidad kirchnerista, y cuando lo hicieron, reaccionaron furiosos contra ella: el intento de reconstruir el Estado desde su base material (la solvencia financiera, la famosa “caja”) y un reordenamiento de las instituciones sobre la base más sólida diseñada en nuestro sistema constitucional (la autoridad y el poder presidencial); tratando en el camino de ganar autonomía para la política, en la búsqueda de un nuevo modelo de acumulación, compatible con la mejora de los indicadores sociales, y una progresiva restitución de los derechos conculcados por el experimento neoliberal, en simultáneo con la incorporación de otros, gestados al clima cultural de la época.

Estos republicanos de opereta entienden a su muy particular modo la división de poderes, que consistiría en que el poder político no se entrometa con el económico, y el Judicial (donde anida por regla general el más profundo conservadurismo) se constituya en el garante final de los privilegios minoritarios. Tras la rapiña organizada desde el propio Estado en los 90’, salen hoy raudos a declarar la muerte práctica de ese mismo aparato estatal, negándole desde sus recursos, hasta el derecho a intervenir en lo que entienden son sus dominios exclusivos.

Que estas protestas hoy sean menos extendidas que en el 2008 no implican que no se las deba tomar en serio, muy por el contrario: todo indica que ahora no pueden ser contenidas en las formas institucionales, y por ende los que las protagonizan tampoco se sienten mayoritariamente interpelados por el respeto a las reglas de juego de la democracia: basta ver como piden a voz en cuello que se vaya el gobierno votado por el 54,11 % de los argentinos, hace apenas meses.

Después del “voto no positivo” de Cobos y ante la certeza de que Cristina no renunciaría tras la derrota en el Congreso, se lanzaron a la cooptación de las estructuras partidarias opositoras (generosamente alquiladas por una dirigencia sin clara conciencia de su rol), llenando de candidatos propios las listas en las legislativas del 2009: si la cosecha electoral fue la esperada, los resultados -en términos de concreción de sus demandas corporativas- fueron decepcionantes; y qué decir de lo que vendría después, con el cristinazo del 23 de octubre.

Hoy se sienten huérfanos de representación, lo que en parte ellos mismos provocaron al desmembrar a buena parte del sistema político con la exacerbación de sus lógicas corporativas: figuras como Duhalde o Carrió fueron fagocitadas por seguir a pie juntillas el catecismo de recitar las demandas de estos sectores, y el radicalismo está atravesado por disputas internas cada vez más agudas por el mismo motivo; y han sido tan torpes que sus propios movimientos terminaron torpedeando -a poco de ser lanzada- la candidatura presidencial de Scioli, colocándolo en el dilema de tener que romper ahora con el gobierno, o poder gestionar la provincia: buscaron otro Cobos, lo que demuestra que no aprendieron como terminó el original, y por qué razones.

Otros prospectos opositores -como Binner o Macri- corren el mismo riesgo, si no aciertan a generar nuevas estrategias de construcción política, aprovechando (por raro que parezca) los espacios que el kirchnerismo ha ido ganando para la autonomía de la política; porque una cosa es compartir ideológicamente ciertos planteos sobre el Estado o el manejo de la economía, o el conflicto social (como puede ser el caso del jefe de gobierno porteño); y otra es aceptar desde el vamos convertirse en un vulgar amanuense de planteos sectoriales, aunque uno pertenezca a esos sectores que los formulan. 

Habrá que ver si lo que se vio en el caso de la expropiación de YPF (no aplicable al PRO, que votó en contra) marca un cambio de tendencia, o fue más bien la excepción que termina confirmando la regla observada hasta acá sobre el método de construcción política de la oposición al kirchnerismo: por lo visto en la discusión de la reforma tributaria bonaerense, hay más de lo segundo que de lo primero.

Sin embargo las cosas tampoco son hoy exactamente iguales al 2008, aunque los adversarios que el gobierno tiene enfrente sean los mismos: las patronales del campo, el grupo Clarín y La Nación y -más solapadamente, tal es su costumbre- el bloque devaluacionista que es siempre el mismo: los grandes exportadores y las empresas con posición dominante en el mercado nacional y estructura de negocios expandidos hacia el exterior (Aluar, Acindar, las del grupo Techint); todos a su vez con redes de negocios comunes en los que se imbrican sus intereses, creando solidaridades políticas sobre bases económicas concretas; más allá de una cosmovisión ideológica compartida.  

El alineamiento sin fisuras del conglomerado mediático hegemónico con las patronales agrarias en el conflicto del 2008, fue el disparador para que el kirchnerismo impulsara la ley de medios; hoy día en cambio, la certeza de que el grupo Clarín deberá desinvertir (tras el fallo de la Corte) exacerba la furia de Magnetto y sus comandos, y les hace perder la brújula: en pocos meses pasaron de poner en tapa a Famatina, el Proyecto X y el techo a las paritarias, a amplificar la protesta ridícula de un puñado de votantes de Macri, que añoran a Videla; previo paso por la defensa irrestricta de los intereses de Repsol en el asunto de la expropiación, y la obsesión por reflejar el punto de vista inglés sobre Malvinas.

Pero cuidado: es tan cierto que ese aparato mediático está profundamente deteriorado en su capacidad de marcar agenda y producir sentido más allá de las audiencias redundantes; como que los demás componentes del bloque que se expresó en los módicos cacerolazos  de esta semana tienen mayor capacidad de daño; como que pueden generar inflación, desabastecimiento y tensiones cambiarias para forzar una devaluación, martillando sobre el dólar como hace cuatro años lo hicieron sobre el significante vacío “campo”.

Concepto que por entonces alineó en la protesta a vastos sectores sociales condicionados por todo un imaginario cultural, en un fenómeno que puede repetirse en el caso del billete verde; por décadas tradicional refugio de cierta clase media con capacidad de ahorro (que no se pudo disminuir porque la crisis aconsejó suspender la baja de subsidios), y vocación recurrente por el suicidio en términos económicos.
  
En el 2008 la crisis mundial recién se asomaba, y hoy se hace sentir con todos sus efectos, condicionando los márgenes de maniobra de la política económica, y las tensiones al interior del campo del oficialismo (que por entonces se expresaban en el “peronismo disidente”, y complicaban al gobierno en el Congreso), hoy pasan por el conflicto con Moyano, y por ende están fuera de la dinámica parlamentaria, donde el gobierno goza de mayoría compacta en ambas Cámaras

Los caceroleros porteños representan a sectores que en el fondo se sienten incómodos dentro de los cánones democráticos, a los que los reclamos por la corrupción les proveen una formidable excusa para legitimar sus verdaderos planteos: es poco creíble que verdaderamente se indigne por el caso Ciccone o por la tragedia de Once gente que reclama poder comprar dólares sin tener que declarar el origen de la plata con que lo hace, o que sus campos sigan figurando por un valor que nada tiene que ver con la realidad, para poder pagar monedas de inmobiliario, y de paso evadir otros impuestos. Si fueran tantos y tan convencidos del valor de los principios, Carrió no hubiera obtenido el 1,82 % en octubre.

Del mismo modo el caso del celular de Ottavis les proporciona una autoexculpación conveniente: cuando el kirchnerismo aplasta en las elecciones, es porque impera el clientelismo, cuando sanciona las leyes, es porque corrompe opositores, ergo, podemos quitarnos los guantes y conspirar contra el poder democrático a cielo abierto, sin tapujos ni complejos: ése sería el razonamiento de ésta gente.

Sin embargo en su brutalidad (gestual, discursiva y práctica) han perdido de vista un hecho elemental de la política: el catalizador de la agresión externa  (como lo señalaba Perón, en “Conducción Política”) fortalece la unidad del campo propio; y es lo que previsiblemente sucederá en el kirchnerismo si estos ataques persisten: terminarán opacando las dudas, las inhibiciones que derivan en “apoyos críticos” y los desmarques de los "progres" que -en el fondo- no resisten demasiado tiempo ser oficialistas.

Es de esperar que no pase lo mismo con el necesario debate interno, que -contra lo que dice el simplismo dominante-,  es uno de los mayores signos de vitalidad del kirchnerismo; donde hay además liderazgo, voluntad política y mística y entusiasmo militantes, elementos que siempre se fortalecen en estas circunstancias; que explican su ya larga primacía en la política argentina, y que son imprescindibles para consolidar cualquier proceso de transformaciones. 

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