El collage de apertura está todo armado con
imágenes que ilustraban noticias de la edición del miércoles del Cronista, dando
cuenta del alarmante panorama que afecta a la actividad económica en general, y
a la industria en particular: sin pistas de reactivación a la vista, la
recesión parece no tener piso ni freno, y el uso de la capacidad instalada está
por debajo del 2002, en plena crisis de salida de la convertibilidad.
Por supuesto que
eso tiene su correlato en el cierre de empresas, los despidos, la ruptura de la
cadena de pagos y los efectos que son asociados a procesos recesivos de la
magnitud del que está viviendo el país, bajo el gobierno de Macri.
Pero al mismo
tiempo las imágenes dan cuenta del grado de desorientación conceptual de buena
parte de nuestra burguesía criolla, a la hora de identificar las causas de la
crisis, y las posibles salidas o soluciones: aun frente a la evidencia del
fracaso estropitoso (una vez más, y van) del manual de recetas del
neoliberalismo, insisten en repetir como loros que los problemas son el déficit
fiscal, la presión impositiva, las tasas de interés (descontectualizadas de
toda otra variable), o la rigidez de la legislación laboral.
Y si no nos creen,
hagan la prueba de leer los informes, documentos o comunicados de la AEA, la
UIA o las principales cámaras empresarias del país, con la posible excepción de
algunas de las que nuclean a las Pymes: si alguna menciona a la destrucción del
salario y sus consecuencias (la merma del consumo y la caída del mercado
interno) lo hace en un lugar marginal, casi como si no incidiera; pero ni por
asomo la colocan (cuando se acuerdan de ella) como un factor importante entre
las causas de la recesión.
El extravío
ideológico de buena parte de nuestros empresarios es tal, que incluso muchos
minimizan el impacto en los costos de la dolarización de las tarifas, y
prefieren hablar de la carga impositiva, o las altas tasas de interés; y los
medios que responden a la ortodoxia económica dominante se asombran de que, aun
habiendo bajado las tasas, las empresas no toman créditos.
Con una capacidad
instalada industrial ociosa cercana al 44 %, ¿quién tomaría un crédito que no
sabe si podrá pagar, para otra cosa que no fuera pagar las facturas de la luz y
el gas? ¿Piensan seguir insistiendo en la idiotez de que las inversiones no
llega por el temor del regreso del populismo, o admitir sencillamente que nadie
invertiría en un país que tiene casi la mitad de su infraestructura productiva
sin usar, por falta de demanda?
Para el discurso
empresario dominante, los únicos costos que molestan y perjudican son los del
Estado (como los impuestos, porque las tarifas van a parar a los bolsillos de
otros empresarios), y las únicas regulaciones que molestan son las leyes
laborales; y si no es así, suena como si lo fuera: tal parece que solucionando
esas dos cuestiones, la economía despega de inmediato.
Allí tienen si no
el meneado caso de las primas de las ART, y la “industria del juicio laboral”.
les dieron lo que querían y no sirvió para nada, porque aun bajando costos a
base de dificultarle al trabajador el acceso a la justicia para reclamar
(porque de invertir más en prevención y seguridad, ni hablar), el panorama de
negocios es tétrico. Sin amilanarse, nuestros hombres de negocios celebran como positivo el anuncio de una nueva rebaja en las contribuciones patronales a la seguridad social; lo que no hará más que acrecentar el déficit fiscal que se dice combatir, poniendo en riesgo la sustentabilidad del sistema previsional del cual dependen millones de personas que consumen en el país la mayor parte de sus ingresos.
Si algo demuestra
el gobierno de Macri (una vez más, por si hiciera falta) es el estrepitoso
fracaso de las políticas “ofertistas”, que basan toda la dinámica del
crecimiento y el desarrollo de un país en las concesiones al capital, para
maximizar sus beneficios: flexibilización laboral, ausencia de regulaciones
públicas, baja presión tributaria, eventualmente menos exigencias ambientales.
Nada ni cercano o
parecido al fomento del consumo y el mercado interno para crear la demanda que
atraiga la inversión (porque como decía Perón, que algo entendía del tema, “el
apetito viene comiendo”), ni mucho menos crecer a partir del estímulo a la
innovación y el desarrollo científico y tecnológico: por el contraruio, en un
renglón en el que el mercado es reacio a invertir, el Estado se está retirando
a pasos agigantados, obturando ora vía posible para el desarrollo nacional.
Nunca se insistirá
lo suficiente en lo malo que es para el país el recurrente fracaso político e
intelectual de nuestra “burguesía nacional” (ese unicornio azul del peronismo)
en su rol necesario para la construcción de un país, en todo lo que no sea
generar excedentes extraordinarios, valorizarlos financieramente y fugarlos.
Aquello de la “densidad nacional” de la que hablaba
Aldo Ferrer, una clase empresaria pujante, innovadora y conciente de su rol: el
verdadero “emprendedorismo”, capaz de generar riqueza y trabajo, sin esperar
“derrames”; no el de las cervecerías artesanales como ocio de chetos, o
reciclaje del desempleo (eso último viene a cuento, pero sobre todo hace tiempo
que teníamos ganas de decirlo).
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