Por Raúl Degrossi (*)
Jueces provinciales que resolvían cautelares de gendarmes
y prefectos por miles y terminaban dictando la política salarial de las fuerzas
de seguridad federales; jueces que resuelven amparos de ong’s medievales para
impedir que se practiquen abortos no punibles autorizados por la ley, desoyendo
los fallos de otros jueces; lucha a brazo partido para imponer un juez que
falle una causa sensible para el poder económico, en la que está en juego una
ley clave para la democracia: un simple repaso de los hechos más relevantes de
las últimas semanas en el país nos muestra al Poder Judicial y a los jueces, en
el ojo de la tormenta.
Como consecuencia del discurso mediático dominante, para
el común de la gente el Poder Judicial está asociado al castigo de los delitos (con
la eterna e inconducente polémica entre el garantismo y la mano dura), y la
investigación de los hechos de corrupción del poder político: entre las
extravagancias de Oyarbide y el socorrido latiguillo de “entran por una puerta
y salen por la otra” se puede encerrar la percepción ciudadana de lo que es la
justicia.
Y sin embargo es bastante más que eso: una madre separada
que espera meses o años para poder cobrar su cuota alimentaria, un trabajador
despedido que aguarda en vano el pago de su indemnización, u otros trabajadores
que esperan la resolución de una quiebra para saber si se convertirán en sus
propios patrones o afrontarán el horror del desempleo, también son la justicia;
o en todo caso sus vidas también son atravesadas por las decisiones que toma o
dilata el aparato judicial.
Que como es bien sabido es el menos democrático de los
poderes, desde su misma formación hasta su tendencia atávica a los
comportamientos corporativos; lo que no implica que sea por completo inmune a
los climas sociales y los vaivenes políticos: por el contrario, los jueces
suelen ser finos intérpretes de sus variaciones, no tanto para adaptarse a las
demandas sociales, como para evaluar en que medida su acción los pone en
condiciones de pervivir y perdurar, o conservar sus privilegios.
Cuando se reflexiona sobre la justicia desde la academia o
el mundo político se pone el acento en los mecanismos de selección de los
jueces, en la creencia que allí radica el principal problema que hay que
resolver; estableciendo procedimientos que disminuyan la ingerencia del poder
político o (suprema ilusión) la hagan desaparecer, para preservar una idea que
tiene mucho de mito: la independencia del juez.
Esa idea (que fue por ejemplo la que presidió la
instalación constitucional del Consejo de la Magistratura) responde a otra idea
sobre las relaciones entre los individuos y el Estado y la configuración de la
sociedad, idea que es por cierto bastante antigua y se remonta por lo menos al
siglo XVIII: el juez sería así el supremo garante de que el Leviatán estatal no
se terminará devorando a los simples ciudadanos de a pie.
Sin embargo en sociedades periféricas, fragmentadas y con
altísimos niveles de desigualdad como la argentina, la experiencia histórica
enseña que frente a un Estado desvencijado y colonizado por los intereses
corporativos por el neoliberalismo no hay libertades, sino privilegios: vaya si
no el ejemplo de Clarín y la ley de medios para entender de lo que estamos
hablando.
Tomemos por caso el ejemplo de la Corte Suprema de Justicia
de la Nación: analizado desde la óptica tradicional, la renovación emprendida
allí por Néstor Kirchner sería irreprochable; con candidatos potables y méritos
probados (al menos para los estándares del propio sistema), y discusión pública
amplia de las postulaciones, con posibilidad de cualquier ciudadano u
organización de impugnar a los propuestos.
Y sin embargo esa misma Corte, conformada de ese modo
prolijo e irreprochable, no parece tan dispuesta a ponerle límites con su
jurisprudencia a los poderes económicos concentrados, o a ejercer en plenitud
su rol de cabeza del Poder Judicial para revertir los comportamientos
corporativos de larga data, como pasa con el caso de los jueces y el pago de
Ganancias.
Por otro lado y por el contrario, es poco frecuente oír
que se discuta -cuando se habla del Poder Judicial- sobre las concretas
condiciones de accesibilidad a la justicia de aquellos que buscan la reparación
de una injusticia o el reconocimiento de un derecho; accesibilidad que va desde
el costo concreto del servicio de justicia (que está en relación directa a los
recursos que demanda mantener una estructura corporativa con privilegios de
casta en muchos casos), hasta el uso de un lenguaje deliberadamente crítptico e
inaccesible para el común de las personas (lo que garantiza el monopolio de la
palabra tribunalicia por los operadores calificados del sistema), o el
mantenimiento de rutinas y formas de procedimiento que parecen diseñadas para
procesar los conflictos sociales en tiempos incompatibles con las urgencias de
la gente común, en especial de los sectores más pobres.
A la idea tradicional del rol del Poder Judicial le
corresponde una idea también tradicional de lo que es un juez: una especie de
autómata aplicador de las leyes, desvinculado de su sociedad y su tiempo, sin
intereses personales o sectoriales concretos que lo distraigan de su misión,
incapaz de tener ideas propias en política o en asunto alguno y de expresarlas,
o que en todo caso mágicamente las pondría al costado al momento de dictar
sentencia: un absurdo por donde se lo mire, sin anclaje alguno con la realidad.
Idea que además soslaya las concretas condiciones en que
ese juez cumple su función, y lo que significa ésta en la práctica: en nuestro
sistema constitucional (de control jurisdiccional o judicial difuso: todos los
jueces pueden analizar la constitucionalidad de las normas) la ley no es lo que
los legisladores (al fin y al cabo, los representantes del pueblo, emergidos
del voto ciudadano) escribieron y votaron, sino -dado un conflicto concreto que
llega a la justicia- lo que los jueces dicen que es; lo que pone a las claras
la trascendencia política (sí: política) de su rol.
Aspecto que los poderes corporativos tienen perfectamente
en claro, y por eso operan como operan sobre los jueces y la justicia, y no nos
remitamos en éste punto a lo que pasa con Clarín y la ley de medios (donde el
asunto está expuesto con singular crudeza): pensemos por ejemplo en las
tradicionales presiones de la Iglesia para imponer a los jueces de los
tribunales de familia, o de los empresarios y los sindicatos para hacer lo
propios con los juzgados laborales.
O en el tortuoso avance de las causas por las violaciones
a los derechos humanos durante la dictadura, más allá incluso de la derogación
de las leyes de la impunidad; y poniendo especial énfasis en garantizar la
impunidad de los propios integrantes de la casta judicial: allí está sino el
caso de Otilio Romano para comprobarlo.
La que está en mora por el contrario en asumir en su
plenitud estas cuestiones es la clase política, o al menos parte de ella: de
hecho visto desde ésta perspectiva -al menos en mi opinión- la idea matriz del
Consejo de la Magistratura es un claro retroceso democrático, en tanto no hace
sino entronizar constitucionalmente el rol de los operadores privilegiados del
sistema judicial (abogados y jueces) en el proceso de formación y selección de
los jueces; que no es asunto exclusivo de los que transitan a diarios por los
pasillos de Tribunales, sino del conjunto de la sociedad y de sus
representantes.
La reforma introducida por el kirchnerismo en el 2006 (y
que fuera tan criticada en su momento) apuntaba entre otras cosas a garantizar
en el Consejo el predominio de los sectores representantes de los Poderes
integrados por la voluntad popular, por encima de los corporativos, pero la
actitud que asumieron desde entonces los opositores (en espejo con el modo en
el que entienden la acción política: siguiendo los vaivenes de las lógicas
corporativas) dio por tierra con la idea.
Eso sin contar que, detrás de la idea del Consejo de la
Magistratura (uno de los chiches agregados por Alfonsín en el intercambio del
Pacto de Olivos) haya apenas una intención subalterna de conseguir conchabos
bien cotizados para algunos, como claramente pasó con el tercer senador por la
minoría, o la Auditoría General de la Nación.
Eso es al menos lo que pareciera demostrar el caso
santafesino (donde el Consejo funciona desde los 90’, creado por un decreto del
gobernador) y la implementación de la reforma de la justicia penal votada en el
2006: tras años de predominio de las roscas internas del Poder Judicial en la
cobertura de los juzgados, radicales y socialistas -llegados al poder luego de
24 años de gobierno del PJ- se avocaron con tesón a modificar las reglas de
funcionamiento del Consejo para favorecer a las roscas académicas que controlan
con holgura; para imponer sus propios candidatos en los cargos creados por la
reforma.
Volviendo a la historia más o menos reciente del Poder
Judicial de la Nación, aun están allí
los jueces nombrados por la dictadura, junto con los que surgieron de los
pactos entre Alfonsín y Saadi en la restauración democrática, y los de la
servilleta de Corach: un complejo caldo que no pareciera haber cambiado mucho
(en nombres, en ideas, en prácticas) por la instauración del Consejo de la
Magistratura.
Por el contrario, el caso Clarín y la ley de medios está
revelando con toda claridad que -medido en términos de fortalecimiento de la
institucionalidad democrática frente a los poderes fácticos- el experimento ha
sido un fracaso, aunque sería injusto cargarle la responsabilidad de no haber
cumplido una finalidad que jamás se propuso.
Decía Cristina hace un tiempo -cuando enviaba el proyecto
de ley de medios al Congreso- que la iniciativa suponía una prueba ácida para las instituciones de la democracia: como si no fuera poca demostración lo
que pasó cuando se discutió en el Congreso, el tortuoso camino que ha seguido
desde entonces en los Tribunales y en el Consejo de la Magistratura le ha dado
ampliamente la razón.
(*) El título no me pertenece, se lo afané a Lucas Carrasco.
1 comentario:
Excelente artículo.
Es hora que empecemos a poner la lupa sobre la justicia terrenal que por confundida se cree divina.
Sin ir más lejos acá en Santa Fe hay 22 causas contra el presidente de la UCR nacional, que duermen plácidamente en el Juzgado Federal, como antes durmieron las causas por delitos de lesa humanidad.
Aunque para obrar así está la excusa que faltan recursos que les debe proveer el Poder Ejecutivo.
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