Elegimos como
imagen de apertura una captura de pantalla de la tapa de Ambito del jueves, que
condensaba las noticias que nos parecieron más relevantes: como el FMI concederá
el “waiver” solicitado por el gobierno de Macri y desembolsará otro tramo del
stand by pero ya piensa en el futuro gobierno, y los detalles que se van
conociendo del proyecto de reforma de la Carta Orgánica del Banco Central que
ingresó al Congreso, enviado por el gobierno precisamente a pedido del Fondo.
Sobre lo primero,
en esta nota Burgueño nos cuenta que el staff del FMI ofrecería al
próximo gobierno negociar las condiciones del préstamo otorgado en cuanto a los
vencimientos, a cambio de que la futura administración encare urgentemente las
reformas estructurales pendientes, básicamente la previsional y la laboral. Es
decir, la idea trillada de “voten como quieran y que gane el que sea, pero lo
que tiene que hacer es esto”.
La reforma a la
Carta Orgánica del Central según cuenta acá Guarino incluye la
eliminación del requisito de la nacionalidad argentina para los miembros del
directorio y del “comité de política monetaria”, lo que supone la obvia
intención de que algunos de esos lugares sean ocupados por extranjeros; como si
estuviéramos en la primera Década Infame allá por los años 30’, y el proyecto
hubiera sido redactado por Sir Otto Niemeyer y los expertos del Banco de
Inglaterra que con la ayuda de auxiliares locales (como Raúl Prebisch) gestaran
nuestro Banco Central original. Los demás aspectos del proyecto de reforma
fueron analizados en esta otra entrada.
Es poco probable
que la iniciativa prospere en el actual gobierno, y nada indica que lo vaya a
hacer en el próximo, pero el solo hecho de plantearla es indicativa de varias
cosas, a saber: desde el propio FMI son concientes del estado comatoso en el
que quedará la economía argentina al final del gobierno de Macri, al punto que
suponen que un eventual default de la deuda externa no es un evento
extraordinario, ni mucho menos. De modo que la Argentina volvería a ser (para
los acreedores externos) un “Estado fallido”, incapaz de administrarse por sí
mismo, y que debe dejar en manos de otros el comando de resortes claves de su
economía, como la política monetaria.
Una idea que ya se
les había ocurrido en 2002 a Anne Kruegger y Rudi Dornsbuch, que proponían más
o menos lo mismo para salir de la crisis que provocó la implosión de la
convertibilidad. Que la política monetaria sea -de acuerdo con la Constitución-
una atribución del Congreso delegada en el Poder Ejecutivo a través del Banco
Central, no es algo que les preocupe demasiado, tanto que el proyecto contempla
también la aprobación ficta (por el mero transcurso del tiempo) de los pliegos
de los miembros del directorio del BCRA, si no son aprobados por el Senado.
Decíamos que la
situación guarda muchas semejanzas con la del 2002, y no es casual: estamos,
una vez más, ante el escenario del fracaso estrepitoso de un programa económico
que responde al bagaje tradicional del FMI como entonces. Y si algo denotan los
tiempos presentes es que todo lo que implica el Fondo ha fracasado –una vez
más. en toda la línea: su marco conceptual, sus medidas concretas, sus
pronósticos, todo es un fracaso estrepitoso tan grande como el del gobierno,
como que son lo mismo, y no se los puede diferenciar.
Por eso y porque el
FMI apostó decididamente a la reelección de Macri y a la continuidad de
“Cambiemos” hemos dicho ya que votar contra Macri y el oficialismo es también
votar contra el FMI, aunque en el Fondo hagan como que no lo quieren entender.
Incluso como se dijo antes acá, ese involucramiento abierto del FMI en la disputa electoral violando incluso su
propio acuerdo constitutivo debe ser una herramienta de negociación política
del próximo gobierno.
Política, dijimos,
porque al fin y al cabo de eso se trata: las reformas que pediría el FMI para
“suavizar” los vencimientos del préstamo que deberá afrontar el futuro gobierno
(mientras Macri disfrutó y disfrutará de los desembolsos) son perniciosas en
términos económicos, porque no harán sino profundizar la recesión y el destrozo
social y productivo que ha causado hasta acá el programa económico, sostenido y
elogiado por el Fondo. Del mismo modo que ahora “descubren” que la recesión y
las políticas de ajuste derrumban la recaudación, y en consecuencia ponen en
riesgo la meta fiscal del “déficit cero”.
Pero antes que
todo, esas reformas (la previsional y la laboral flexibilizadora) son inviables
en términos políticos; tanto que Macri marcha directo a perder las elecciones
por haber aprobado una parcialmente (la previsional), y por haber “aprobado de
hecho” la otra (la laboral), generalizando los despidos y licuando el valor de
los salarios en dólares, junto con su poder adquisitivo. De hecho, el rechazo a
la reforma previsional de diciembre de 2017 marcó el punto inicial del fin del
sueño de la hegemonía macrista.
Mucho se ha hablado
sobre la pesada herencia que dejará Macri para el futuro gobierno, medida en
términos de indicadores económicos negativos, acaso no tanto en términos de
condicionantes estructurales, como el acuerdo con el FMI. Del mismo modo,
sobran por estos días las disquisiciones políticas en el sentido estrictamente
rosqueril de la palabra: quien mide y quien no, quien es funcional al gobierno
y quien no, quien debe sumarse y quien se tiene que correr, quien puede ganar
un balotaje, o quien seguro lo pierde.
De lo que se habla
poco, casi nada, es de lo que cada uno piensa hacer el 10 de diciembre, en caso
de llegar al gobierno. Tanto dar por sentado (así, de golpe, tras los anuncios
de imbatilidad electoral del oficialismo) que Macri pierde, que no se detienen
mucho a pensar por que pierde, y cual es el sentido de ganarle, para terminar
haciendo más o menos lo mismo que él, por convicciones o por imperio de la
necesidad.
Las certezas que da
Cristina (sobre todo de lo que no va a hacer) contrasta con las dudas que
genera el resto, desde Massa que pretende ahora que lo indultemos por su
comportamiento funcional (este sí) a éste gobierno, hasta Lavagna que -en
sintonía con el FMI, vea señora como son las cosas) elogia ejemplos puntuales
de flexibilización laboral, como los de las aerolíneas “low cost”, o las
petroleras en Vaca Muerta; ambos fracasados además en el alegado propósito de
generar empleo: en un caso hay despidos y procedimientos preventivos de crisis,
en el otro suspensiones y merma en la producción, o crecimiento casi
irrelevante, comparado con los beneficios fiscales y laborales obtenidos.
Si alguno supone
que esas dudas y esa certeza determinan el lugar que cada uno ocupa en las
preferencias electorales de los argentinos (más allá de encuestas operadas), no
le erra ni medio: es que el momento no es entonces para los economistas por más
solvencia técnica que puedan tener, sino para la política y los políticos; y
frente a este panorama es la política la que tiene que tener la última palabra,
sin desconocer los condicionantes que impone la economía.
Porque este año los argentinos elegimos presidente y no ministro de Economía. Ese distingo que hoy parece de Perogrullo, pero que justamente puso en agenda el kirchnerismo desde el 25 de mayo del 2003, contra la vulgata dominante hasta entonces que sostenía lo contrario.
Porque este año los argentinos elegimos presidente y no ministro de Economía. Ese distingo que hoy parece de Perogrullo, pero que justamente puso en agenda el kirchnerismo desde el 25 de mayo del 2003, contra la vulgata dominante hasta entonces que sostenía lo contrario.
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