Por Raúl Degrossi
Desde que comenzó éste segundo
mandato de Cristina y -sobre todo- a partir de que los efectos de la crisis
económica internacional golpearon con más fuerza en el país circula (en los
medios, en las redes sociales, en el discurso asumido más o menos públicamente
por la dirigencia opositora) una pretensión de asimilar a Cristina con De La
Rúa; mientras que desde hace más tiempo y en especial en las usinas mediáticas
y sociales del gorilismo, se la compara con Isabel Perón: el propio Lanata lo
había hecho ya, a minutos de la muerte de Néstor Kirchner.
En ambos casos se juega con
sobreentendidos sociales que dan las coordenadas precisas del significado de la
comparación: por un lado, un presidente ungido con una importante mayoría
electoral que dilapida aceleradamente desde el gobierno, sustentado en una
coalición política que se resquebraja también con rapidez, con un
vicepresidente en el ojo de la tormenta por un escándalo de corrupción de
imprevisibles derivaciones institucionales, y el telón de fondo de una crisis
económica que -se profetiza con el pasado a la vista- no tendrá capacidad para
manejar.
Por el otro, una presidenta
vicaria de un poder heredado, a la que la viudez deja en estado de indefensión
política, recluida en una alienación conceptual para comprender la realidad,
rodeada de un círculo áulico de alcahuetes y adulones que la mantienen aislada
de lo que verdaderamente pasa; mientras a su alrededor crecen las pujas
políticas por hacerse del poder, y la economía amenaza estallar por los aires con
todas sus variables disparadas fuera de control.
Como se ve, para los que son
afectos a las comparaciones superficiales, la historia siempre las provee en
forma abundante como para convalidar un determinado discurso, y actuar en
consecuencia; lo que no implica -ni mucho menos- que la lectura sea correcta, o
tenga anclaje en la realidad: la diferencia no es menor, porque donde se
esperaba un nicho de crecimiento político, puede aparecer una serie increíble
de papelones; como de hecho viene sucediendo en la Argentina.
Y como ambos (De La Rúa e
Isabelita) terminaron abruptamente sus respectivos mandatos (asimilados incluso
visualmente en su eyección de la Rosada en helicóptero), la comparación
alimentó durante todo el año los sueños húmedos de los que no metabolizaron
nunca el 54,11 % de Cristina en octubre del año pasado; y mientras corrían los
meses de éste 2012 que termina, alentaban la esperanza de otro diciembre de
clímax político, con crisis institucional incluida.
Esa percepción alimentó tanto la
praxis política opositora (que en seguimiento de la línea editorial de los
grandes medios, auguró el inevitable fin del kirchnerismo), como la dinámica
del sindicalismo que adversa al gobierno nacional (conducido por Moyano y
Micheli); y -sobre todo- al multiforme y gaseoso colectivo social expresado en
los cacerolazos.
Que el gobierno de Isabel hubiera
terminado con un golpe militar al estilo tradicional, y el de De La Rúa con una
crisis institucional resuelta jugando con los límites del sistema constitucional
es una diferencia sutil, que no puede ser captada desde la rusticidad del
pensamiento de aquellos que, desde hace más de un año, se empeñan en negar lo
obvio: un triunfo electoral de la contundencia del obtenido por Cristina otorga
al que gana la legitimidad y la base política firme para imponer el rumbo del
país, e impone al que pierde una profunda introspección, para comprender
cabalmente lo que está pasando, y lo que ha hecho o interpretado mal.
Desde las apelaciones al
clientelismo y la “legitimidad segmentada” de Carrió en el 2007, hasta el
“efecto viudez” con el que se pretendió explicar el triunfo de Cristina el año
pasado, la oposición (mediática, social, política, sindical) persiste en
desconocer al kirchnerismo como hecho político, asumiéndolo como algo más que
un fenómeno pasajero: por esa vía, tendrán cada vez más mayores dificultades
para superarlo construyendo una alternativa viable para gobernar la Argentina.
Y la simplicidad de la
comparación de Cristina con Isabel y De La Rúa llevó a construir una galería
del ridículo, de la que será muy difícil volver: un sindicalismo peronista
-expresado en Moyano- cuestionando el liderazgo político de Cristina al
interior del propio peronismo, en el mejor registro de Vandor con el propio
Perón; sindicalismo para el cual la comparación con el gobierno de Isabel es más perjudicial
que para la propia Cristina.
Porque cuando Moyano enciende el
peronómetro para cuestionar al kirchnerismo (olvidando con frecuencia su
auditorio concreto, como ayer en la Plaza ante las columnas de los partidos de
izquierda) lo hace para recordar en clave maccartista a Rucci y a Perón
expulsando a los montoneros de la plaza (en lo que, errores aparte de la
conducción de las organizaciones armadas, implica en el contexto una
subrepticia reivindicación del baño de sangre posterior); pero obviando que la
dirigencia sindical de aquellos 70’ estrechó filas junto a Isabel y López Rega,
para terminar combatiendo al segundo, y soltándole la mano a la primera con la
borrada de Casildo Herreras, horas antes del golpe.
Y que decir de la dirigencia de
la UCR, que marchó ayer a la Plaza (o al menos prestó su apoyo a la
convocatoria) el mismo día en que, once años atrás, decidió desde el gobierno
declarar el estado de sitio y dar carta blanca a la represión de la protesta
que se cobró 39 muertos en todo el país: un olvido y un desprecio tan brutal de
símbolos tan poderosos dice bastante de lo que entienden los radicales por
autocrítica; y de lo poco (o nada) que han madurado políticamente desde que el
último presidente surgido de sus filas abandonó la Rosada antes de terminar su
mandato, dejando un país en llamas.
Los denunciantes y los gestores
de la ley Banelco, los que debían asumir la representatividad de las víctimas
de aquel diciembre trágico y los que fueron sus victimarios, se dieron ayer la
mano para confrontar con el gobierno que expresa al proyecto político que
clausuró la crisis, y por eso fue ampliamente revalidado en las urnas, en dos
oportunidades.
Un contrasentido tan grande como
el de los cacerolos (presentes también ayer en la Plaza, a través de parte de
los organizadores de la espontaneidad) que comparan a Cristina con De La Rúa y
le auguran el mismo final; obviando que a “Chupete” lo votaron para que
prolongara la ilusión de la convertibilidad, gestionando un menemismo prolijo y
sin corrupción, por lo menos ostentosamente visible.
En ambas comparaciones hay una
persistencia no ya en desconocer las condiciones políticas personales de
Cristina (lo que en sí es un grave error, cualquiera sea la postura que uno
termine adoptando frente al kirchnerismo), sino el hecho de que ella expresa un liderazgo,
un rumbo y un proyecto.
Un liderazgo que no está exento
de errores, un rumbo que puede tener marchas y contramarchas pero es claro y un
proyecto que está en permanente construcción; pero que cuentan con amplios apoyos
sociales, que se hicieron visibles el 9D.
La precariedad del discurso
opositor sustentado en comparar a Cristina con De La Rúa o Isabel, y la
persistencia en el error de seguir una línea de acción política consecuente con
esa idea, explica bastante el rotundo fracaso de la marcha de ayer, en términos
cuantitativos y -sobre todo- cualitativos; al menos si se la mide desde las
expectativas de los convocantes.
2 comentarios:
Excelente Raúl, impecable. (Panza Verde)
aaaaaaachalaii mi mamaaaaaaaaa, que de pelotudeces que hay en la net, pero esto es extremo
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