Se cumplen hoy 50 años de la muerte de Perón, el trágico y triste día en el que muchos supusieron (y muchos aun lo siguen pensando hoy, dentro y fuera del peronismo) que se terminaba el peronismo: en palabras del almirante Rojas, "muerto el perro se acabó la rabia".
Y sin embargo acá estamos: maltrechos, cachuzos, confundidos, dispersos, bajo ataque y en derrota, pero estamos. Sin terminar de construir la organización que venza al tiempo, y sin terminar de asumir -porque tampoco nos dejan- que somos sus únicos herederos. Pero estamos.
Pasaron 50 años desde que murió el tipo que protagonizó con centralidad absoluta la política argentina durante los 30 años anteriores, y que en estos 80 años transcurridos desde que emergió a los primeros planos, fue y es la figura política más importante de nuestra historia. La medida de su grandeza la da el recuerdo emocionado del pueblo, y la pequeñez de sus enemigos, que han reducido todo su programa para el país a terminar con su obra y su recuerdo.
Para que negar que en ese empeño, que un gorila notorio como Halperín Donghi bautizó como "la larga (demasiado, le faltó) agonía de la Argentina peronista" han tenido éxitos, fruto de su persistencia. Acaso no tanto como desearían porque -como decíamos al principio- seguimos estando, y aun quedan en pie ejemplos concretos de la obra de Perón. Pero se están encargando concienzudamente -con ayuda de las traiciones y deserciones del propio peronismo- de modificar ese estado de cosas.
Recordar la muerte de Perón y su finitud biológica es humanizarlo, y humanizarlo es recrearlo en la perspectiva de su verdadera grandeza: no una figura para el mármol o el bronce -como los portadores del peronómetro que reducían la preservación de su legado a mausoleos y estatuas-; sino alguien inserto en la corriente de la historia, como un liderazgo excepcional surgido del pueblo, y retroalimentado en el diálogo con él. Sin eso (y sin la estrechez de miras gorilas, claro) no se explican la resistencia peronista y su retorno al país para morir en él, aun sabiendo que era el final más posible.
Hoy lo deshumanizan los que -contra su enseñanza- lo cosifican en formulaciones doctrinarias que devienen catequéticas y artículos de fe que explican por sí mismos toda la realidad, como si nunca lo hubieran leído al propio Perón. Que si algo hizo fue contener y expresar a lo diverso (muchos "progres" de su época, como Manuel Ugarte, se hicieron peronistas), pero nunca contuvo a todos, ni lo intentó: siempre tuvo claro que en el peronismo no había lugar para los Braden y los Pinedo, y todo lo que ellos expresaban.
Hoy los que trafican con su nombre como contraseña para ocluir todo debate interno y macartear a gusto piden excluir lo diverso, pero contener lo antitético, lo que claramente juega para los enemigos de Perón y del pueblo argentino, hace 50 años y hoy. Una rara forma de hacer peronismo en la que no hay lugar para Grabois, Ofelia Fernández, el feminismo o Kicillof, pero sí para Pichetto, Scioli, Llaryora, Jaldo o Randazzo.
Humanizarlo a Perón es ponerlo en perspectiva histórica, con sentido de pedagogía política, para aprender de sus grandes realizaciones visionarias que hoy son patrimonio común de todos los argentinos: la protección de los trabajadores, la gratuidad de la universidad, el voto femenino, el programa nuclear, y tantas otras cosas. O las que marcan la necesaria hoja de ruta de un proyecto nacional de dignidad y justicia: la nacionalización del comercio exterior, la política exterior autónoma, la apuesta al desarrollo industrial, la redistribución del ingreso nacional a favor de los sectores populares.
Pero también humanizarlo a Perón es aprender de sus transigencias cuando debía ser intransigente (el mismo se arrepentiría años después de su conducta frente al golpe del 55') y viceversa, sus intentos conciliatorios no correspondidos por los odiadores de siempre (porque a él también le ocurrió), sus tolerancias con los ladrillos de bosta que debían ser contenidos pese a todo, y sus distancias con gente como Mercante, Sampay, Jauretche o Cooke.
De todo se aprende en la vida, y Perón no fue la excepción: todo su derrotero político nos deja enseñanzas para el hoy. Nos permite por ejemplo advertir que entre el contrato de la California (que fue blandido por un nacionalismo que fungió de idiota útil de la oligarquía contra el presidente que había puesto en la Constitución del 49' el artículo 40 que reservaba para la nación el dominio de los recursos naturales estratégicos) y el RIGI hay tanta distancia como la que hay desde la Tierra a la Luna. Y uno no fue aprobado por un Congreso donde el gobierno tenía amplia mayoría, mientras el otro salió con fritas.
Hoy que todos parecen descubrir la clarividencia política, es preciso recordar que Perón fue lo que fue, precisamente porque leyó con claridad su tiempo, con sus demandas y sus insatisfacciones: no fue -como se decía entonces- el candidato de un régimen que pretendía perpetuarse en el poder, sino el emergente político de una Argentina nueva, ignorada hasta entonces. No es tanto que supo como hablarles a los trabajadores (y más que hablarles, responderles con hechos concretos), como que fue el primero que -de verdad- se puso a escucharlos: tremenda lección para estos tiempos de confusión y perplejidad.
2 comentarios:
organizando el comando celestial
ademaas de leer su tiempo, leía y estudiaba muchisimo
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